Skip to content

Mons. Aguer presidió este miércoles 12 la Misa Crismal.

Numerosa participación del clero secular y religioso.

 

Durante la homilía de Mons. Aguer.

 

Ofertorio en la Misa Crismal.

 

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, presidió este miércoles 12 la Misa Crismal, en la Catedral. Concelebraron sus Obispos auxiliares, Mons. Nicolás Baisi, y Mons. Alberto Bochatey, OSA; y un centenar de sacerdotes del clero secular y religioso, destinados en la Arquidiócesis. La celebración, propia de la Semana Santa, tuvo una marcada impronta vocacional; habida cuenta del Año Vocacional Arquidiocesano, que está celebrando la Iglesia platense.

Mañana, Jueves Santo, a las 19.30, Mons. Aguer presidirá la Santa Misa de la Última Cena. Y el Viernes Santo, a las 17, la Celebración de la Pasión del Señor.

El Sábado Santo, a las 21, presidirá la Solemne Vigilia Pascual. Y el Domingo de Pascua, hará lo propio con la Santa Misa de las 20, como lo hace todos los domingos.

Este es el texto completo y oficial de la homilía de Mons. Aguer:

Aceites y unciones católicas

Homilía de la Misa Crismal. Iglesia Catedral

12 de abril de 2017

         El aceite es conocido, apreciado y empleado desde hace muchísimos siglos; además, sus virtudes naturales lo han convertido ya en remotas edades en un elemento apto para significar realidades sagradas: ablanda, suaviza, mitiga, penetra. En el antiguo Egipto se ungía a los sacerdotes;  griegos y romanos hacían lo mismo con las estatuas de sus dioses,  las aras sagradas y las víctimas de los sacrificios. Ocurría algo similar en las culturas más diversas desde los aztecas hasta los hindúes. En el antiguo Israel esta realidad de la creación, producto del olivo,  fue asumida en los ritos iniciales  y proféticos de la historia de la salvación, que el Dios verdadero iba conduciendo hacia la plenitud de Cristo: los reyes y los sacerdotes, el altar y el tabernáculo recibían la abundancia del aceite como marca de la elección y bendición divinas. El desarrollo del mesianismo acompaña todas las peripecias del pueblo de Israel. La palabra Mesías nos remite al arameo meshijá, que en hebreo suena mashíaj; la traducción griega es jristós, referido al verbo jríein, que significa ungir. Jesús, el Mesías o Cristo es el Ungido por antonomasia. Lo ungió el Padre con el Espíritu Santo, y lo envió como Salvador del hombre y Rey y Señor de la creación entera, en cumplimiento de todas las profecías.

La Iglesia asumió el aceite en sus sacramentos como materia de la aplicación a los hombres de la Salvación realizada por Cristo, el Ungido, en su sacramento o misterio pascual: la muerte y la resurrección. Tenemos un primer testimonio del uso medicinal del aceite en la misión provisoria de los Doce durante la vida terrena de Jesús: entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo (Mc. 6, 13). En la Carta del Apóstol Santiago encontramos noticia acerca del sacramento eclesial: para aliviar a los enfermos: Si (alguien) está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia para que oren por él y lo unjan en el nombre del Señor (Sant. 5, 14). A lo largo de la historia fue variable el número de unciones, que llegó a incluir todos los miembros. En algún momento comenzó a llamarse Extremaunción, como si el sacramento hubiera sido instituido para quienes están a punto de expirar; felizmente se ha corregido esa práctica; sin abusar, por cierto: no ha sido destinado a curar resfríos, sino a fortalecer al cristiano que padece una enfermedad grave, o que por sus muchos años sufre achaques que configuran una fuerte disminución de su energía vital, en cuerpo y alma. La gracia que otorga es la consolación y el remedio que brotan de la Pascua del Señor.

