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Mons. Aguer se refirió a «las tres dotes de San José».

 

Mons. Aguer en el Seminario Mayor San José.

 

Ampliando lo que informamos oportunamente, publicamos la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa de la celebración patronal del Seminario Mayor San José. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

        

Tres dotes de San José

Homilía en la Misa de la celebración patronal del Seminario Mayor

“San José”, 20 de marzo de 2017

         Durante siglos la teología no se ocupó de San José, fundada en la parquedad de las menciones bíblicas de su nombre y su rol en el misterio de Cristo, a pesar de que en los Padres de la Iglesia se encuentran tempranamente descripciones de los rasgos más significativos de su personalidad. Ese vacío teológico se fue colmando con los siglos, y el magisterio ordinario de los Papas ofreció en los últimos siglos una síntesis doctrinal y fomentó la devoción de los católicos. Baste como muestra lo que enseña León XIII en su encíclica. Quamquam pluries: Con sumo amor y cotidiana solicitud se desvivió en defender a su esposa y a su divino hijo: para entrambos ganó con su ordinario trabajo el sustento que necesitaban; buscando un asilo seguro evitó el peligro de la vida que fraguó la envidia de un rey; en las incomodidades de los caminos y en las amarguras del destierro, él fue el perpetuo compañero, ayuda y consolador de la Virgen y de Jesús. Así piensa y siente hoy normalmente el pueblo católico.

Los datos fantasiosos de los Evangelios apócrifos saciaron la curiosidad de los fieles, y alguna de esas invenciones se filtró con permanencia y se mantuvo en la opinión popular. Por ejemplo, la idea de que José era un hombre mayor, un anciano, lo cual contradice la costumbre normal entre los judíos: la novia tendría 14 ó 15 años y el novio 17 ó 18. Pienso que San José era así de joven al tiempo de su casamiento con la Virgen. El pasaje de San Mateo que hemos escuchado nos transmite lo esencial: es el esposo de María y el padre legal y nutricio del Verbo encarnado, a quien puso el nombre de Jesús, a quien introdujo en el linaje de David. Para comprender lo que en el texto leído se dice, conviene recordar que entre los judíos el matrimonio se celebraba en dos etapas: la primera eran los esponsales, el contrato matrimonial; la segunda, la boda pública y solemne, se verificaba cuando el marido llevaba a la esposa a la casa común, lo que solía ocurrir un año después. Entre un episodio y otro sucedió la anunciación a María, relatada por San Lucas, y su consecuencia inmediata: el Hijo eterno del Padre comenzó a existir como hombre en el seno de la Virgen por acción del Espíritu Santo. La perplejidad de José no implica que dudase de la fidelidad y santidad de su esposa, sino de cómo debía proceder de acuerdo a la ley. Su doloroso y silencioso retiro deja lugar a la acción de Dios; lo hizo láthra, ocultamente (Mt. 1, 20), hasta que es advertido de que debe cumplir con la segunda etapa del desposorio y “tomar” paralabéin, lakáj en hebreo, a María y llevarla a su casa. De ese modo resultaba secreto el misterio de la encarnación, de manera que pudiera creerse que Jesús era hijo suyo. Así aparece en el Evangelio según Lucas: Cuando comenzó su ministerio, Jesús tenía unos treinta años y se lo consideraba hijo de José (3, 23).

