Mensaje del Arzobispo para esta Cuaresma
Estamos atravesando un tiempo lleno de profundas tentaciones. Lo que hemos vivido y estamos viviendo a causa de la pandemia ha trastocado todo y ha provocado hondas crisis. Aun las personas más fuertes tienen momentos de gran angustia, de miedo, de tristeza, de fuerte inseguridad interior. En este último año muchos matrimonios se han roto, hay seminaristas y sacerdotes que han perdido la alegría de su vocación, muchos fieles ya no sienten el sereno gozo de la fe. Las razones pueden ser muchas: una resistencia interior ante los límites que estamos viviendo, la anormalidad de la vida que estamos llevando, el distanciamiento social que aunque sea necesario no es algo natural, una sensación de fracaso por cosas que no logramos, una impresión de que todo está mal o de que todo es negativo, algunas tareas que nos agobian, un exceso de comunicación virtual y tantas otras. Muchos psicólogos reconocen que, aun para los que se sienten cómodos con estos nuevos hábitos, hay secuelas que no llegamos a advertir.
Pero podemos enfrentar todo esto de manera que no nos dañe, que no ponga en crisis nuestros valores más preciosos y nuestros compromisos ante el Señor. Porque Él es el “Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (2 Co 1, 3-4). No nos resignemos a caer en un pozo de vacío y sinsentido, lejos del Evangelio. No nos dejemos vencer por el poder del mal, del cual tenemos que huir y nunca caer en esos brazos destructivos: “Resistan al demonio y él se alejará de ustedes” (Sant 4, 7). Mejor caigamos una vez más en los brazos del amor del Señor y restauremos de una forma nueva nuestra alianza con él.
Por más débiles que podamos sentirnos, recordemos estas preciosas palabras que el Señor nos dice en la Biblia:
“Si eres un gusanito, o te sientes como una lombriz, no temas, yo vengo en tu ayuda… Trillarás las montañas y las pulverizarás y dejarás a las colinas como restos de basura… Y tú te alegrarás en el Señor” (Is 41, 14-16).
“Ustedes fueron llevados desde el seno materno, cargados por mí desde antes de nacer. Hasta que envejezcan yo seré el mismo y los sostendré” (Is 46, 3-4).
Bendición de cenizas
Este miércoles 17 un puñadito de cenizas bendecidas se derramará en la frente de los que se acercan. Son cenizas que recuerdan que todos somos polvo, que todo se nos acaba y nosotros mismos volvemos a la tierra. Todo pasa, y en esas cenizas recordamos que todo es tan relativo. Así se vuelve a despertar un dinamismo de la verdadera vida, que es estar dispuestos a la transformación, al cambio permanente, al desapego, al crecimiento.
Juntos para renacer
Ese día debería ser el inicio de un nuevo camino de santificación que nos lleve a ser lo que el Señor soñó cuando nos dio la vida.
Cada uno podría comenzar la Cuaresma en la oscuridad y la soledad de su cuarto, como tantas cosas importantes que enfrentamos en soledad. Pero este es un tiempo comunitario de purificación, de transformación, de liberación. Toda la Iglesia se pone en camino de purificación y de cambio.
Este sentido comunitario le da una particular eficacia a la Cuaresma. Ya lo dijo Jesús de diversas maneras: “Cuando dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá, porque cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-20).
De ahí que la Iglesia nos proponga un tiempo para convertirnos juntos, para recuperar, con los otros, el sentido de nuestra vida. Si yo hago un camino de liberación interior y otro lo está haciendo conmigo, la trasformación de uno influye misteriosamente en la vida del otro. Eso es lo que decimos en el Credo cuando confesamos: “creo en la comunión de los santos”. En la vida espiritual estamos compenetrados, misteriosamente entrelazados, y nada queda encerrado en la escondida intimidad del individuo.
