Mons. Aguer ordenó un Diácono, en camino al Sacerdocio.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, ordenó Diácono (en camino al Sacerdocio), en la Iglesia del Seminario, a Juan Luis Lucero, de 26 años; quien se formó durante los últimos ocho años en el Seminario Mayor San José de La Plata. Nacido en Avellaneda el 19 de junio de 1989, fue bautizado en la parroquia Nuestra Señora de la Victoria, de La Plata, el 6 de abril de 1990.
Realizó sus estudios primarios y secundarios en el colegio San Francisco de Asís, de Villa Elisa, a cargo de los padres de Miles Christi. Y estudió en el Conservatorio Provincial de Música Gilardo Gilardi. Ingresó en el Seminario Mayor San José de La Plata, en 2008; y, durante su formación fue, durante cuatro años, Organista Mayor; e integrante del Coro y la Polifónica.
Durante su primer año de Teología realizó apostolado en el Hospital de Niños Sor María Ludovica. Y, desde el segundo año, hace lo propio en la parroquia Santa Ana, de José Hernández. Su lema de Ordenación es Sanguinis mei.
No mandones; servidores
En su homilía, titulada Con la mirada y las entrañas de Jesús, Mons. Aguer subrayó que «el poder que recibimos de Cristo los obispos, sucesores de los apóstoles, del cual hacemos participar a los presbíteros, y también -en su orden y grado- a los diáconos, no se lo recibe para mandonear, sino para servir; en el caso específico de Juan Luis, para diaconar».
Agregó que «no hay que olvidar este trasfondo elemental: aunque el diaconado sea una función dignísima en la organización ministerial de la Iglesia; los obispos y los sacerdotes también somos diáconos. Conviene que retengas esto, Juan Luis, aunque tu diaconado no será permanente sino transitorio, y breve. Estamos para ayudar al pueblo de Dios, para acompañarlo, alimentarlo, corregirlo -si es preciso- con la autoridad de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida. Por eso el Pontifical dice de los diáconos: que ejerzan su autoridad con sencillez».
Tras destacar cómo Jesús al ver a la multitud tuvo compasión (Mt 9, 36) dijo que «la razón por la cual se compadece, la desgracia de aquella gente, no era su ignorancia o sus vicios, sino la dispersión en que vivían por falta de pastores: porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. A gente así somos nosotros enviados -también los diáconos-. Aquellos eran pobres judíos, despreciados por la elite farisea; miremos nosotros a la mayoría de los bautizados de hoy, que viven como quieren, o como pueden, cada uno por su lado, sin experimentar, ni añorar, ni barruntar la maternidad de la Iglesia, la paternidad de Dios, la belleza de su gracia, la sabiduría de la cruz».
Lejos de la avaricia y la mezquindad
Dijo, a continuación, que «el segundo rasgo que deseo subrayar en el mismo texto evangélico se encuentra entre las instrucciones de Jesús a los Doce para la misión: ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente (Mt 10, 8). Nos impone el desinterés, el desprendimiento, nos alerta ante el posible vicio clerical de la avaricia o la mezquindad; nos exhorta a una pobreza magnánima y magnificiente, generosa.
«La gozosa gratuidad de nuestra diaconía puede ser un signo elocuente en nuestra sociedad mercantilizada, en la cual las relaciones cotidianas se deslizan hacia el toma y daca; será un estímulo para tanta gente buena comprobar que no escatimamos esfuerzos, que trabajamos de veras y con alegría repartiendo los mejores dones, la Palabra y las bendiciones de Dios. Sin pedir nada a cambio».
Mucha gente no cree en el celibato de los curas
Mons. Aguer puso de relieve, igualmente, que «una de las exhortaciones que el Pontifical dirige al diácono que va a ordenarse, reza: conserva el misterio de la fe con pureza de alma. La pureza tiene aquí un sentido integral, puede referirse a la transparencia, sin reservas ni disimulos, de la personalidad cristiana y diaconal, pero por asociación indica asimismo el compromiso que se adquiere al adoptar el celibato como modo de vida. La Iglesia lo considera signo de caridad pastoral, y a la vez un estímulo para practicarla; así podemos, al amar a Cristo con un corazón indiviso, recordar a todos la primacía absoluta del amor a Dios -el primer mandamiento-, mostrarles que solo Dios basta».
Recordó, en tal sentido, que «Pío XI llamaba al celibato perla brillantísima del sacerdocio católico (Enc. Ad catholici sacerdotii fastigium, 1935). En una época pansexualista como la nuestra es oportuno advertir que quien asume el celibato intenta, con la gracia de Dios, integrar su sexualidad plena e indudablemente varonil en el todo de una personalidad que se consagra virginalmente al Señor. De allí la libertad para el servicio y la peculiar fecundidad que debe brotar de él.
«Mucha gente no cree en el celibato de los curas, es decir, no cree que lo cumplan -es verdad que en algunos casos, desgraciadamente, tienen razón-; es una desconfianza que existió siempre, pero que hoy día parece exacerbada a causa de las tendencias culturales predominantes. Puede imponerse, sin embargo, poco a poco, discretamente, con la naturalidad propia de lo que es de veras auténtico, la imagen serena, alegre, normalísima del sacerdote célibe, que suscite admiración y estima, que ayude a los jóvenes a comprender rectamente el valor de la sexualidad y despierte, como buen instrumento de la Providencia, muchas vocaciones a la consagración virginal».
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