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Mons. Aguer pidió para La Plata «una bendición sanante y trasformadora»

El arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, tras presidir la procesión de Corpus Christi por las calles de la ciudad, pidió en la homilía de la Misa celebrada en la catedral platense «una bendición sanante y trasformadora para la ciudad… Encomendemos al cuidado misericordioso del Señor a sus habitantes, con sus problemas materiales y espirituales».

El prelado pidió, especialmente, rezar por «los que no tienen fe, los indiferentes, los que guardan resentimientos contra la Iglesia y la odian porque no aciertan a ver en ella a Cristo. Que el Señor -enfatizó- conceda a nuestro pueblo superar las consecuencias funestas de la reciente inundación: el desconsuelo, la sensación tremendamente objetiva de desamparo, la justa indignación, y el miedo».

Este es el texto completo de su Homilía:

El misterio de la fe en el Año de la fe

Homilía en la solemnidad de Corpus Christi. Iglesia Catedral.

1 de junio de 2013.

Entre los numerosos milagros de Jesús que nos han transmitido los evangelios figuran algunos obrados por el Señor sobre los elementos de la naturaleza, sobre la materia inanimada: la tempestad calmada en el mar de Galilea, la pesca milagrosa, el cambio del agua en vino en las bodas de Caná, la multiplicación del pan y de los peces. Este último signo tiene antecedentes en el Antiguo Testamento: Dios alimentaba continuamente a su pueblo; lo hacía en tiempos normales a través de la fecundidad de la tierra, pero en tiempos de crisis y desgracia intervino milagrosamente, como ocurrió con el don del maná y las codornices en el camino hacia la tierra prometida, y más tarde mediante la intervención de los profetas Elías y Eliseo. Basado en estos hechos, el pueblo profesaba una arraigada convicción de fe: Dios no abandona a su pueblo. En el relato que hemos escuchado (Lc. 9, 11b-17), Jesús renueva el cuidado misericordioso de Dios alimentando a la multitud que lo seguía: unos cinco mil hombres ?no entraban en el cómputo las mujeres y los niños- experimentan la saciedad y la alegría que tienen su fuente en la abundancia de Dios. Aquella comida inesperada, entre el día y la noche, entre la ciudad y el campo, no fue una ?cena a la canasta? en la que cada uno puso en común lo que había llevado, sino un milagro cabal: sólo aportaron los discípulos cinco panes y dos pescados, que Jesús multiplicó de modo que fue suficiente para que todos quedaran hartos, y aun sobrara generosamente.

San Lucas, al narrar la escena, quiso señalar que los gestos de Jesús al tomar el pan, bendecirlo, partirlo y entregarlo, fueron los mismos que empleó en la última Cena para instituir la eucaristía; los mismos que constituían el rito de la fracción del pan en las primitivas comunidades cristianas y que se repiten en cada misa. El pan multiplicado en el desierto era un alimento material, pero procedía de Dios; era una figura del alimento eucarístico que el Señor multiplica para saciar a su Iglesia, una representación anticipada del pan transformado en su cuerpo. La fiesta de Corpus Christi, que hoy celebramos, es una expresión de reconocimiento y alegría porque Cristo se nos ha dado, se nos da cada día, en el misterio del pan transformado en su cuerpo. Que Dios esté tan cerca de nosotros, que se haya hecho pequeño y accesible, que se nos dé en alimento es un misterio de fe; es el misterio de la fe. Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros, para nuestra salvación, se nos da a comer para asimilarnos a él, para hacernos un espíritu con él y dotarnos de una nueva existencia que proviene del Espíritu Santo.

