Misa y cena de agasajo a Mons. Aguer por sus Bodas de Plata Episcopales.
El pasado martes 4 de abril se cumplieron 25 años de la Ordenación Episcopal del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer; quien fuera ordenado junto con el actual Obispo de Avellaneda – Lanús, Mons. Rubén Frassia, por el entonces Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Antonio Quarracino. Mons. Aguer celebró la Misa de acción de gracias, ese día, en el Seminario Mayor San José. Pero en virtud de la preparación para la Semana Santa, los festejos arquidiocesanos pasaron para el próximo viernes 21.
El viernes, entonces, a las 19, se celebrará la Santa Misa en la Catedral; de la que participarán, además, varios obispos argentinos. Se invitó a toda la feligresía de esta Iglesia particular; a los sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos en general.
Posteriormente, a las 21, se servirá una cena fraterna arquidiocesana en el camping del Sindicato de Obras Sanitarias de Buenos Aires (SOSBA), en calles 31 y 128, de Villa Catella, Ensenada. La reunión será, también, este año, de pascueta (tradicional encuentro fraterno de sacerdotes, luego de la Pascua). Quedan aun algunas tarjetas, para ser adquiridas, en la curia arquidiocesana, calle 14 Nº 1009.
En un comunicado que firmaron los Obispos auxiliares de La Plata, Mons. Nicolás Baisi, y Mons. Alberto Bochatey, OSA, se destaca que “queremos darle gracias al Señor por su lúcido, valiente y fecundo ministerio episcopal; primero como Obispo auxiliar de Buenos Aires y, luego, como Arzobispo de La Plata. Además, en este Año Vocacional Arquidiocesano pensamos que este aniversario constituye un testimonio valioso de la vocación del pastor, al servicio de toda la comunidad eclesial”.
Biografía
Mons. Aguer nació en Buenos Aires, el 24 de mayo de 1943, y su parroquia de origen es Santa María Goretti, del barrio de Mataderos. Fue ordenado Sacerdote por el entonces Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Juan Carlos Aramburu, el 25 de noviembre de 1972. Ofició su Primera Misa en la parroquia San Isidro Labrador, del barrio de Saavedra, en la Capital Federal. Iba a predicar en esa celebración el entonces Obispo de Mar del Plata, Mons. Eduardo Pironio; pero al no poder realizarlo, por circunstancias de último momento, hizo lo propio el padre Gustavo Podestá. Fue vicario en Inmaculada Concepción, de Belgrano, entre 1972 y 1976. Y en San Pedro González Telmo, en 1976 y 1977.
Fue profesor de Teología Moral de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, de Villa Devoto, entre 1979 y 1992. Hizo lo propio en las abadías de Santa Escolástica y San Benito.
En 1978 fue a trabajar a la diócesis de San Miguel, que acababa de ser erigida; convocado por su primer Obispo, Mons. Horacio Alberto Bózzoli. Allí fue director diocesano de Vocaciones, asesor de los profesionales de Acción Católica, y capellán de la Casa Madre de las Hermanas Pobres Bonaerenses de San José. En 1980 organizó el Seminario Diocesano, y fue su primer rector. Fue, también, desde ese año, capellán del colegio Don Jaime, de Bella Vista. El 18 de febrero de 1989 San Juan Pablo II lo nombró Prelado de Honor de Su Santidad.
Elegido por San Juan Pablo II Obispo Titular de Lamdia y Auxiliar de Buenos Aires, el 26 de febrero de 1992; recibió la ordenación episcopal el 4 de abril de 1992, de manos del Cardenal Quarracino. Fueron sus coconsagrantes el entonces Arzobispo de Tucumán, Mons. Horacio Alberto Bózzoli, y el entonces Obispo de San Miguel, Mons. José Manuel Lorenzo. Promovido a Arzobispo Coadjutor de La Plata el 26 de junio de 1998, tomó posesión de su cargo el 8 de septiembre de ese año.