Polvo que grita
Lo característico de esta bendición de las cenizas es que, mientras se acerca a recibirla, cada uno lo hace reconociendo que es “polvo”. Esta idea aparece muchas veces en la Biblia, como un símbolo de la pequeñez del ser humano ante al inmenso amor y la gloria infinita de Dios: “Es atrevido hablar a mi Señor, ya que soy polvo y ceniza” (Gn 18, 27). El polvo que recibo en la frente me recuerda lo que yo soy. Por eso la antigua fórmula que se utilizaba para colocar las cenizas era: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás…” (Gn 3, 19). Contrariamente a lo que algunos piensan, esto no es una humillación vergonzosa, una falta de dignidad o un gesto triste y amargado. Todo lo contrario. Porque si se hace con sinceridad se trata de una inmensa liberación interior. Es arrancarse del corazón la idea de que uno es todopoderoso. Soy polvo, y vuelvo al polvo. ¡Qué maravilloso! No tengo que estar más pendiente de mí mismo y de mi prestigio. No viviré haciendo cosas para ser reconocido, aplaudido o tenido en cuenta.
Por otra parte, las cenizas en la Biblia también aparecen como símbolo de la conversión, cuando alguien reconoce que estaba llevando un camino equivocado, que se estaba autodestruyendo, que se estaba dejando arrastrar otra vez por los engaños del mundo, que había elegido un estilo de vida que no causaba más que esclavitud e inquietud interior. Job decía: “Me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (Jb 42, 6). Evidentemente, esto sólo tiene sentido si es sincero. Un arrepentimiento aparente o forzado no es más que un teatro, un rito vacío e incómodo. Pero cuando el corazón siente espontáneamente un arrepentimiento sincero por la vida que ha llevado y sufre ese dolor de haber desgastado las fuerzas en algo vano o inútil, entonces el gesto de recibir cenizas en la frente se vuelve muy significativo y se siente como una verdadera bendición liberadora. Por eso inclinamos la frente para recibir la bendición con las cenizas.
Camino de conversión
Para ayudarnos en este camino de conversión cuaresmal, la Iglesia propone sobre todo tres cosas: más tiempo de oración, ofrecer algunos sacrificios al Señor y compartir más lo que tenemos.
Son maneras de expresar nuestro deseo de cambiar de vida. Por eso el Evangelio pide que nos liberemos de la mirada de los demás cuando realicemos estas cosas: “Cuando tú des limosna que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha (Mt 6, 3). Es sólo para Dios. Si uno lee con atención este texto bíblico puede llegar a reconocer internamente que el mismo Jesús le está pidiendo ese gesto gratuito, sin esperar reconocimientos o premios. Entonces el gesto exterior se carga con un profundo sentido de entrega generosa y desinteresada.
La verdadera conversión cristiana es en primer lugar convertirse a Dios. Es volverse hacia él (cf. 1 Tes 1, 9).Él es lo único sólido que permanece cuando todo se cae, la única seguridad última, la única garantía definitiva de sentido para cada uno de ustedes, hasta poder decir como Carlos de Foucauld: “Padre, me pongo en tus manos, con una infinita confianza”.
Hay creyentes que no están muy convencidos del amor que Dios les tiene, o que escapan de su presencia, o que llevan su vida al margen de su relación personal con Dios, o que ya no lo sienten sinceramente como el sentido último de su existencia. O se han dejado seducir por las promesas vanas del mundo, han perdido la confianza en un Dios capaz de intervenir en la historia y dejan de acudir a él en la oración. O, inmersos en el consumo de las ofertas de bienestar, en la práctica terminan dispersos, perdiendo el interés por responder mejor al amor de Dios con la propia existencia. La figura de Jesús les resulta atractiva, pero se ha debilitado el sentido trascendente de la propia vida.
Por lo tanto, la invitación a volver a Dios nunca es superflua. Resuena en la Palabra de Dios que nos conmueve cada Miércoles de cenizas: ¡Vuelvan a mi de todo corazón!… Desgarren sus corazones y no sus vestiduras. ¡Vuelvan al Señor su Dios!” (Jl 2, 12-13).