El óleo de los catecúmenos está referido al bautismo y a los dones que en él se reciben: fortaleza, perseverancia, alegría de la filiación divina. Prepara al bautizando para la vida que se decidió abrazar, según se decía en el siglo V, como atleta de Cristo. Es también conjuro contra el demonio. Es sabido que en la antigüedad el bautismo se administraba por inmersión: nuestros antepasados se hacían cristianos por medio de una imitación ritual de la sepultura y la resurrección de Jesús; el hombre viejo desaparecía y surgía una persona purificada e iluminada por la gracia, integrada a la Iglesia para vivir una vida nueva. Entonces, antes de la inmersión se ungía todo el cuerpo del candidato; para hacerlo a las mujeres intervenían las diaconisas. Hoy día no hacen falta, aunque las teólogas feministas insistan para obtener su restauración. Si esto ocurriere, no se puede justificar la existencia de diaconisas en los primeros siglos. Por supuesto que el lavado bautismal que practicamos actualmente posee el mismo sentido que la inmersión y la misma eficacia, e igual valor tiene la unción previa con el aceite bendecido.

El crisma, aceite perfumado, es el principal de los santos óleos. Todos hemos sido marcados con él en el bautismo y en la confirmación para participar de la unción y consagración de Jesús por el Espíritu Santo. Lo hemos escuchado en la primera lectura de esta liturgia: ustedes serán llamados “Sacerdotes del Señor”, “Ministros de nuestro Dios” (Is. 61, 6), y en el pasaje del Apocalipsis que luego se leyó aparece manifiesta la vocación cristiana: Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre (Apoc. 1, 5-6). A ustedes, queridos hermanos, aquí presentes, se los llama laicos; esta palabra suena casi igual en el origen griego, laikós, y significa miembro del pueblo, que en griego se dice laós; se trata del pueblo de Dios, la Iglesia. El Concilio Vaticano II les dedica un capítulo de la Constitución Lumen gentium, donde dice que son partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo (n. 30). Es esta condición la que está representada en la unción crismal del bautismo y la confirmación. . Valen para todos los cristianos, aunque diversamente, las palabras del profeta que Jesús retoma en el Evangelio: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción  (Is. 61,1; Lc. 4, 16-21). El mismo crisma, unciones diversas, diversas identidades de consagración. Ser cristianos es una vocación, y específicamente la de ustedes, laicos, que como todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo están llamados a la santidad, consiste en que en sus diversas ocupaciones y en las condiciones ordinarias de la vida en el mundo, obren como un fermento, desde dentro, para trasformar este mundo según Dios y así consagrarlo a Él. ¡Cuánto hay por hacer en una sociedad descristianizada y deshumanizada, en la que el hombre pretende ocupar el lugar de Dios, sin advertir que se destruye a sí mismo y arruina la creación! El texto conciliar que mencioné anteriormente les pide que sean adoradores que en todo lugar actúen santamente: se refiere a la oración, a las iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, las penas y dificultades sobrellevadas con paciencia y hasta el descanso del alma y del cuerpo; todo unido a la participación en la Eucaristía se convierte en un sacrificio espiritual, en una ofenda sagrada. Esto es en realidad el ejercicio de la vocación cristiana. Les pido que reflexionen sobre ella y sus implicancias en este año que en la arquidiócesis hemos designado como Año Vocacional. Les ruego que recen para que el Señor llame a muchos jóvenes al ministerio sacerdotal, y a numerosas chicas a la consagración virginal. La Iglesia necesita esas vocaciones con urgencia.