Es Arzobispo de La Plata, por sucesión, desde el 12 de junio de 2000. El 29 de junio de ese año, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, San Juan Pablo II le impuso el palio que distingue a los Arzobispos metropolitanos.
Fundó nueve parroquias: Nuestra Señora de Luján, de Bavio (14 de agosto de 2001); Santa Rita de Cascia (20 de julio de 2007); Nuestra Señora de la Paz (8 de Diciembre de 2007); Santa Ana, de José Hernández (23 de febrero de 2011); Beata Ludovica (25 de febrero de 2011); Santos Mártires Inocentes, de Cambaceres, Ensenada (9 de febrero de 2013); Visitación de la Virgen María, de Gorina (31 de mayo de 2013); Santa Magdalena de Canossa (31 de agosto de 2015); y San Martín de Porres, de Villa Catella, Ensenada, el 3 de noviembre de 2015. Le ha dado notable impulso a las misiones populares en las periferias; y a la Pastoral Juvenil y Universitaria.
En la Conferencia Episcopal Argentina fue miembro de la Comisión Permanente y presidió la Comisión de Educación Católica. En la Santa Sede ocupó importantes cargos, como consejero de la Pontificia Comisión para América Latina, miembro de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia y del Consejo Internacional para la Catequesis. El papa Benedicto XVI lo nombró miembro del sínodo de la Nueva Evangelización, que tuvo lugar en Roma, en octubre de 2012.
Es Miembro Honorario de la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino; Gran Prior para la Argentina de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén y Capellán Conventual ad honorem de la Soberana Orden Militar de Malta.
Ha publicado diversos libros sobre fe y cultura; el último de los cuales, “Naturaleza humana y teoría de género”, tuvo una notable repercusión nacional e internacional. Posee, además, una vasta experiencia en los medios de comunicación social; con una columna televisiva semanal, en “Claves para un mundo mejor”, y la conducción de un programa radial en Radio Provincia de Buenos Aires. Sus artículos de opinión son publicados, periódicamente, por el diario “El Día”, de La Plata.
Mensaje del Papa Francisco
El Santo Padre Francisco envió una afectuosa carta a Mons. Héctor Aguer, por sus 25 años de episcopado.
Esta es la homilía que Mons. Aguer pronunció en la Misa celebrada en el Seminario Mayor San José, el día de sus Bodas de Plata episcopales:
Veinticinco años de obispo, ¡yo!
Homilía de la misa en el día del jubileo episcopal
Iglesia del Seminario, 4 de abril de 2017
La hermosa carta que me envió el Papa Francisco para felicitarme por este jubileo que estoy celebrando, contiene un recuerdo personal del trabajo apostólico que juntos realizamos en la Arquidiócesis de Buenos Aires; él mismo, dentro de pocos meses, también cumplirá 25 años de episcopado. El texto me abruma de elogios al historiar sucintamente mi itinerario pastoral desde la recepción del presbiterado. La gratitud al Santo Padre por su fraternal generosidad va unida, les aseguro, a una cierta confusión, porque me conozco bastante bien a mí mismo. ¡No era para tanto!
Quiero destacar en el texto una elegante frase latina, cuando me dice que San Juan Pablo II, hace un cuarto de siglo ad sacerdotii fastigium evexit, me elevó a la cima del sacerdocio; fastigium significa cumbre, la punta de una pirámide, la máxima dignidad. El Concilio Vaticano II emplea un sinónimo cuando se refiere al episcopado como pontificatus apicem; es lo mismo: el grado más alto de perfección en un orden determinado (Lumen Gentium, 28). Al parecer, el término apex designaba el penacho que lucían los sacerdotes de Júpiter; queda en familia, entonces. La altura es, obviamente, objetiva; no tiene por qué coincidir necesariamente con los méritos personales. Es sabido que obispo viene del griego epískopos: guardián, protector, vigía; el verbo correspondiente puede traducirse mirar hacia, inspeccionar, velar, visitar, y la partícula epí tiene en este caso el sentido de arriba, desde arriba, desde lo alto. En esa punta nos pone a los obispos el llamado de Dios por medio de la Iglesia. Por las dudas, el día de la ordenación el Pontifical nos amonesta: el episcopado significa una carga, no un honor, y nos recuerda que presidir es servir. Siempre he oído decir que hay presbíteros que aspiran al episcopado: ¡pobres, no saben lo que hacen!
