«Veinticinco años de obispo, ¡yo!»: homilía de Mons. Aguer, en su Jubileo episcopal.
Ampliando nuestra información del pasado martes 4 de abril, publicamos a continuación la homilía que el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, pronunció en la Misa por sus 25 años de Obispo, en el Seminario Mayor San José. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:
Veinticinco años de obispo, ¡yo!
Homilía de la misa en el día del jubileo episcopal
Iglesia del Seminario, 4 de abril de 2017
La hermosa carta que me envió el Papa Francisco para felicitarme por este jubileo que estoy celebrando, contiene un recuerdo personal del trabajo apostólico que juntos realizamos en la Arquidiócesis de Buenos Aires; él mismo, dentro de pocos meses, también cumplirá 25 años de episcopado. El texto me abruma de elogios al historiar sucintamente mi itinerario pastoral desde la recepción del presbiterado. La gratitud al Santo Padre por su fraternal generosidad va unida, les aseguro, a una cierta confusión, porque me conozco bastante bien a mí mismo. ¡No era para tanto!
Quiero destacar en el texto una elegante frase latina, cuando me dice que San Juan Pablo II, hace un cuarto de siglo ad sacerdotii fastigium evexit, me elevó a la cima del sacerdocio; fastigium significa cumbre, la punta de una pirámide, la máxima dignidad. El Concilio Vaticano II emplea un sinónimo cuando se refiere al episcopado como pontificatus apicem; es lo mismo: el grado más alto de perfección en un orden determinado (Lumen Gentium, 28). Al parecer, el término apex designaba el penacho que lucían los sacerdotes de Júpiter; queda en familia, entonces. La altura es, obviamente, objetiva; no tiene por qué coincidir necesariamente con los méritos personales. Es sabido que obispo viene del griego epískopos: guardián, protector, vigía; el verbo correspondiente puede traducirse mirar hacia, inspeccionar, velar, visitar, y la partícula epí tiene en este caso el sentido de arriba, desde arriba, desde lo alto. En esa punta nos pone a los obispos el llamado de Dios por medio de la Iglesia. Por las dudas, el día de la ordenación el Pontifical nos amonesta: el episcopado significa una carga, no un honor, y nos recuerda que presidir es servir. Siempre he oído decir que hay presbíteros que aspiran al episcopado: ¡pobres, no saben lo que hacen!
No se entienda mal lo que vengo diciendo: el episcopado es una realidad eclesial grande y bella; somos sucesores de los Apóstoles, según una línea ininterrumpida de la tradición. El Concilio afirmó: Jesucristo quiso que los sucesores de los Apóstoles fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Lumen Gentium, 18) ellos rigen la casa del Dios vivo. La referencia bíblica más justa está en la despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso: velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes (episkópous) para apacentar la Iglesia de Dios que él adquirió al precio de su propia sangre (Hech. 20, 28). Se nos introduce en algo muy misterioso, delicado, sobrenatural, que compromete de un modo nuevo la vida de un sacerdote, aunque sigamos siendo los pobres tipos que somos, pero impelidos desde entonces a un trato más íntimo con el Señor y con su Cuerpo místico, al cual nos debemos para alimentarlo con la verdad y la gracia, para acercarlo al cielo. El Vaticano II, recogiendo las afirmaciones de siempre, nos llama doctrinae magistri, maestros de la doctrina de la fe; sacri cultus sacerdotes, empeñados en la adoración litúrgica de Dios; gubernationis ministri, porque gobernar, “mandar”, es un ministerio, un servicio que incluye a todos, pero que según el ejemplo de Jesús y de los Apóstoles se ejerce de un modo principal sobre los quebrados por la vida, los que más necesitan de la consolación de Dios. Ese gobierno debe procurar que reine la caridad. Muchas veces sus razones no son fáciles de entender, y entonces el obispo debe estar dispuesto a saborear a solas el gusto de la Pasión.
En la oración consecratoria que pronuncia el obispo ordenante se pide para el elegido el Espíritu de soberanía que el Padre dio a Jesucristo y él comunicó a los Apóstoles. Ese Espíritu está simbolizado luego en el bálsamo de la mística unción, el crisma con el cual se le unge la cabeza. En el poema del Libro de Isaías que dio comienzo a la liturgia de la Palabra, un profeta anónimo es ungido y enviado a la comunidad de Israel para llevarle la salvación prometida; parece destinado a cumplir la misión del Servidor de Yahweh, del que se habla en capítulos anteriores del mismo libro y en el cual la interpretación cristiana ha visto siempre la figura de Jesús, que fue ungido por el Espíritu Santo para obrar la salvación mediante su sacrificio (cf. Is. 61, 1 ss.). En el salmo responsorial apareció otra figura profética de Jesús: David, ungido rey; una unción que es signo eficaz de la protección divina, que manifiesta el espíritu de fortaleza, de soberanía, para ejercer el poder en nombre del Señor. Veo aquí una especie de retroescena bíblica de la unción episcopal, un elemento paralelo y complementario de la imposición de manos.
