Mons. Aguer presidió el Tedeum del 25 de Mayo, en la Catedral.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, presidió en la Catedral el tradicional Tedeum, por un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo. Asistieron distintas autoridades civiles y militares; entre ellas, la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal; el ministro de la Corte Suprema de Justicia bonaerense, Eduardo Pettiggiani, y el intendente de la capital provincial, Julio Garro.
El prelado platense, al comenzar su homilía, hizo una reseña histórica de los acontecimientos de 1810. Y sostuvo que «fueron los soldados quienes soliviantaron a los vecinos más audaces y participativos de esa ciudad dormida para que exigieran que Cisneros se hiciera a un lado. De allí nació el mito de ‘el pueblo quiere saber de qué se trata’. El pueblo, en realidad, eran fundamentalmente los militares, que movilizaron a un puñado de patriotas. Entonces nació la Segunda Junta, que la historia llama ‘Primera’. En ese gesto audaz están implícitas las Provincias Unidas del Río de la Plata, y la futura Nación Argentina. La lista de los miembros salió de los cuarteles, mal que les pese a algunos ideólogos, y a la distracción de historiadores oficialistas. Por supuesto, la Junta se atribuyó el poder, en nombre del Rey Fernando VII, cautivo de Napoleón. En la lista figuraba como segundo secretario el doctor Mariano Moreno, que no tomó parte alguna de la aventura conspirativa pero que luego, inexplicablemente, filtró entre sus colegas un aliento jacobino, por el cual se decretó el primer magnicidio: el fusilamiento de Liniers, y sus camaradas, incluso el Obispo de Córdoba, Orellana, que se salvó ‘in extremis’. El presbítero Alberti, miembro de la Junta, no adhirió a la medida. Pero los hombres más ilustres, Saavedra y Belgrano, se dejaron arrastrar. La cosa empezó mal. Quiero decir, con una mancha fea. Liquidaron al hombre (Liniers), gracias al cual hoy no hablamos en inglés, sino en castellano».
Agregó que «las ambigüedades dieron lugar a tempranas exageraciones, en las que echaron raíces algunos defectos nuestros, que hoy podemos reconocer como crónicos. ‘Sean eternos los laureles que supimos conseguir’, ¿qué laureles, en 1811?. ¡Ojalá hubieran sido eternos!. Lo digo con el máximo respeto, y con la veneración conque canto el Himno. Cantamos el Himno, algunos con entusiasmo, otros con desgano. Somos capaces de proclamar, sin ruborizarnos, ‘oh juremos con gloria morir’. Por lo menos, omitimos ahora aquel verso, ‘a sus plantas rendido un león’. En la trabajosa edificación de la Argentina seguimos creyendo que el mito es historia, y olvidamos el sabio consejo de José Ortega y Gasset, que vivió entre nosotros hace unos 80 años, invitado por los Cursos de Cultura Católica: ‘argentinos, a las cosas’. ¡A las cosas, sí!; a la realidad que nos hace pagar caro la recurrente apelación a las ilusiones; la confusión de algunos arrebatos ingeniosos con la genialidad misma; la satisfacción de nuestros intereses personales, o de sector, con la felicidad pública, la memoria con el rencor, la justicia con la venganza.
«Es notable cómo estos pasos en falso se cubren con banderas de izquierda, de derecha o de centro. Seguimos engañándonos a nosotros mismos, creyéndonos los mejores. Y nos cuesta registrar la suerte del prójimo e interesarnos por ella como si fuera la nuestra, ‘Yo, argentino’. Además somos habilísimos en copiar lo peor que encontramos en otros sitios del mundo. Vamos alegremente de ida cuando otros regresan de sus errores. Las modas nos fascinan. Y ahora estas corren con velocidad imparable por las redes.
«Días pasados, una artista eximia que es discriminada ridiculamente, insensatamente, por una especie de oficialismo cultural que resiste el paso de todos los gobiernos, me decía que el peor pecado de los argentinos es la envidia. Puede ser. Yo pensaba, más bien, en la infatuación y en la discordia. ¿Cómo se curan esta llagas sociales?. Me parece que no basta para sanarlas el bienestar económico. Mas todavía este nunca podrá lograrse, equitativamente, para todos, con aquellos defectos, si persistimos en ellos como si nada.