Lo dicho me acerca a la primera de las dotes josefinas que deseo presentar hoy: su virginidad. El testimonio de San Jerónimo es bien temprano, y elocuente: Tú dices que María no permaneció virgen -arguye contra un hereje- yo, por el contrario, vindico además que el mismo José fue virgen por María, se concluye que permaneció virgen con María el que mereció ser llamado padre del Señor. Me parece aún más exacta la expresión de San Agustín, que establece una armonía entre la perfección del matrimonio y la decisión de virginidad de los cónyuges. El de José y María fue un pleno, verdadero y perfecto matrimonio virginal. Dios predestinó a José como esposo virginal de María, y de ese modo lo incluyó en el plan divino de la Encarnación y redención de la humanidad. Así como todo matrimonio está connaturalmente ordenado a los hijos, el de María y José estuvo sobrenaturalmente ordenado a Jesús. Más allá de cómo se gestionaban los casamientos en el judaísmo de la época, podemos decir que ella y él se reconocieron semejantes, y por consiguiente se han amado como marido y mujer. Recientemente, una religiosa argentina residente en el exterior, conocida por sus posiciones “progresistas”, imbuida del pansexualismo que impregna la cultura actual, se atrevió a decir groseramente que así como en todo matrimonio hay relaciones sexuales, lo mismo ocurrió entre María y José. Negó, por tanto, el dogma de fe de la perpetua virginidad de la Madre del Señor e incurrió objetivamente en el delito canónico de herejía. Nosotros, en cambio, reconocemos a la luz de la fe que la virginidad de María y la virginidad de José constituyen un bellísimo misterio de amor, y que fue ése el ámbito de la crianza y educación humana de Jesús. Es un espejo en el que puede contemplarse el sacerdote célibe, la virgen consagrada, los novios castos y los esposos que se unen fecundamente en cuerpo y alma según el ritmo de la castidad conyugal. Y cualquier cristiano que aspira a la bienaventuranza reservada a los corazones puros. Pero la Iglesia no parece interesarse mucho hoydía en estas cosas; quizá porque piensa que se interesó en demasía en otras épocas y ha elegido en la nuestra otras preocupaciones preponderantes.

Cierro este capítulo con una cita de San Francisco de Sales, que en la 15ª de sus Conversaciones estampa esta delicada observación: ¡Qué divina unión aquella entre Nuestra Señora y el glorioso San José! Unión que hacía que ese Bien de los bienes eternos, que es Nuestro Señor, fuese de San José y perteneciese a él lo mismo que pertenecía a Nuestra Señora; no según la naturaleza que aquel había tomado en las entrañas de nuestra gloriosa Madre y que había sido formada por el Espíritu Santo de la purísima sangre de María, sino según la gracia, que lo hacía partícipe de todos los bienes de su querida Esposa; esa gracia hacía que él fuera creciendo maravillosamente en perfección. Por la comunicación continua que tenía con María, poseía todas las virtudes en un grado tan alto que ninguna otra pura creatura hubiera podido alcanzar, el glorioso San José era el que más cerca podía acercarse a ese ideal. En una carta a Santa Juana Francisca de Chantal, el mismo Obispo de Ginebra escribió: Me gustaría conocer algo de las conversaciones de esas dos grandes almas… piense Ud. que le Virgen no siente más que aquello de lo que está llena y que no respira más que al Salvador; San José, recíprocamente no aspira más que al Salvador, que por rayos secretos le toca el corazón con mil extraordinarios sentimientos… el corazón de este santo Patriarca presiente sin sentirlo el perfume, el vigor y la fuerza del Niñito que florece en su hermosa viña. Se refiere el texto al viaje de Nazaret a Belén, donde nacería Jesús; por eso concluye el de Sales con esta exclamación: ¡Oh Dios, que bella peregrinación!  Independientemente de las razones dogmáticas en juego, se puede creer más a San Francisco de Sales que a la aventurada monja tucumana.