Recuerdo con especial nitidez de aquel 4 de abril de hace veinticinco años la imposición del anillo, signo de fidelidad a la Iglesia, Esposa Santa de Dios. Desde pequeño aprendí a amar a la Iglesia; creo que desde que soy obispo la amo más, no con aquel amor ingenuo de entonces, sino dolorosamente, dramáticamente, porque conozco su historia y vivo con ansiedad su actualidad. Le he sido siempre fiel, y la fidelidad implica para mí, costosamente, el coraje de defenderla y reivindicarla, tanto de las traiciones de sus hijos cuanto de los ataques de sus enemigos, que los tiene y cuyas intrigas y amenazas se tornan cada vez más descaradas, más audaces. Hace poco el Papa Francisco afirmó que la Iglesia es perseguida; siempre lo fue, pero la persecución actual se funda en una complicidad globalizada. Cuando no se la persigue expresamente hasta la sangre, se la ignora, se la arrincona; la difamación se descubre en la boca de ignorantes e insignificantes periodistas de barrio, y más dañinamente en la de los grandes, por supuesto, que cuentan con un poder abusivo de comunicación. El obispo que ama a la Iglesia no puede ceder, por más “cultura del encuentro” que se proponga promover. No se escamotea la verdad, no se transige con la mentira o el acomodo. Comprendo perfectamente que esa fidelidad no es una dote mía, sino un don. Ipse fidelis. Si somos infieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo (2 Tim. 2, 13).
Luego sucedieron aquel día la entrega del báculo y la entronización en la cátedra, con lo cual quedaba ya simbólicamente el obispo hecho. Al evocar esos momentos, me surge una vez más el sentimiento de que todo ocurrió a pesar mío, porque yo pensaba para mí otro destino, otro servicio eclesial. No me quejo, porque me ubiqué y llegué a amar el episcopado; el mío, a pesar de las macanas que me mandé y de los múltiples e incognoscibles pecados de omisión. Puedo ahora decir, sin vanidad alguna que estoy contento de ser obispo. La relectura de las cartas de San Ignacio de Antioquía me ayudó a alcanzar una dichosa conformidad. Ese discípulo del Apóstol Juan diseñó a fines del siglo I una eclesiología basada en la iglesia local, en la que el obispo representa a Dios Padre, el presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los diáconos a Jesucristo. Tal es la Iglesia, concretamente para mí esta Iglesia Particular de La Plata, con sus riquezas, sus defectos, su historia, su posible futuro, que ya se puede avizorar, sabiendo que esa posibilidad está en manos de la Providencia de Dios.
En la proclamación del Evangelio hemos escuchado una vez más aquellas palabras de despedida del Señor pronunciadas en la Última Cena. Se trata en ellas de la realidad esencial de la vida de la comunidad de los fieles: el amor. El origen está en el amor con que el Padre ha amado al Hijo y que se replica y comunica en el amor de Cristo a los suyos para manifestarse en el amor de estos entre sí. Se puede notar la reiteración del verbo agapáo, amar, y del sustantivo agápe, amor términos a los que se añade la designación de phíloi, amigos, que Jesús hace de sus discípulos. Esas palabras nos invitan a permanecer en su amor, en el amor de Jesús. No se excluye, por cierto, la inclinación del corazón, pero esa permanencia es una comunión de voluntades: amar es guardar los mandamientos y entregar la propia vida. A eso está llamado el obispo, en la ofrenda de cada uno de sus días, en eso consiste su elección, que es entonces, si comprendida así, fuente de gozo. Aunque aun le falte muchísimo para acercarse a ese ideal, no faltan ocasiones en las que se atisba su misteriosa realidad, y por tanto se percibe también que la santidad del obispo sería necesaria para la Iglesia, y se sufre por su carencia.
