Mons. Aguer: «En esta Argentina destartalada y en quiebra prediquemos más de Jesús».
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, llamó «a predicar más el nombre soberano de Jesús, en esta Argentina destartalada y en quiebra». En la homilía de la Misa que presidió en la asamblea del episcopado argentino, dirigiéndose a sus pares, agregó: «me autocritico y lo propongo fraternalmente a ustedes: tengo la impresión de que hablamos poco de Jesús; los grupos evangélicos usurpan el monopolio de su nombre mientras nosotros divagamos con apelaciones éticas más o menos estratosféricas acerca de cómo transformar la sociedad para que la gente viva un poco mejor». Este el texto completo y oficial de su mensaje:
Letrán, la Iglesia terrena y la celestial
Homilía en la primera jornada de la Asamblea Plenaria del Episcopado Argentino
Pilar, 9 de noviembre de de 2015
Si me atengo a lo que se me enseñó desde niño y a lo que aprendí al estudiar teología, el Papa, sucesor de Pedro, es Sumo Pontífice de la Iglesia Universal porque es Obispo de Roma. Por eso, además, al nombre de la Iglesia Católica se le solía añadir el adjetivo Romana; en los ámbitos de lengua inglesa se nos distingue todavía como roman catholics. Pero el Papa vive actualmente fuera de su diócesis, en un estado propio del cual es el soberano, y la cátedra de Pedro se ha trasladado a la gran basílica renacentista edificada, al parecer, sobre el sitio del martirio del apóstol; casi nadie se acuerda de otra basílica, la de San Juan. Sabemos que Constantino le cedió al obispo de Roma la propiedad imperial del Laterano e hizo erigir la basílica que con razón se llamó constantiniana y fue reconocida como “Madre y Cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”. El rito romano ha conservado estos recuerdos en la fiesta anual de su dedicación, que celebramos hoy. Perdón por este breve prólogo, que puede sonar como una boutade.
El ritual de la dedicación de un templo y la celebración litúrgica de sus aniversarios pone ante nuestros ojos, con signos bellísimos, el misterio de la Iglesia, que se ha ido revelando progresivamente en la Escritura. Las lecturas que hemos escuchado han sido elegidas con una propiedad exegética y teológica admirables.
La presencia de Dios en medio de su pueblo se ha hecho visible en la Casa, el Santuario, la Morada. Este último nombre, morada –miskan en hebreo– designó la carpa del desierto, después el templo de Salomón y en la mirada del profeta la morada definitiva de Dios en el tiempo mesiánico (cf. Ez. 37, 27). Ezequiel contempla cómo del costado derecho de la Casa brota el torrente que sana las aguas del océano y comunica la vida. No me parece arbitrario referir ese río salvífico y la sangre al agua que brotaron del costado de Cristo en la cruz, donde él entregó su espíritu, el Espírituo Santo (cf. Jn. 19, 30, 34). La fuente que se abre en la Casa es el corazón del Traspasado (cf. Zac. 12, 10; Jn. 19, 37).
El episodio de la expulsión de los vendedores, registrado por los tres sinópticos, es elaborado por el evangelista Juan para manifestar que el templo verdadero es el cuerpo del Señor, muerto y resucitado por nosotros, levantado en tres días. Jesús desbarató la organización comercial que aseguraba la realización continua del culto sacrificial de Israel. La purificación del templo equivale simbólicamente a la clausura del régimen cultual que ya no será necesario, no tendrá valor. No hará falta comprar ovejas para los ritos de comunión y reconciliación por el pecado pues se ha hecho presente el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; se inaugura una nueva economía de salvación. El signo de la purificación representa el misterio pascual: el Resucitado es el lugar de la Presencia divina: casa, santuario, templo, morada de Dios. El se refería al templo de su cuerpo, dice San Juan, que anota asimismo que cuando Jesús resucitó los discípulos recordaron aquellas palabras y se afirmaron en la fe.