Me dirijo ahora a los queridos presbíteros, cuyas manos fueron ungidas totalmente con el crisma el día de la ordenación sacerdotal. Aquel gesto significaba el oficio de santificar que se les confería y la centralidad que en esa misión ocupa la ofrenda del sacrificio eucarístico. Como sabemos, en la celebración de los sacramentos, fuente de la santificación de los fieles, la potestad del sacerdote produce su efecto ex opere operato, es decir, en virtud del rito mismo válidamente realizado. Pero, por decirlo así, el  celebrante no puede “quedar fuera” de los misterios inefables que tiene entre manos; es posible caer por rutina en una especie de automatismo que excluye o al menos disminuye, deslustra la participación orante que le corresponde necesariamente. No debe descuidarse el opus operantis, que acrecienta la percepción de la realidad sobrenatural y el amor, el fervor de la caridad del ministro y que, sin necesidad de ostentación alguna, puede servir a la edificación de los fieles. No se trata simplemente de una cuestión superficial, del modo o estilo con que se celebran los ritos, cuya sacramentalidad no debe desvirtuarse por campechanía, o peor todavía, con payasadas. El carácter sobrenatural de la liturgia ha sufrido mucho en las últimas cuatro o cinco décadas, merced al “espíritu del Concilio” que se agitó en todo el mundo en contra del Concilio mismo, y del populismo criollo entre nosotros. Decía que no se trata de una cuestión superficial; es una cuestión de identidad, de comprensión y vivencia de la vocación y del ser sacerdotal. ¿Cuál es la verdad? La expresaba con palabras sencillas y contundentes Benedicto XVI en una homilía suya de 2009: El sacerdote recibe el propio “nombre”, esto es, la propia identidad, de Cristo. Todo lo hace en nombre suyo. Su “yo” pasa a ser totalmente relativo al “yo” de Cristo. Estas palabras definen un estado en el que opus operatum y opus operantis resultan inseparables. La cuestión es si como sacerdotes y en cuanto tales intentamos responder sinceramente a la vocación de santidad que es propia de todo cristiano. La referencia o relatividad de nuestro “yo” al “yo” de Cristo supone fe honda y trato de amor con Él, una vida de corazón puro y pobreza de espíritu, y algo más radical que lo resume todo y que les plantearé en la primera de las dos preguntas destinadas a la renovación de las promesas sacerdotales: renunciando a ustedes mismos.  El obstáculo se encuentra en los pecados gruesos, es cierto, pero también en las pequeñas miserias crónicas a las que se vive aferrado, que forman una trama que desidentifican con Cristo y es preciso un día reconocer y arrancar con decisión. La referencia del “yo” del sacerdote al “yo” de Cristo no es solipsista, se verifica en la Iglesia a través  de la Eucaristía.

La unción sacerdotal es también profética: anunciar la Buena Noticia, proclamar la verdad que se encuentra en la visión cristiana del mundo, e implica un juicio sobre los errores de nuestro tiempo. El injusto monopolio de la mentira, que puede ahora agravarse mediante la necia charlatanería de las redes sociales, no tiene que arredrar al sacerdote, por temor o por ignorancia. Al coraje ha de unirse el estudio, hacerse tiempo para él, y preservarse del vértigo del activismo; la vida sacerdotal no se agota en la acción, porque la contemplación es algo así como su retaguardia. Si no se cumple esta condición, ¿de qué va a hablar? ¿Qué sustancia puede llenar su  predicación? Lo expresa con elocuencia la fórmula clásica: contemplar y transmitir a los demás lo contemplado. De eso se trata.

La dimensión regia, real, de la unción del sacerdote se entiende en su relación con el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, el pueblo de Dios, al cual no se mandonea, sino que se le sirve con humildad y paciencia.  Es la función pastoral, de conducción, de gobierno, a semejanza del buen pastor; San Agustín definió este ministerio como amoris officium, oficio de amor. En esto cifra todo, en el amor; bien entendido, por cierto, porque es la caridad, el amor sobrenatural que tiene su fuente en el Espíritu Santo. Esta realidad de gracia debe poder expresarse, sin desnaturalizar su esencia, en especies sensibles, sencillamente humanas. Y afrontar con serenidad la índole muchas veces quejosa y aún prepotente de gente que se acerca ocasionalmente, así como entrenarse en suscitar la colaboración de los más cercanos y en el discernimiento de las vocaciones. Este oficio no es fácil y uno no acaba de aprender; lo peor que puede ocurrir es no percibir las fallas, o blindarse ante los consejos y correcciones.

Ahora seguirá la renovación de las promesas sacerdotales. Que no sea el mero cumplimiento de un paso del ritual; tendría que verse como un instante que religa con el pasado y compromete en el presente y para el futuro, que proclama verazmente la propia identidad. Vuelvo a citar a Benedicto XVI, esta vez el fragmento de otra homilía pronunciada en 2009. El Papa emérito se involucraba personalmente; también quiero hacerlo yo: En el “sí” de la ordenación sacerdotal hemos hecho una renuncia fundamental al querer ser autónomos, a la autorrealización. Pero es necesario día a día cumplir este gran “sí” en los muchos pequeños “sí” y en las pequeñas renuncias. Este “sí” de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen el gran “sí”, podrá realizarse sin amargura y sin autoconmiseración sólo si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una verdadera familiaridad con Él.

El Señor nos conceda que nuestro “sí” se asemeje al “sí” de su Madre Santísima: génoito, fiat, así sea (cf. Lc. 1, 38).

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata  

 

 

También te podría gustar...