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Homilía de Mons. Aguer en la Misa Crismal.

Una Iglesia “en salida”
Homilía de la Misa Crismal. Iglesia Catedral , 16 de abril de 2014.

Lo propio de un rito es la repetición; resulta siempre igual a sí mismo, y así debe ser según su naturaleza, porque es el conjunto de reglas establecidas para el culto en las diversas celebraciones. Sin embargo, cada repetición entraña siempre lo nuevo: la actualización de la conciencia de la fe y del fervor de la caridad que nos permiten captar espiritualmente la presencia del Señor y unirnos a Él. Estas afirmaciones valen para la Misa Crismal, que nos reúne todos los años en la tarde del Miércoles Santo. Es éste un momento privilegiado de recogimiento eclesial junto al Señor: nos reconocemos gozosamente como miembros del Cuerpo Místico de Cristo y renovamos nuestro entusiasmo en la entrega a la evangelización. Hace varios años que venimos procurando suscitar, sostener e incrementar un dinamismo misionero en la Iglesia Platense. Revisando mis homilías con ocasión de la Misa Crismal y de otras grandes celebraciones diocesanas, compruebo que retorno invariablemente a una exhortación que dirijo en primer lugar a mí mismo, luego a ustedes, queridos colaboradores en el ministerio sacerdotal, y a los fieles que nos acompañan, especialmente a los miembros de las instituciones de formación y apostolado. Esta inquietud coincide con la invitación insistente del Papa Francisco a una conversión pastoral que haga de la Iglesia, en todos sus ámbitos, una Iglesia en salida.
En efecto, en la exhortación apostólica sobre “la alegría del Evangelio” (Evangelii gaudium), el Santo Padre incita, con razones y ruegos, a cada cristiano y a cada comunidad, a salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (n. 20). Nos habla de la dinámica del éxodo y del don, que consiste en caminar y sembrar siempre de nuevo (n. 21); se trata precisamente de la “salida” eclesial, que el pontífice formula con estas palabras: es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo (n. 23). Los términos elegidos y el estilo de la exposición en este documento denotan una urgencia singular: todas las comunidades deben procurar los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están (n. 25). Tal conversión misionera se refiere a todas las instituciones eclesiales y el llamado va dirigido también a cada diócesis, al conjunto de la Iglesia particular. Pero es singularmente incisivo el párrafo dedicado a las parroquias (n. 28); piensa el Papa que los intentos de revisión y renovación aún no han dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y participación, y se orienten completamente a la misión. En un párrafo dedicado a la porción de la Iglesia que guía el obispo, propone una salida constante hacia las periferias de su propio territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales (n. 30).
La exhortación de Francisco está destinada a entusiasmarnos más en la realización del propósito que nos anima desde hace tiempo, a saber: la expansión de la arquidiócesis para extender y multiplicar la presencia de la Iglesia –y a través de ella la presencia salvífica, transformante, del Señor– en lugares a los que todavía no llegábamos, en especial aquellos que hoy resultan nuevos centros de población. Para retomar la alusión papal a las periferias distingamos que las hay geográficas, existenciales y culturales. Las primeras son los barrios o asentamientos que ocupan nuevos espacios y dilatan las fronteras de la ciudad. Nuestra presencia pastoral se concreta en capillas que tienen que constituirse, aunque nos cueste enormes esfuerzos, en centros integrales de atención y de alivio de tantas necesidades familiares y sociales que, como sabemos muy bien, se multiplican en la población. Francisco se ha referido, en homilías y mensajes, a las periferias existenciales: casos y situaciones individuales afectadas por males propios de la época, que agravan las inevitables peripecias y limitaciones humanas; les debemos una atención misericordiosa, un interés y una escucha llena de delicadeza y afecto, personalizada, de tantas desdichas, para ofrecerles la consolación de la fe y la cercanía del Señor, que da la paz. Me parece importante añadir las periferias culturales, en especial aquellas que paradójicamente pueden identificarse en el ámbito urbano, en sectores donde la cultura secular se ha alejado tanto del humanismo cristiano y de una concepción de la vida conforme al orden natural. Pensemos en el mundo universitario –al menos en sus orientaciones oficiales–, en instituciones diversas de la comunidad local, los ámbitos políticos, vastos sectores juveniles y sus medios de diversión. A esto se suma la absorción de multitud de bautizados –la mayoría de los cuales no ha recibido una sistemática formación cristiana– por los modos de pensar y de actuar como si Dios no existiera, de lo que resulta una profunda deshumanización, que se registra aun en el espacio ideal de gente instruida y que vive con holgura. A todos les debemos la alegría del Evangelio. Las previsibles dificultades tienen que estimularnos, que incitarnos con viveza a proyectar y a ejecutar.