Cristo está siempre presente en su Iglesia, a la que crea, modela y vivifica por medio de su Espíritu. Por eso también ella, el Cuerpo eclesial del Señor es el lugar de la Presencia: templo, casa, morada, representada –según recitamos en la liturgia- en sus templos visibles, desde la Madre y Cabeza de todas la iglesias de la Urbe y el Orbe, hasta la más modesta capillita de barrio en la que se reúnen los fieles para brindar a Dios el culto en espíritu y en verdad. Todas las dimensiones de la vida eclesial: organizativas, económicas, culturales, sus proyectos pastorales y misioneros, las peripecias de su desarrollo en la historia, tienden, deben tender, a manifestar luminosamente la presencia del Señor; a ella está llamado a integrarse el mundo entero para que Dios sea glorificado, para que se aclame su justicia y su misericordia.
Esa realidad interior, que constituye esencialmente a la Iglesia se verifica en cada uno de sus miembros, que es anima eclesiástica. ¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? El apóstol Pablo recuerda a los corintios la sacralidad propia de la persona cristiana (1 Cor. 3, 16 s.). La tradición católica escribe testimonios elocuentes de doctrina teológica y de experiencia mística acerca de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia. Una realización en pequeño –digamos así- del misterio del Templo que es la Iglesia, que es Cristo Resucitado.
Existe una presencia silenciosa de Dios Trino en la creación que es obra de sus manos; es precisamente a través de las cosas creadas como se puede llegar, por analogía, a un conocimiento natural del Creador. Pablo afirma que lo que se puede conocer de Dios está patente –fanerón- lo invisible suyo se hace visible en la casa común de los hombres (cf. Rom 1, 18 ss). La encíclica Laudato sí apoya finalmente sus argumentos en una teología de la creación. El Hijo eterno del Padre, por su encarnación y su pascua, por la revelación y la gracia que forjan la Iglesia, es decir, por medio de esa creación segunda y definitiva, conduyce el universo y la historia de los hombres hacia los nuevos cielos y la nueva tierra, cuando Dios será todo en todos. Entonces se implantará el templo definitivo, skené se lo llama en el Apocalipsis (21,3), como el antiquísimo tabernáculo del desierto.
¿Podemos ir acercándonos hacia allí? Ciertamente, y la Iglesia se empeña en ese camino, deseamos transformar la sociedad presente. Por eso nos ocupamos de muchísimas cosas y muchas veces nosotros, los obispos, nos vemos constreñidos a hablar de omni re scibili. Pero ¿no tendrían más bien nuestros contemporáneos, los habitantes de esta Argentina destartalada y en quiebra, no tendría que esperar más bien de nosotros la predicación del nombre soberano de Jesús? Me autocritico y lo propongo fraternalmente a ustedes: tengo la impresión de que hablamos poco de Jesús; los grupos evangélicos usurpan el monopolio de su nombre mientras nosotros divagamos con apelaciones éticas más o menos estratosféricas acerca de cómo transformar la sociedad para que la gente viva un poco mejor. Disculpen la exageración, pero algo de eso hay. El Evangelio de Mateo concluye con el mandato de Jesús a los apóstoles –y a nosotros en ellos- de hacer que todos los pueblos sean discípulos suyos, pántata éthne. Todos y enteramente suyos, también el argentino. Si ese ideal se realizara –en la medida de las limitaciones históricas- se seguiría una transformación de la sociedad. No pienso en el imperio cristiano, ni en el estado católico, ni en una nueva cristiandad intramundana; sin embargo es constatable una experiencia negativa: la descristianización conduce a la deshumanización; la ausencia del cristianismo ha forjado civilizaciones quizá brillantes, pero inhumanas.
Vuelvo con el pensamiento a Letrán, a la cátedra y a quien la ocupa, alguien que durante tantos años fue un colega nuestro y hoy es Obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia Universal. De chico aprendí en la Acción Católica, en aquella época triunfalista, una oración por él que vale hoy día: Oremos por nuestro Santo Padre el Papa Francisco; que el Señor lo conserve, lo fortalezca, lo haga feliz en la tierra y no permita que caiga en manos de sus enemigos.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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