Mons. Aguer: «En la última década se promovió la exasperación, la división y el odio».
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, sostuvo que «como escribió el Papa Francisco, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado (Misericordiae vultus, 10). Esta comprobación vale, por desgracia, para la Argentina de hoy. Nuestro país -hay que reconocerlo- ha vivido desde sus orígenes una historia de desencuentros y oposiciones. Durante la última década se ha promovido oficialmente la exasperación, la división, la discordia, el odio. Este año jubilar es una oportunidad de conversión y gracia para todo el pueblo argentino».
Al presidir la apertura de la Puerta Santa, y el inicio del Jubileo de la Misericordia en la Catedral platense, el prelado pidió igualmente una Iglesia de puertas abiertas. «El símbolo de la apertura de la puerta santa en esta catedral -destacó- implica o más bien señala una realidad material y espiritual para toda la arquidiócesis: una Iglesia abierta, parroquias abiertas. Si existen dificultades concretas de inseguridad y de falta de personal que atienda, es preciso afrontarlas y hallarles solución, apelando a la colaboración de cada comunidad. Los horarios de atención deben contemplar las necesidades y posibilidades de los fieles. Deben verse más puertas abiertas. La apertura incluye una mayor disponibilidad de los sacerdotes para escuchar a cuantos puedan acercarse. De un modo particular me refiero a la administración del sacramento de la Reconciliación, a la catequesis sobre su naturaleza y las condiciones de su recepción».
Destacó, asimismo, que «la misericordia no debe confundirse con un ‘buenismo’ sentimental o ideológico; los sacerdotes somos depositarios de un poder que no procede de nuestro arbitrio, como ministros del perdón personificamos a la Iglesia, Madre y Maestra. Aun en aquellos casos en que no sería posible impartir la absolución, es necesario hacer llegar a los corazones una palabra afectuosa de consolación y de esperanza. Todos vivimos siempre en las manos de la misteriosa misericordia de Dios, que ama a todos».
Este es el texto completo y oficial de la homilía de Mons. Aguer:
El júbilo, la misericordia, la indulgencia
Homilía en la Misa de apertura de la Puerta Santa en la Catedral de La Plata
12 de diciembre de 2015.
Este tercer domingo de Adviento se llamó tradicionalmente Domingo Gaudete porque el introito – la antífona de entrada, que se conserva en los misales actuales – comienza Gaudete in Domino semper, el pasaje de la Carta a los Filipenses que escuchamos como segunda lectura: ¡Alégrense siempre en el señor! En el Graduale Romanum hoy vigente se encuentra la bellísima melodía gregoriana que corresponde a ese pasaje. Como por lo general nosotros empleamos un canto de entrada que no tiene relación pensada y estrecha con el conjunto de los textos litúrgicos del día, se nos escapa la riqueza de significado que la Iglesia otorga a cada celebración. En este domingo Gaudete el celebrante puede, si lo prefiere, usar ornamentos de color rosado, mostrando así una atenuación, una pausa, en el carácter penitencial del Adviento.
La invitación a la alegría se impone en los tres ciclos de lecturas bíblicas dispuestos para los años sucesivos A, B y C, y la oración colecta que he rezado y a la que ustedes asintieron con su amén, ofrece en síntesis la intención propia de este domingo: pedimos festejar con alegría la próxima venida del Señor y alcanzar el gozo que nos da su salvación. Repasemos rápidamente el contenido de los pasajes bíblicos escuchados.