Podemos observar con satisfacción el desarrollo de algunas áreas pastorales en nuestra arquidiócesis. Quiero referirme ahora, y a título de ejemplo, a dos de ellas, particularmente significativas. En primer lugar a una nueva etapa de la pastoral juvenil, que como todos sabemos suele ser sujeto de variaciones epocales. Es notable el incremento de adolescentes y jóvenes ansiosos de encarar en serio su formación y de participar en la vida eclesial; quiero mencionar la aceptación y el auge que ha adquirido el Movimiento de Aventura, el gusto por la celebración de la Pascua Joven y el esperanzador relanzamiento de la Pastoral Universitaria. Las comunidades parroquiales tendrán que estar atentas para incorporar establemente, en muchos casos, a quienes han visto despertar su inquietud en aquellos movimientos. El otro ejemplo es un nuevo servicio que se añade a los clásicos en la atención a los enfermos. Éste se denomina, con un término inglés, hospice, que se puede entender como cuidados paliativos, ya que se dirige a enfermos terminales; en buen romance sería acompañar a bien morir. En tiempos como los nuestros, en los que suele reinar la mala yunta de la prisa y la desesperación, y cuando avanza la tentación y la propuesta, por algunos, de la eutanasia y del suicidio asistido, el testimonio del hospice reivindica el sentido humano y cristiano de la vida y de la muerte y el papel providencial de la enfermedad, de aquellos momentos de dolor en los que se puede experimentar la cercanía y el amor del Señor. Una muestra exquisita de la gratuidad de la caridad.
La Misa Crismal que estamos celebrando, se caracteriza por dos momentos que la distinguen como única en el año: la renovación de las promesas sacerdotales y la bendición de los óleos y consagración del crisma. Quiero referirme brevemente al significado de estas realidades eclesiales. Los presbíteros presentes, interrogados por el obispo, manifiestan su deseo de configurarse más estrechamente con Cristo Sacerdote, el propósito de renunciar a ellos mismos para que sólo los mueva el amor a las almas, la decisión de reasumir con alegría los deberes del ministerio y de no acomodarse en el mundo para disfrutar de sus bienes. Es un momento de máxima importancia, de religiosa gravedad, de renovación espiritual. En la Evangelii gaudium el Santo Padre nos advierte sobre el peligro de la acedia; en realidad se trata de un tema clásico de la teología moral, que ha sido elaborado ya por los Padres de la Iglesia, tanto de oriente cuanto de occidente. Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (II-II q. 35), la identifica como un vicio opuesto al gozo de la caridad; según él es tedio de obrar, tristeza ácida y fría que deprime el ánimo para que no guste de la acción. Francisco, siguiendo esas líneas, la presenta como cansancio tenso, pesado, insatisfecho, no aceptado (n. 82). También esboza el Papa una lista de posibles motivos: apegarse a proyectos propios de éxito imaginados por vanidad; no vivir con ganas lo que buenamente se puede hacer; no saber esperar y pretender dominar el ritmo de vida; el inmediatismo ansioso que no tolera la contradicción, las críticas, un aparente fracaso, una cruz. También se origina en el abandono de la vida de oración y en la falta de inspiración sobrenatural de los esfuerzos. Sumemos a las causas una frecuente consecuencia: el desfogue de la acedia en la murmuración. Se puede vincular este capítulo con lo que el Pontífice enseña acerca de la mundanidad espiritual escondida detrás de apariencias de religiosidad, o del funcionalismo y la búsqueda del bienestar personal y la gloria humana; en suma: la fuente está en el egoísmo, cuando nos centramos en nosotros mismos. ¡Estemos atentos, queridos hermanos en el sacerdocio, y pidamos asiduamente al Señor que nos libre de este mal!
Quiero dirigir una palabra a los fieles laicos, que por el crisma del bautismo y de la confirmación son consagrados para participar, en su propio nivel del sacerdocio común, de la plenitud sacerdotal de Cristo. Esa gracia los habilita para insertarse activamente en la misión de la Iglesia, especialmente por su presencia en el mundo. Es verdad que también los necesitamos en las diversas instituciones eclesiales de apostolado, pero sobre todo deseo destacar la imprescindible acción de los laicos en el fárrago de los problemas culturales y sociales que afligen al mundo contemporáneo, a nuestra maltrecha Argentina. Los necesitamos comprometidos en las preocupantes circunstancias del barrio y la ciudad, desde lo más sencillo y cotidiano hasta el papel que algunos pueden desempeñar en los ámbitos laborales, empresariales o políticos. En diversos planos –sobre todo se nota en los niveles superiores- lamentablemente reina la ausencia de católicos coherentes que pongan inteligencia y honradez en el servicio público. ¡Cuánto hay que rezar, y cuánto que hacer, para que cambie la orientación predominante en la sociedad argentina! Rezar y obrar: hacer lo que esté al alcance de cada uno para impregnar de sentido plenamente humano las estructuras de la sociedad.

El segundo momento al que me refería anteriormente y que da nombre a esta Misa es la consagración del santo crisma, precedida por la bendición del óleo de los enfermos y del óleo de los catecúmenos. Estos gestos manifiestan la objetividad del orden sacramental y la primacía de la gracia. Es el Señor quien obra en su Iglesia, la santifica, ilumina y entusiasma para que “salga”, paa que se lance con amor y confianza a la misión. Hay un requisito concomitante a la salida; es la santificación. La misión eclesial no es una campaña, una empresa propagandista. Es la continuidad y la visibilidad de la misión invisible de Cristo. Que él nos santifique y renueve hoy en nosotros la frescura del crisma, recibido por los laicos en la frente, por los sacerdotes en las manos, por el obispo derramado en su cabeza, de modo que salgamos incesantemente a difundir la alegría del Evangelio. Y que ésa sea también nuestra máxima alegría.

+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata

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