Corresponden en este día el agradecimiento y la disculpa. Doy gracias a todos los que en estos 25 años me han acompañado, ayudado de diversas maneras, y rezado por mí. Sé que son muchos, muchísimos, tanto en Buenos Aires como en La Plata. Resulta conmovedora y hasta incomprensible la adhesión que manifiestan los fieles, en particular aquellos más sencillos, que miran sin vueltas, con los ojos de la fe. Agradezco sinceramente a los sacerdotes, sin los cuales el obispo nada puede hacer, y a los seminaristas, que ocupan un lugar de privilegio en mis pensamientos y en mi corazón. Quiero expresar una mención del recuerdo siempre vivo que guardo del Cardenal Antonio Quarracino, sobre todo de su bonhomía y de su sentido común; lo considero mi padre en el episcopado, aunque yo no descuelle en estos dos valores suyos. Cabe asimismo pedir perdón a los que haya perjudicado u ofendido, y por mi parte asegurar mi perdón a quienes no me han deseado el bien. Se puede hablar rápidamente y hasta con elocuencia del amor, pero todos sabemos cuánto cuesta vencer el egoísmo y superar la mera benevolencia natural con la fuerza celestial del agápe, de la caridad.
Yo no deseaba otorgar relieve público a este aniversario; lo considero un acontecimiento íntimo, a transcurrir silenciosamente ante la presencia eucarística de Jesús, abrazado a la pequeña imagen de nuestra Madre de Luján, y pensando en el bueno de San José. Hay otra razón. Recibí el carisma y el oficio del episcopado cuando tenía todavía 48 años. Recuerdo que la primera pregunta que, según el rito, me dirigió el Cardenal antes de postrarme para implorar la misericordia divina me emplazaba con estas palabras: ¿Quieres cumplir hasta tu muerte, con la ayuda del Espíritu Santo, el oficio pastoral que los obispos hemos recibido de los Apóstoles y que se comunica por la imposición de nuestras manos? Respondí que sí: hasta la muerte. Pero resulta que no es hasta la muerte. El Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus 21 rezaba: si por el peso de la edad o por otra causa grave se hicieren menos aptos para desempeñar su oficio, se les ruega encarecidamente que renuncien; en latín, enixe rogantur. Luego el Canon 401, manteniendo la elegante insinuación del ruego, estableció que ha de ser a los 75 años. A esa edad se nos declara menos aptos. Si no recuerdo mal, la Sagrada Escritura deposita la sabiduría en los viejos, pero es verdad que en aquellos tiempos se moría joven. Allí está la cuestión; haciendo a un lado la teología del episcopado, y aunque en estos días se discute en la Argentina el retiro de los jueces también a los 75, hemos admitido a un miembro de la Corte Suprema que perseveró tenazmente hasta los 97, y hace muy poco la diva que cumplía 90 se dio el lujo de vapulear en televisión al Presidente de la República. No olvidemos tampoco que los dos últimos obispos de Roma y de la Iglesia Universal fueron elegidos cuando habían superado aquella edad canónica. ¡Y vaya si son aptos, tanto el activo cuanto el emérito, aun cuando este último, hombre de Dios y gran Doctor de la Iglesia, pensara lo contrario!.
Dentro de un mes y 20 días, si Dios quiere, cumpliré 74 años, y el año próximo para estas fechas habré presentado mi renuncia. La experiencia de tantos miles de obispos en todo el mundo y de muchos hermanos en nuestra Patria indica que normalmente es aceptada de inmediato. Puedo pensar entonces que en el 18 me convertiré en emérito, es decir en un casi-obispo. Dejaré de ser miembro de la Conferencia Episcopal Argentina, pero paradojalmente seguiré siendo Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y continuaré integrando las otras Instituciones Académicas a las que estoy incorporado; sólo perderé la aptitud de pastorear una diócesis. Algunos laicos, amigos de toda la vida y que no entienden de esas cosas eclesiásticas, están sorprendidos y disgustados ante la perspectiva que me aguarda, y me preguntan: ¿qué vas a hacer después? Yo respondo con una parábola lírica. En el segundo acto de Madama Butterfly, la bellísima ópera de Puccini, el cónsul norteamericano le pregunta a Cio-Cio-San, la protagonista, qué haría si Pinkerton, el marino con el cual tuvo un romance y un hijo, no regresara más, a pesar de su promesa. Ella, conmovida, responde delicadamente: Due cose potrei fare: tornare a divertire la gente col cantare, oppur, meglio, morire. Podría hacer dos cosas: volver a divertir a la gente con mi canto (era una geisha), o, mejor, morir. Me aplico así esta parábola, aunque parezca un poco rebuscado: me será posible -así lo espero- retomar tantas cosas nobles y útiles que he debido dejar, como por ejemplo, leer una buena parte de la enorme biblioteca que he reunido y escuchar la también abundante discoteca, repasar mis idiomas, a la vez que ayudo a algún presbítero en su parroquia; y lo segundo: preparar una buena muerte, como se decía antes; sospecho que debe llevar tiempo.
Entre tanto, quiero que mi vida sea para gloria de Dios: del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en ello consiste la verdadera alegría: que el amor nos lleve a una aceptación sin reservas. Es un buen entrenamiento para el cielo que esperamos alcanzar.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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