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«Por la Argentina: el llanto y la esperanza»: homilía de Mons. Aguer el 25 de Mayo.

 

 

Ampliando lo que publicamos el pasado viernes, trascribimos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en el Tedeum del 25 de Mayo. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 Por la Argentina: el llanto y la esperanza

Homilía en la celebración de Acción de Gracias por el aniversario patrio

 Iglesia Catedral, 25 de Mayo de 2018

         Los días de mayo que recordamos hoy en su versión número 208, fueron episodios municipales; dicho esto con todo respeto, y con veneración, como corresponde. Sus protagonistas fueron los vecinos considerados ilustres, o de pro (la expresión es castiza, no alude a la actualidad partidaria), vecinos distinguidos de la ciudad de Buenos Aires, la cual contaba con unas 50 mil almas. En el Cabildo abierto del 22 –el Cabildo era como el Concejo Deliberante-, de los invitados que concurrieron, 155 votaron a favor de la cesación en el cargo del virrey don Baltasar Hidalgo de Cisneros, 69 se inclinaron por su permanencia. Se constituyó entonces una Primera Junta, con el mismo Cisneros como presidente y a cargo del mando de las tropas. Los que en esa incipiente revolución abrigaban ya la idea de la independencia no podían permitir esa continuidad; el cabildeo de los cabildantes fue resuelto por los cuerpos militares, los regimientos de criollos, al mando del teniente coronel don Cornelio de Saavedra. Los cuerpos de españoles habían sido suprimidos por Liniers, entonces Virrey, en 1809, después de la conspiración españolista de Álzaga. Otro mérito del francés, víctima de la iniquidad cometida en Cabeza del Tigre. Fueron los soldados quienes soliviantaron a los vecinos más audaces y participativos de esa ciudad dormida para que exigieran que don Baltasar se hiciera a un lado. De allí nació el mito: “el pueblo quiere saber de qué se trata”. El “pueblo”, en realidad, eran fundamentalmente los milicos, que movilizaron a un puñado de patriotas. Entonces nace la Segunda Junta, que la historia llama Primera. En ese gesto audaz están implícitas las Provincias Unidas del Río de La Plata y la futura Nación Argentina. La lista de los miembros salió de los cuarteles, mal que les pese a algunos ideólogos y a la distracción de historiadores oficialistas. Por supuesto, la Junta se atribuyó el poder en nombre del Rey, don Fernando VII, cautivo de Napoleón. En la lista figuraba como segundo secretario el doctor Mariano Moreno, que no tomó parte alguna de la aventura conspirativa, pero que luego, inexplicablemente, filtró entre sus colegas un aliento jacobino, por el cual se decretó el primer magnicidio: el fusilamiento de  Liniers y sus camaradas, incluso el obispo de Córdoba –Orellana- que se salvó “in extremis”; el presbítero Alberti, miembro de la Junta y que fue párroco de Magdalena, no adhirió a la medida, pero los hombres más ilustres, como Saavedra y Belgrano, se dejaron arrastrar. La cosa empezó mal, quiero decir, con una mancha fea; liquidaron al hombre por el cual, gracias al cual, hoy no hablamos en inglés sino en castellano, y somos católicos (más o menos) y no anglicanos.

Las ambigüedades dieron lugar a tempranas exageraciones, en las que  echaron raíces algunos defectos nuestros, que se convirtieron en crónicos. Sean eternos los laureles que supimos conseguir. ¿Qué laureles en 1811? ¡Ojalá hubieran sido eternos! Lo digo con el máximo miramiento, y con pena. Cantamos, algunos con entusiasmo, otros con desgano, nuestro himno, y somos capaces de proclamar, sin ruborizarnos: ¡Oh juremos con gloria morir!´ ¿Juramos seriamente? Por lo menos omitimos ahora aquel verso:…a sus plantas rendido un león. En la trabajosa edificación de la Argentina seguimos creyendo que el mito es historia, y olvidamos el sabio consejo de José Ortega y Gasset, que vivió entre nosotros, hace unos ochenta años, invitado por los Cursos de Cultura Católica: “Argentinos: ¿a las cosas!”. A las cosas, sí, a la realidad, que nos hace pagar caro la recurrente apelación a las ilusiones, la confusión de algunos arrebatos ingeniosos con la genialidad misma, la satisfacción de nuestros intereses personales o de sector con la felicidad pública, la memoria con el rencor, la justicia con la venganza. Es notable comprobar como estos pasos en falso se cubren con banderas de izquierda, de derecha o de centro; seguimos engañándonos a nosotros mismos creyéndonos los mejores, y nos cuesta registrar la suerte del prójimo e interesarnos por ella como si fuera nuestra: yo…¡argentino!  Además somos habilísimos en copiar lo peor que encontramos en otros sitios del mundo; vamos alegremente de ida cuando otros regresan de sus errores; las modas nos fascinan, y ahora éstas corren con velocidad imparable por las redes.

Días pasados, una artista eximia, que es discriminada ridículamente, insensatamente, por una especie de oficialismo cultural que resiste el paso de todos los gobiernos, me decía que el peor pecado de los argentinos es la envidia. Puede ser; yo pensaba más bien en la infatuación y en la discordia. ¿Cómo se curan estas llagas sociales? Me parece que no basta para sanarlas el bienestar económico, más todavía, éste no podrá lograrse nunca equitativamente para todos con aquellos defectos, si persistimos en ellos como si nada.