No se entienda mal lo que vengo diciendo: el episcopado es una realidad eclesial grande y bella; somos sucesores de los Apóstoles, según una línea ininterrumpida de la tradición. El Concilio afirmó: Jesucristo quiso que los sucesores de los Apóstoles fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Lumen Gentium, 18) ellos rigen la casa del Dios vivo. La referencia bíblica más justa está en la despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso: velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes (episkópous) para apacentar la Iglesia de Dios que él adquirió al precio de su propia sangre (Hech. 20, 28). Se nos introduce en algo muy misterioso, delicado, sobrenatural, que compromete de un modo nuevo la vida de un sacerdote, aunque sigamos siendo los pobres tipos que somos, pero impelidos desde entonces a un trato más íntimo con el Señor y con su Cuerpo místico, al cual nos debemos para alimentarlo con la verdad y la gracia, para acercarlo al cielo. El Vaticano II, recogiendo las afirmaciones de siempre, nos llama doctrinae magistri, maestros de la doctrina de la fe; sacri cultus sacerdotes, empeñados en la adoración litúrgica de Dios; gubernationis ministri, porque gobernar, “mandar”, es un ministerio, un servicio que incluye a todos, pero que según el ejemplo de Jesús y de los Apóstoles se ejerce de un modo principal sobre los quebrados por la vida, los que más necesitan de la consolación de Dios. Ese gobierno debe procurar que reine la caridad. Muchas veces sus razones no son fáciles de entender, y entonces el obispo debe estar dispuesto a saborear a solas el gusto de la Pasión.
En la oración consecratoria que pronuncia el obispo ordenante se pide para el elegido el Espíritu de soberanía que el Padre dio a Jesucristo y él comunicó a los Apóstoles. Ese Espíritu está simbolizado luego en el bálsamo de la mística unción, el crisma con el cual se le unge la cabeza. En el poema del Libro de Isaías que dio comienzo a la liturgia de la Palabra, un profeta anónimo es ungido y enviado a la comunidad de Israel para llevarle la salvación prometida; parece destinado a cumplir la misión del Servidor de Yahweh, del que se habla en capítulos anteriores del mismo libro y en el cual la interpretación cristiana ha visto siempre la figura de Jesús, que fue ungido por el Espíritu Santo para obrar la salvación mediante su sacrificio (cf. Is. 61, 1 ss.). En el salmo responsorial apareció otra figura profética de Jesús: David, ungido rey; una unción que es signo eficaz de la protección divina, que manifiesta el espíritu de fortaleza, de soberanía, para ejercer el poder en nombre del Señor. Veo aquí una especie de retroescena bíblica de la unción episcopal, un elemento paralelo y complementario de la imposición de manos.
Recuerdo con especial nitidez de aquel 4 de abril de hace veinticinco años la imposición del anillo, signo de fidelidad a la Iglesia, Esposa Santa de Dios. Desde pequeño aprendí a amar a la Iglesia; creo que desde que soy obispo la amo más, no con aquel amor ingenuo de entonces, sino dolorosamente, dramáticamente, porque conozco su historia y vivo con ansiedad su actualidad. Le he sido siempre fiel, y la fidelidad implica para mí, costosamente, el coraje de defenderla y reivindicarla, tanto de las traiciones de sus hijos cuanto de los ataques de sus enemigos, que los tiene y cuyas intrigas y amenazas se tornan cada vez más descaradas, más audaces. Hace poco el Papa Francisco afirmó que la Iglesia es perseguida; siempre lo fue, pero la persecución actual se funda en una complicidad globalizada. Cuando no se la persigue expresamente hasta la sangre, se la ignora, se la arrincona; la difamación se descubre en la boca de ignorantes e insignificantes periodistas de barrio, y más dañinamente en la de los grandes, por supuesto, que cuentan con un poder abusivo de comunicación. El obispo que ama a la Iglesia no puede ceder, por más “cultura del encuentro” que se proponga promover. No se escamotea la verdad, no se transige con la mentira o el acomodo. Comprendo perfectamente que esa fidelidad no es una dote mía, sino un don. Ipse fidelis. Si somos infieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo (2 Tim. 2, 13).