«Un predicador moralista dirá que se hace necesaria una especie de recuperación ética. Es verdad. Estoy de acuerdo, con tal que por ética se entienda inseparablemente política. Pienso en la identidad clásica de las dos disciplinas, no solo cultivas académicamente sino vividas. Para Platón y Aristóteles, la ética es política, y la política es ética. El primero, el filósofo ateniense, confiesa en su ‘Carta séptima’, que la política fue la pasión dominante de su vida. Y si no se dedicó activamente a ella fue porque lo disuadió -así dice- ‘comprobar la corrupción de los hombres de gobierno, de sus costumbres, y de las leyes vigentes. Este lejano antecedente puede explicar quizás por qué no surgen, en nuestra Argentina, abundantes mujeres y varones con auténtica vocación política. Son numerosos los capítulos de disuasión.
«El mismo Platón criticaba, en su ‘República’, las expresiones culturales que manifiestan todo aquello que es indigno del hombre verdaderamente libre, lo que él estigmatiza llamándolo ‘no libertad’, es decir, el exceso; y la locura, manía. Algo de este abanico de lindezas hemos presenciado hace unos días en la babilónica Feria del Libro. Menos mal que quedan aun muchas ‘Doñas Rosa’; gente sensata, que no lee ni sigue las aventuras de la farándula, sino que se ocupa de ‘las cosas’, como decía Ortega. Y la yuga todos los días. Esta gente sí que está haciendo Patria. Patria, digo, y no ‘Matria’, como pretenden algunas exaltadas de pañuelo verde. De paso aludo al cambalache del predebate sobre el aborto, el desfile por el Congreso Nacional de Don Bosco y ‘la Mignon’, Carnera y San Martín, para usar las figuras proféticas del Platón rioplatense, Discepolín.
«El problema político es el esencial. Desde el 25 de Mayo de 1810, con ciclos alternados de felicidad y desdicha, sigue irresuelto. En mi pobre opinión de viejo obispo, y ciudadano escaldado, la lógica propia del político no se puede confundir con la del empresario. La primera se dirige a acertar en la búsqueda del bien común de la polis. Ha de ser una exhibición discreta y humilde de prudencia. La segunda enfoca a la polis como si fuera una empresa. Y los números, por más importantes que sean, se imponen indebidamente sobre la realidad de las personas, de los más pobres, especialmente. Como es comprensible, el empresario enfoca su acción con miras al lucro.
«La democracia recuperada les debe aun mucho a los argentinos. La resolución del problema político sería, en cierto modo, poder votar a candidatos que más o menos, en lo posible, conocemos. Y por plataformas realistas, que puedan cumplirse si se ponen inteligencia, sinceridad y voluntad. El clima social de exasperación, la grieta perdurable, no ayudan a la vivencia de un diálogo veraz, republ»icano.
El evangelista Lucas (Lc 19, 41 – 44) es el único de los cuatro que registra las lágrimas de Jesús, al llegar a Jerusalén, para cumplir su hora. Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ‘Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz. Pero ahora está oculto a tus ojos’. Estará bien llorar un poco por nuestra Argentina. Pero sin olvidar que otra, la misma, pero trasformada es posible. ‘Voy a crear a Jerusalén para la alegría, y a su pueblo para el gozo. Jerusalén será mi alegría. Yo estaré gozoso a causa de mi pueblo, y nunca más se escucharán en ella ni llantos ni alaridos’. Así habló Dios por boca de Isaías… Aplico estos textos a la realidad carnal de la Argentina. El llanto, el reconocimiento de lo que somos, y de los escapismos de nuestra historia, no puede nublar nuestra esperanza. ‘Si Dios no existe, todo está permitido’, escribió Jean Paul Sartre. Pero Dios existe; y, entonces, hay una distinción inconfundible entre el bien y el mal. No todo está permitido. A ese Dios, que creó todas las cosas, y que al contemplarlas vio que eran muy buenas, le dirigimos, como en todas las fechas patrias esta plegaria del Tedeum. Es esta una confesión de fe en Dios, que es Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Es, también, una alabanza, una súplica de perdón, y una apelación a la misericordia divina. Podemos apelar a ella porque tenemos esperanza».
Esta es una síntesis de las palabras de Mons. Aguer. Próximamente, publicaremos el texto completo y oficial de las mismas.
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