La segunda dote que me importa destacar es el silencio. Que los Evangelios no nos transmitan ninguna palabra suya no constituye un argumento decisivo para sostener que José fue un hombre silencioso, en el sentido de callado hasta el punto de no hablar nunca ni ejercer su autoridad. Después del episodio del hallazgo en el templo del niño, que tenía ya doce años, el evangelista Lucas concluye: él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a a ellos (2,51). Anteriormente había registrado la incomprensible dialéctica entre el padre terreno y el celestial; tu padre y yo te buscábamos angustiados, regaña María suavemente a su hijo; ¿no sabían que debo ocuparme de los asuntos  de mi Padre?  es la respuesta. Ellos no entendieron –ouyn?kan en griego- apunta el relator, y añade que la Madre conservaba en su corazón pánta ta r?mata, todo lo sucedido, hechos y palabras. Se abre, o se descubre, un tiempo y un espacio de misterioso silencio, que será la vida oculta de Jesús en Nazaret: estaba sujeto a ellos; en hypotassómenos dice el texto lucano. El verbo significa ponerse debajo, hypó, someterse a una autoridad. El misterio de la Encarnación conlleva que el Hijo del Eterno Padre, hecho hombre –en todo semejante a nosotros, excepto el pecado- fue educado humanamente por José; por María también, obviamente, pero el que ejercía la autoridad era el varón; el feminismo no había llegado a la cultura judía del siglo primero. Pablo lo explicó a los filipenses con palabras semejantes: siendo Dios, Jesús se humilló, etapéin?sen heautón, (Fil.2,8) así como la mirada del Señor se había posado sobre la tapéin?sin la humildad o pequeñez de su Madre en el momento de la encarnación (cf. Lc. 1,48). Ese silencio existencial debió expresarse en el silencio de una vida cotidiana en comunión con Dios, y entre ellos, los miembros de esa familia excepcional, insertada en el silencio de Dios. No es ésta una deducción arbitraria. El Cardenal Sarah apunta: el estetismo del silencio no procede de lo humano; es divino. El silencio de Dios es una iluminación, simple y sublime, pequeña y grandiosa. Sin exageración: podemos considerar a San José como modelo de oración y de comunión con Jesús; pidámosle que nos enseña y ayude a estar con él, a tratar, a intimar con él. Para procurarlo, entremos con nuestra meditación y nuestro amor en el silencio de la Sagrada Familia, en el misterioso recato de aquellos treinta años.

Lo tercero es el trabajo. Nos enteramos del oficio de San José porque a Jesús lo llaman el hijo del carpintero (Mt. 13,55); más aún, le atribuyen la misma ocupación, que aprendió y heredó de su padre: tékt?n se dice en griego; es el obrero o artesano que trabaja la madera. Ya San Justino, palestinense del siglo II explicó que José fabricaba arados y yugos para uncir en ellos a los bueyes. La traducción latina faber llevó a algunos intérpretes a sostener que se trataba de herrería, o construcciones en general, pero esta versión parece descaminada. José y Jesús fueron carpinteros.

Lo que intento destacar es el hecho del trabajo y su necesidad y validez universales. En la actualidad la desocupación constituye una tragedia, exactamente paralela al vicio de “vivir de arriba” que afecta asimismo a tanta gente. Jesús pasó de la carpintería a la predicación del Reino, así como los apóstoles, llamados por él abandonaron sus ocupaciones habituales para consagrarse al seguimiento de Cristo y a la edificación de la Iglesia. No obstante, siempre hubo circunstancias y casos excepcionales. El apóstol Pablo declaraba en su despedida a los presbíteros de Éfeso: Ustedes saben que con mis propias manos he atendido a mis necesidades y a las de mis compañeros. De todas las maneras posibles, les he demostrado que así, trabajando duramente, se debe ayudar a los débiles y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: “La felicidad está más en dar que en recibir” (Hech.20,34s.) En décadas recientes –no sé si el fenómeno continúa en la actualidad- muchos pastores de la Iglesia se han visto en la necesidad de asumir siquiera parcialmente ocupaciones seculares, o fueron sometidos a trabajos forzados en los regímenes totalitarios.

Para quienes por vocación nos dedicamos al ministerio pastoral, el ejemplo de San José nos recuerda que es la nuestra una vocación al trabajo, para engendrar a Jesús en las almas, para cuidarlo en ellas, para que la nación toda, esta Argentina bautizada y pagana, lo reconozca efectivamente como Señor. Hemos de ser, con nuestro aporte instrumental, artesanos de la santidad del pueblo de Dios.

Nuestro Seminario Mayor “San José” hoy está de fiesta al celebrar a su patrono. Esta referencia patronal no puede limitarse a la solemnidad del festejo anual, ni a la devoción asidua.  Estos gestos son invitaciones, queridos seminaristas, para que cada uno se empeñe en penetrar en la personalidad jósefina cuyos rasgos recibimos de la Gran Tradición de la Iglesia. El talante formativo que identifique eclesialmente al Seminario tiene que configurarse cada vez mejor, actualizando con sabiduría la existencia por momentos traqueteada pero siempre casta, silenciosa y laboriosa de San José.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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