Un predicador moralista dirá que se hace necesaria una especie de recuperación ética. Es verdad, estoy de acuerdo, con tal que por ética se entienda inseparablemente política. Pienso en la identidad clásica de las dos disciplinas, no solo cultivadas académicamente, sino vividas. Para Platón y Aristóteles la ética es política y la política es ética. El primero, el filósofo ateniense, confiesa en su Carta VII que la política fue la pasión dominante de su vida; si no se dedicó activamente a ella fue porque lo disuadió comprobar la corrupción de los hombres de gobierno, de sus costumbres y de las leyes vigentes.  Este lejano antecedente puede explicar por qué no surgen en nuestra Argentina abundantes mujeres y varones con auténtica vocación política; son numerosos los capítulos de disuasión. El mismo Platón criticaba en su República las expresiones culturales que manifiestan todo aquello que es indigno del hombre verdaderamente libre, lo que él estigmatiza llamándolo aneleuthería –no libertad-, la hýbris, es decir, el exceso; y la locura –manía-. Algo de este abanico de lindezas hemos presenciado  hace unos días en la babilónica Feria del Libro. Menos mal que aún quedan muchas doñas Rosas, gente sensata que no lee ni sigue las aventuras de la farándula, sino que se ocupa de “las cosas”, como decía Ortega,  y “la yuga” todos los días. Esta gente sí que está haciendo Patria; Patria digo y no Matria, como pretenden algunas exaltadas de pañuelo verde. De paso aludo al cambalache del predebate sobre el aborto, el desfile por el Congreso Nacional de Don Bosco y la Mignón, Carnera  y San Martín, para usar las figuras proféticas de un Platón rioplatense, Discepolín.

El problema político es el esencial, desde el 25 de Mayo de 1810; con ciclos alternados de felicidad y desdicha sigue irresuelto. En mi pobre opinión de viejo obispo y ciudadano escaldado, la lógica propia del político no se puede confundir con la del empresario; la primera se dirige a acertar en la búsqueda del bien común de la pólis, ha de ser una exhibición discreta y humilde de prudencia; la segunda enfoca a la pólis como si fuera una empresa, y los números –por más importantes que sean- se imponen indebidamente sobre la realidad de las personas, de los más pobres especialmente. Entonces el sector financiero predomina abusivamente sobre el conjunto de la actividad económica. Como es comprensible, el empresario enfoca su acción con miras al lucro. La democracia recuperada les debe aún mucho a los argentinos, a la resignada buena gente, que no es la minoría. La resolución del problema político sería, en cierto modo, poder votar a candidatos que más o menos, en lo posible, conocemos, y por plataformas veraces y realistas, que puedan cumplirse si se pone inteligencia, sinceridad, voluntad. El clima social de exasperación, la grieta perdurable, no ayudan a la vivencia de un diálogo veraz, republicano.

El Evangelista Lucas es el único de los cuatro que registra las lágrimas de Jesús al llegar a Jerusalén para cumplir su Hora: cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos… (Lc. 19, 41s.). Estará bien llorar por nuestra Argentina. Pero sin olvidar que otra, la misma aunque transformada, es posible. Voy a crear a Jerusalén para la alegría y a su pueblo para el gozo. Jerusalén será mi alegría y yo estaré gozoso a causa de mi pueblo, y nunca más se escucharán en ella ni llantos ni alaridos (Is. 65,18s). Así habló Dios por boca de Isaías. Valiéndome del sentido acomodaticio permitido en la lectura de la Biblia aplico estos textos que hemos escuchado a la realidad carnal de la Argentina. El llanto, el reconocimiento de lo que somos y de los escapismos de nuestra historia no puede nublar nuestra esperanza.  Si Dios no existe todo está permitido, escribió Jean-Paul Sartre. Pero Dios existe, y entonces hay una distinción inconfundible entre el bien y el mal; no todo está permitido. A ese Dios que creó todas las cosas y  que al contemplarlas vio que eran muy buenas le dirigimos, como en todas las fechas patrias la plegaria del tedéum. Es una confesión de fe en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y una alabanza: Te Deum laudamus, te Dominum confitemur; lo reconocemos como Señor; no es lícito porque no es bueno hacer de su creación lo que nos plazca. Este himno es una súplica de perdón y una apelación a su misericordia; podemos apelar a ella porque tenemos esperanza: Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quemadmodum speravímus in te. Que caiga sobre nosotros, Señor, tu misericordia, tal como lo esperamos de ti. No dudemos: si el pueblo argentino fuera creyente, con convicción unánime y con la coherencia que corresponde entre la fe y la vida, sería un pueblo mejor. Sería, con todas las limitaciones de las cosas terrenas, intrahistóricas, un esbozo de la nueva Jerusalén. Por las noches lloramos, pero cada mañana nos despierta la luminosa expectativa del gozo.

Cierro con otra cita bíblica, también acomodada a nuestro caso: Las puertas de Jerusalén serán hechas de zafiro y esmeralda, y todos los muros de piedras preciosas…las puertas de Jerusalén resonarán con cantos de alegría; y todas sus casas dirán: ¡Aleluya! (Tob.13, 17s.)

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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