El profeta Sofonías (3, 13-18 a) invita al pueblo al regocijo y la aclamación porque Dios ha liberado a su pueblo y así ha disipado su temor. Es un himno dedicado a la restauración de Jerusalén, y allí también se dice que el mismo Señor exulta de alegría porque la ama, y festeja lo que ha hecho en su favor. El Salmo Responsorial (Is. 12, 2-6) es un canto de acción de gracias que celebra las acciones grandiosas, las proezas que Dios ha obrado: él es el Santo de Israel y habita en medio de su pueblo. Como ya lo he señalado, la antífona de entrada reaparece en la segunda lectura, de la que fue tomada. El Apóstol nos recuerda que la paz de Dios libera de la angustia, cuida los pensamientos y el corazón de sus fieles, que deben suplicar y a la vez dar gracias; es una descripción de lo que debe ser la vida del cristiano en toda circunstancia, para poder alegrarnos siempre en el Señor (Flp. 4, 4-7). En el Evangelio se transmite la exhortación preparatoria de Juan el Bautista, que llama a la conversión (Lc. 3, 10-18): llama a la moderación, a la justicia, al amor al prójimo; no se excluye a nadie del arrepentimiento; aquel bautismo provisorio dirigía los corazones hacia el bautismo en el Espíritu Santo, era una expectativa del gozo futuro. Todavía en el prefacio de la plegaria eucarística pediremos que el Señor, cuando vuelva, nos encuentre proclamando gozosamente su alabanza.
Hoy comenzamos el Año Jubilar, un jubileo extraordinario para celebrar y experimentar la misericordia divina. Hemos traspuesto la Puerta Santa. Es un tiempo de júbilo el que se abre, de viva alegría. Júbilo viene, a través del latín, del hebreo yobel: así se llamaba el cuerno de carnero con cuyo toque se anunciaba, en el antiguo Israel, cada cincuenta años el Año Jubilar; comenzaba precisamente el Día de Expiación (cf. Lev. 25, 8 s.). Nosotros, este año, hasta la solemnidad de Cristo Rey, celebraremos jubilosos la misericordia de Dios que nos llama a la conversión y está generosamente pronto a concedernos su indulgencia. No existe contradicción entre la penitencia del corazón y de las obras y la verdadera alegría. Hemos entrado a la catedral por la Puerta de la misericordia cantando las letanías de los santos, en señal de reconocimiento de nuestra indigencia y la necesidad de perdón. La plegaria penitencial por excelencia es el Salmo 50, el Miserere, en el cual el orante suplica a Dios: anúnciame el gozo y la alegría: que se alegren los huesos quebrantados; devuélveme la alegría de la salvación. No nos autoengañemos acerca de la gravedad del pecado, pero nuca perdamos la esperanza del perdón, y es la esperanza una segura fuente de alegría.
San Cesáreo de Arlés, un Padre de la Iglesia que vivió entre los siglos V y VI, distinguía en un sermón suyo la misericordia divina y la misericordia humana: la primera es el perdón de los pecados que Dios nos ofrece y dispensa; la segunda es la atención que brindamos a los pobres. En realidad nosotros aprendemos a ejercer esta misericordia humana imitando el amor y la predilección de Dios por los pobres, de Jesús por los más pequeños, que son los grandes en el Reino. Asimismo, aprendemos de Dios a perdonar, y en nuestra súplica al Padre le pedimos que nos perdone como nosotros perdonamos, es decir, que nos perdone si estamos dispuestos a perdonar. Muchas veces, en el orden personal resulta difícil otorgar el perdón si la ofensa nos ha herido hondamente; es preciso sobreponerse con generosidad a una confusión de sentimientos. Para una sociedad puede resultar decisiva, en un momento determinado, la inclinación a perdonar, la resolución a hacerlo. El Papa Francisco, en la Bula de convocatoria al Jubileo, escribe: es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado (Misericordiae vultus, 10). Esta comprobación vale, por desgracia, para la Argentina de hoy. Nuestro país –hay que reconocerlo- ha vivido desde sus orígenes una historia de desencuentros y oposiciones. Durante la última década se ha promovido oficialmente la exasperación, la división, la discordia, el odio. Este año jubilar es una oportunidad de conversión y gracia para todo el pueblo argentino. Nosotros hemos de ser testigos de la misericordia de Dios que perdona y se inclina hacia los más pobres, los desolados, los que son víctimas de injusticias flagrantes. Con la apertura de las puertas santas se abre un tiempo de renovación y de paz, de misericordia divina y humana.