Luego sucedieron aquel día la entrega del báculo y la entronización en la cátedra, con lo cual quedaba ya simbólicamente el obispo hecho. Al evocar esos momentos, me surge una vez más el sentimiento de que todo ocurrió a pesar mío, porque yo pensaba para mí otro destino, otro servicio eclesial. No me quejo, porque me ubiqué y llegué a amar el episcopado; el mío, a pesar de las macanas que me mandé y de los múltiples e incognoscibles pecados de omisión. Puedo ahora decir, sin vanidad alguna que estoy contento de ser obispo. La relectura de las cartas de San Ignacio de Antioquía me ayudó a alcanzar una dichosa conformidad. Ese discípulo del Apóstol Juan diseñó a fines del siglo I una eclesiología basada en la iglesia local, en la que el obispo representa a Dios Padre, el presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los diáconos a Jesucristo. Tal es la Iglesia, concretamente para mí esta Iglesia Particular de La Plata, con sus riquezas, sus defectos, su historia, su posible futuro, que ya se puede avizorar, sabiendo que esa posibilidad está en manos de la Providencia de Dios.
En la proclamación del Evangelio hemos escuchado una vez más aquellas palabras de despedida del Señor pronunciadas en la Última Cena. Se trata en ellas de la realidad esencial de la vida de la comunidad de los fieles: el amor. El origen está en el amor con que el Padre ha amado al Hijo y que se replica y comunica en el amor de Cristo a los suyos para manifestarse en el amor de estos entre sí. Se puede notar la reiteración del verbo agapáo, amar, y del sustantivo agápe, amor términos a los que se añade la designación de phíloi, amigos, que Jesús hace de sus discípulos. Esas palabras nos invitan a permanecer en su amor, en el amor de Jesús. No se excluye, por cierto, la inclinación del corazón, pero esa permanencia es una comunión de voluntades: amar es guardar los mandamientos y entregar la propia vida. A eso está llamado el obispo, en la ofrenda de cada uno de sus días, en eso consiste su elección, que es entonces, si comprendida así, fuente de gozo. Aunque aun le falte muchísimo para acercarse a ese ideal, no faltan ocasiones en las que se atisba su misteriosa realidad, y por tanto se percibe también que la santidad del obispo sería necesaria para la Iglesia, y se sufre por su carencia.
Corresponden en este día el agradecimiento y la disculpa. Doy gracias a todos los que en estos 25 años me han acompañado, ayudado de diversas maneras, y rezado por mí. Sé que son muchos, muchísimos, tanto en Buenos Aires como en La Plata. Resulta conmovedora y hasta incomprensible la adhesión que manifiestan los fieles, en particular aquellos más sencillos, que miran sin vueltas, con los ojos de la fe. Agradezco sinceramente a los sacerdotes, sin los cuales el obispo nada puede hacer, y a los seminaristas, que ocupan un lugar de privilegio en mis pensamientos y en mi corazón. Quiero expresar una mención del recuerdo siempre vivo que guardo del Cardenal Antonio Quarracino, sobre todo de su bonhomía y de su sentido común; lo considero mi padre en el episcopado, aunque yo no descuelle en estos dos valores suyos. Cabe asimismo pedir perdón a los que haya perjudicado u ofendido, y por mi parte asegurar mi perdón a quienes no me han deseado el bien. Se puede hablar rápidamente y hasta con elocuencia del amor, pero todos sabemos cuánto cuesta vencer el egoísmo y superar la mera benevolencia natural con la fuerza celestial del agápe, de la caridad.