Cuando nos volvemos a él nos enfrentamos al único Dios que existe, el que ama, el que te dice en la Biblia: “Tu eres precioso para mis ojos, y yo te amo”(Is 43, 4). “Podrán correrse los montes, pero mi amor, pase lo que pase, no se apartará de tu lado” (Is 54, 10). Es el que promete que estará siempre, cuando todos se vayan: “Estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
La conversión social
Hoy también se habla de una conversión social. Y hay que decirlo así, porque la conversión fraterna a veces queda reducida a una comodidad grupal, a un reposado encuentro con amigos o parientes agradables. Entonces conviene destacar su aspecto “social”, su fuerza expansiva que nos abre a todos, que nos lleva a un compromiso público para transformar la sociedad.
Es el caso de Teresa de Calcuta, por ejemplo. Durante la primera parte de su vida no se puede afirmar que su entrega no haya sido sincera, que no haya estado convertida a Jesucristo, o que su fe era individualista. Vivía en comunidad. Pero sólo a partir de un determinado momento adquirió una conciencia clara de las exigencias sociales del Evangelio, aprendió a mirar la calle, se detuvo ante el dolor y el abandono de los que estaban fuera de su convento. Así se liberó de los límites que contenían su fuerza misericordiosa, y se produjo su “conversión social”.
En medio de esta pandemia corremos el riesgo de volvernos muy individualistas, de pensar demasiado en nosotros mismos, en nuestras seguridades y nuestros gustos. Ojalá que en esta Cuaresma recuperemos el sentido de la fraternidad. Ojalá que los que se han alejado de la comunidad vuelvan a celebrar al Señor con los hermanos. Ojalá que muchos se decidan a servir a los demás como el Señor nos reclama.
Dejarme perdonar y sanar
Cuando Jesús salió a predicar gritaba por los caminos: “¡Conviértanse!” (Mc 1, 15). No es un llamado que nos impone una obligación pesada. Es una invitación a tener más y mejor vida, una vida más libre, más sana, más intensa. Escuchémoslo en esta Cuaresma.
¿Por qué no reconocer y lamentar que amé poco, que di a cuentagotas, que hice sufrir a otro, que no alegré a alguien pudiendo hacerlo, que gasté mis energías inútilmente, que no fui feliz por tonterías, que no viví con sabiduría, que rechacé los límites de la vida, que estoy pensando demasiado en mí mismo? ¿Por qué no reconocer que me desvié del camino, para poder buscar de nuevo el camino correcto?
Nadie puede negar que está sometido a la tentación, como si fuera un ángel purísimo. Nadie puede decir que nunca se deja poseer por algún rencor, egoísmo, orgullo, o que no cae en la indiferencia, el comodismo, o en alguna debilidad que le quita belleza a su vida. ¿Quién algunas veces no es infiel a sus propios ideales?
Si uno es creyente, este reconocimiento humilde no es castigarse a uno mismo, no es revolver culpas en el interior. Es otra cosa, porque uno puede ponerse frente al Dios que lo ama en el silencio del corazón y decirle: “No me gusta lo que hice, no es lo que quisiera ofrecerte. Pero no me rindo. Perdón. Ayudame a empezar de nuevo, a intentarlo otra vez”.
El Sacramento de la Reconciliación es un precioso camino que el Señor nos ofrece en orden a empezar de nuevo y recibir la gracia que necesitamos para renovar nuestra existencia.
Déjenme concluir con unas palabras del Santo Padre Francisco:
“Cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos… ¡Nos hace tanto bien volver a él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar setenta veces siete (Mt 18,22) nos da ejemplo: él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría” (Evangelii gaudium 3).
Queridas y queridos fieles, a todos les deseo una santa Cuaresma, para que la próxima Pascua se desborde en nuestra Arquidiócesis un torrente de bendición y de alegría.
Para ello les hago llegar mi paternal y afectuosa bendición.
Arzobispo de La Plata
10/02/2021
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