El misterio consiste en que el cuerpo único de Jesús resucitado se hace presente en muchas hostias consagradas; esto puede suceder porque más allá del espacio y del tiempo, vencedor de esas fronteras, el Señor tiene el poder de comunicarse y entregarse. En el sacramento eucarístico queda lo exterior y visible del pan y del vino, pero se ha producido un cambio real en el fundamento del ser del pan y del vino, que dejan de ser lo que eran para convertirse en la presencia real y viviente de Jesús. En el lenguaje bíblico, cuerpo designa la persona entera, presente en el cuerpo; en el catecismo decíamos: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Jesús, Dios y hombre verdadero, es quien se nos brinda; por eso lo adoramos, nos arrodillamos ante él, cantamos de alegría o callamos sumiéndonos en un silencio sagrado. Nuestra intimidad entra en contacto con él mediante la comunión, sacramental o espiritual. No sólo comemos la eucaristía, también la adoramos ?lo adoramos a él que se ha hecho nuestra eucaristía? con las diversas formas adoptadas por la devoción católica, desde la solitaria visita al Santísimo hasta una procesión como la que hoy nos ha reunido. La conciencia y la vivencia de la adoración a Cristo, presente en el sacramento de su cuerpo, tienen que inspirar las múltiples formas del servicio cristiano, de cada cristiano y de las comunidades que forman la Iglesia, al hombre y al mundo de cada época. La transformación real del pan en el cuerpo del Señor es la fuente de nuestra transformación, ahora espiritual y un día, según nuestra esperanza, en la resurrección de la carne; es fuente también de la transformación del mundo, de todo lo creado, en nuevos cielos y nueva tierra. En la eucaristía se hace presente la realidad verdadera y definitiva, objeto de nuestra fe, que nos permite mirar y valorar cristianamente, a partir de ella, todo lo que existe.

Hoy hemos cumplido la preciosa tradición católica de marchar con la eucaristía por las calles de nuestra ciudad. Esta incursión fuera del templo tiene un sentido profundísimo: expresa cómo la liturgia abarca el cielo y la tierra y que el Señor, presente y activo en ella unifica la humanidad y toda la creación. El entonces cardenal Ratzinger lo ilustraba así: en la procesión del Corpus Christi se representa de un modo, por así decirlo, corporal esta relación de la fe con la tierra, con toda la realidad. Y añadía que esta fiesta es en última instancia testimonio de Dios y del amor: testimonio de que Dios es amor? Puesto que el Corpus Christi es testimonio del amor, el misterio de la transustanciación constituye el aspecto central de ese día. El amor es transformación. El día de Corpus Christi nos dice: sí el amor existe y como existe, también existe la transformación, así que podemos tener esperanza. La esperanza nos da la fuerza para vivir, para afrontar el mundo.

Jesús ha pasado por la ciudad como una bendición. ¡Cuánto necesita nuestra ciudad una bendición sanante y trasformadora! Escuchamos en el evangelio que él recibió a la multitud, les habló del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados (Lc. 9, 11). Encomendemos al cuidado misericordioso del Señor a los habitantes de la ciudad, con sus problemas materiales y espirituales. Recomendémosle especialmente a los que no tienen fe, a los indiferentes, a los que guardan resentimientos contra la Iglesia y la odian porque no aciertan a ver en ella a Cristo. Que el Señor conceda a nuestro pueblo superar las consecuencias funestas de la reciente inundación: el desconsuelo, la sensación tremendamente objetiva de desamparo, la justa indignación, el miedo. El cataclismo ha manifestado una franja de pobreza estructural, sobre todo en los barrios periféricos, que no es posible disimular y a la que se debe poner remedio. Existe una fuerza superadora que es la proyección cultural, social y política de la fe eucarística, del amor que se nos dispensa en la Eucaristía; es la coherencia de la fe y el testimonio, con obras, del amor.

Mañana, a las cinco de la tarde ?hora de Roma? el Papa Francisco presidirá una adoración eucarística, programada como un gesto especial en el Año de la Fe. Todos los obispos de la Iglesia hemos sido invitados a unirnos a este gesto en nuestras catedrales, simultáneamente, según el respectivo huso horario. Por eso, en sincronía con la celebración romana, presidiré aquí la misa de las doce, que se prolongará en un breve tiempo de adoración del Santísimo y concluirá con la bendición. Quiero representar, junto a quienes participen con su presencia y oración, a todos los fieles de la arquidiócesis en este acto de adoración. ¡Qué maravilloso es comprobar que al mismo tiempo, en todo el mundo, los católicos estaremos unidos en la adoración al Señor! Es una verificación de la extensión universal de la Iglesia, que es comunión con el Señor, con el Papa y con los hermanos en la fe, un signo elocuente del carácter eclesial de la Eucaristía, manantial de unidad y de paz. Que la veneración del misterio de la fe en esta celebración del Corpus Christi nos ayude a crecer en la fe y nos fortalezca en ella. Pidámoslo al Señor por la intercesión de la Virgen Inmaculada, la que creyó, y es maestra de la perfecta adoración.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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