Yo no deseaba otorgar relieve público a este aniversario; lo considero un acontecimiento íntimo, a transcurrir silenciosamente ante la presencia eucarística de Jesús, abrazado a la pequeña imagen de nuestra Madre de Luján, y pensando en el bueno de San José. Hay otra razón. Recibí el carisma y el oficio del episcopado cuando tenía todavía 48 años. Recuerdo que la primera pregunta que, según el rito, me dirigió el Cardenal antes de postrarme para implorar la misericordia divina me emplazaba con estas palabras: ¿Quieres cumplir hasta tu muerte, con la ayuda del Espíritu Santo, el oficio pastoral que los obispos hemos recibido de los Apóstoles y que se comunica por la imposición de nuestras manos? Respondí que sí: hasta la muerte. Pero resulta que no es hasta la muerte. El Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus 21 rezaba: si por el peso de la edad o por otra causa grave se hicieren menos aptos para desempeñar su oficio, se les ruega encarecidamente que renuncien; en latín, enixe rogantur. Luego el Canon 401, manteniendo la elegante insinuación del ruego, estableció que ha de ser a los 75 años. A esa edad se nos declara menos aptos. Si no recuerdo mal, la Sagrada Escritura deposita la sabiduría en los viejos, pero es verdad que en aquellos tiempos se moría joven. Allí está la cuestión; haciendo a un lado la teología del episcopado, y aunque en estos días se discute en la Argentina el retiro de los jueces también a los 75, hemos admitido a un miembro de la Corte Suprema que perseveró tenazmente hasta los 97, y hace muy poco la diva que cumplía 90 se dio el lujo de vapulear en televisión al Presidente de la República. No olvidemos tampoco que los dos últimos obispos de Roma y de la Iglesia Universal fueron elegidos cuando habían superado aquella edad canónica. ¡Y vaya si son aptos, tanto el activo cuanto el emérito, aun cuando este último, hombre de Dios y gran Doctor de la Iglesia, pensara lo contrario!.
Dentro de un mes y 20 días, si Dios quiere, cumpliré 74 años, y el año próximo para estas fechas habré presentado mi renuncia. La experiencia de tantos miles de obispos en todo el mundo y de muchos hermanos en nuestra Patria indica que normalmente es aceptada de inmediato. Puedo pensar entonces que en el 18 me convertiré en emérito, es decir en un casi-obispo. Dejaré de ser miembro de la Conferencia Episcopal Argentina, pero paradojalmente seguiré siendo Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y continuaré integrando las otras Instituciones Académicas a las que estoy incorporado; sólo perderé la aptitud de pastorear una diócesis. Algunos laicos, amigos de toda la vida y que no entienden de esas cosas eclesiásticas, están sorprendidos y disgustados ante la perspectiva que me aguarda, y me preguntan: ¿qué vas a hacer después? Yo respondo con una parábola lírica. En el segundo acto de Madama Butterfly, la bellísima ópera de Puccini, el cónsul norteamericano le pregunta a Cio-Cio-San, la protagonista, qué haría si Pinkerton, el marino con el cual tuvo un romance y un hijo, no regresara más, a pesar de su promesa. Ella, conmovida, responde delicadamente: Due cose potrei fare: tornare a divertire la gente col cantare, oppur, meglio, morire. Podría hacer dos cosas: volver a divertir a la gente con mi canto (era una geisha), o, mejor, morir. Me aplico así esta parábola, aunque parezca un poco rebuscado: me será posible -así lo espero- retomar tantas cosas nobles y útiles que he debido dejar, como por ejemplo, leer una buena parte de la enorme biblioteca que he reunido y escuchar la también abundante discoteca, repasar mis idiomas, a la vez que ayudo a algún presbítero en su parroquia; y lo segundo: preparar una buena muerte, como se decía antes; sospecho que debe llevar tiempo.
Entre tanto, quiero que mi vida sea para gloria de Dios: del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en ello consiste la verdadera alegría: que el amor nos lleve a una aceptación sin reservas. Es un buen entrenamiento para el cielo que esperamos alcanzar.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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