¡Puertas abiertas! El símbolo de la apertura de la puerta santa en esta catedral implica o más bien señala una realidad material y espiritual para toda la arquidiócesis: una Iglesia abierta, parroquias abiertas. Si existen dificultades concretas de inseguridad y de falta de personal que atienda, es preciso afrontarlas y hallarles solución, apelando a la colaboración de cada comunidad. Los horarios de atención deben contemplar las necesidades y posibilidades de los fieles. Deben verse más puertas abiertas. La apertura incluye una mayor disponibilidad de los sacerdotes para escuchar a cuantos puedan acercarse. De un modo particular me refiero a la administración del sacramento de la Reconciliación, a la catequesis sobre su naturaleza y las condiciones de su recepción. La misericordia no debe confundirse con un “buenismo” sentimental o ideológico; los sacerdotes somos depositarios de un poder que no procede de nuestro arbitrio, como ministros del perdón personificamos a la Iglesia, Madre y Maestra. Aun en aquellos casos en que no sería posible impartir la absolución, es necesario hacer llegar a los corazones una palabra afectuosa de consolación y de esperanza. Todos vivimos siempre en las manos de la misteriosa misericordia de Dios, que ama a todos.
Las obras de misericordia corporales y espirituales pueden adquirir una configuración precisa que privilegie el ejercicio de algunas de ellas, sea en favor de los ancianos, de los enfermos, de los más pobres y marginados, de los jóvenes –muchos de ellos “ni-ni” de nuestros barrios periféricos, de los que quedan atrapados en el círculo infernal de las adicciones. Las misiones tienen que generalizarse, con el recorrido casa por casa, como ejecución del santísimo propósito de incorporar visiblemente a los bautizados a las comunidades de la Iglesia y de anuncio a todos del nombre de Jesús. El territorio asignado a cada parroquia no es un trozo de plano o de mapa, sino miles de rostros a los que tiene que llegar la luz del Evangelio portada por católicos entusiastas que con sencillez, respeto y fervor dan testimonio de ella. Queremos compartir la luz que nos ha iluminado.
En cada zona, aproximadamente, de la arquidiócesis hay una iglesia indulgenciada. No podían serlo todas, porque se hubiera perdido el signo característico de la peregrinación. Cada uno de nosotros puede, personalmente o en familia, atravesar muchas veces alguna de las puertas santas. Pero será fuertemente significativa la peregrinación de toda la comunidad parroquial, o la de una institución o movimiento, que debe ser preparada de una manera especial con diversas iniciativas. Como es sabido, la confesión sacramental es necesaria para obtener el don de la indulgencia, que está ligada a lo que la Iglesia enseña acerca de sus efectos. El Catecismo de la Iglesia Católica expresa esta doctrina con palabras del Papa Pablo VI: la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos. He leído una definición que los sacerdotes y catequistas deben explicar cuidadosamente a los fieles para que sea correctamente comprendida. Todos ustedes, queridos hermanos, pueden recurrir por su cuenta a los párrafos 1471 a 1479 del Catecismo. Añado sólo estos datos: todo pecado, aún el venial, implica un apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, en esta vida sobrellevando con paciencia sufrimientos y pruebas o más allá de la muerte en el Purgatorio. Las obras de misericordia y sobre todo la caridad ferviente, el hacerlo todo con amor, nos van despojando del hombre viejo para revestirnos del nuevo y al recibir la indulgencia nos adentramos en el misterio de la comunión de los santos, de cuyos méritos y oraciones recibimos abundantes beneficios espirituales. Otra realidad preciosa a la que respondemos con nuestra gratitud y nuestra alegría.
Que este Año Jubilar nos estimule a crecer en la oración, en la adoración de Jesús presente en la Eucaristía; que se haga más robusta nuestra vida interior, nuestra apertura a la acción del Espíritu Santo, nuestra filial confianza en la paternidad del Padre. Que nos vayamos acercando al ideal de la perfección cristiana, que nos vayamos acercando al cielo. ¡Virgen Santísima de Guadalupe, no olvidamos que este día doce ha sido tu fiesta, ruega por nosotros! ¡Ayúdanos a gozar de la verdadera alegría!
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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