Mons. Aguer ordenó tres nuevos Sacerdotes.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, ordenó Sacerdotes, este sábado 6 de diciembre, memoria de San Nicolás de Bari, en la Catedral, a los padres Cristian Agüero, Jonatan Gusmerotti y Juan José Olivetto, que se formaron en el Seminario Mayor San José. Con ellos, el prelado platense lleva ordenados 42 Sacerdotes, desde el 8 de abril de 2000.
En su homilía, Mons. Aguer, dijo que esta elección y la consiguiente consagración, no son para quien las recibe y, por tanto, no deben ser vividas, ejercidas, con un sentimiento y una actitud de ‘autorreferencialidad’ -estoy usando un sustantivo que nuestro Papa Francisco ha puesto en circulación-; la gracia del Sacerdocio recibido es para los demás. Es para servir al pueblo de Dios.
Dijo, seguidamente, que en ‘Evangelii gaudium’, el Santo Padre se refiere a los evangelizadores, a los que llama ‘evangelizadores con Espíritu -con el Espíritu Santo-; los define así: ‘evangelizadores que oran y trabajan’ (E.G. 262)… Sé por experiencia propia y ajena que no es fácil desarrollar armoniosamente estas dos dimensiones en la vida sacerdotal. Podemos pensar que, en general, predomina una tendencia al activismo, cuando es la oración la que asegura la calidad sobrenatural de nuestro trabajo apostólico.
Sostuvo, asimismo, que la nueva evangelización, de la que hablamos a menudo y que es un propósito firme en la Iglesia de hoy, no debe convertirse en un eslogan, en una aspiración vaga y lejana, que no se realiza con verdad a través de un trabajo infatigable. Por lo tanto, oración y trabajo; trabajo y oración. (Ver texto completo de la homilía al final de la crónica).
Historias vocacionales
Los nuevos presbíteros platenses tienen entre 27 y 30 años. Y cuentan con historias vocacionales que, aunque diversas en algunos aspectos, tienen en común el apostolado intenso con niños y jóvenes.
El padre Cristian Agüero tiene 30 años. Nació el 4 de enero de 1984, en la ciudad de San Juan. Y entró al Seminario, en 2004. Previamente, en su provincia natal, tuvo una intensa experiencia misionera. Como Diácono, estuvo destinado en la parroquia Nuestra Señora de Fátima, de La Plata.
El padre Jonatán Gusmerotti tiene 28 años. Nació el 28 de julio de 1986, en La Plata, y entró al Seminario en 2007. Hizo sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San Vicente de Paúl, de La Plata, y en el Colegio Madre de la Divina Gracia, de Melchor Romero; donde ejerció un fecundo apostolado, como seminarista. En el Seminario tuvo a su cargo, durante varios años, la dirección del Coro; y realizó un intenso trabajo en la edición de dos CD de temas clásicos, con motivo de los 90 años de dicha casa de formación. Ambas obras merecieron elogios del director del Coro de la Diócesis de Roma, Mons. Marco Frisina. Dejó la dirección del Coro, tras sus nuevas responsabilidades, en manos del seminarista Santiago Alemán, de cuarto año de Filosofía; quien fue designado para esa tarea por el Rector del Seminario, padre Gabriel Delgado. Gusmerotti estuvo destinado, como Diácono, en la Catedral.
El padre Juan José Olivetto Fagni tiene 27 años. Nació el 14 de noviembre de 1987, en La Plata, y entró al Seminario en 2007. Hizo sus estudios en el Colegio Monseñor Alberti, de La Plata. Como Diácono realizó apostolado, los fines de semana, en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria – Santuario de María Rosa Mística, de La Plata.
Los padres Gusmerotti y Olivetto cumplieron toda su formación en el seminario platense. Y son los dos primeros presbíteros formados íntegramente bajo la conducción del actual Rector, padre Gabriel Delgado; quien asumió esas funciones en diciembre de 2006.
El siguiente es el texto completo y oficial de la homilía de Mons. Aguer:
La misión del sacerdote. La oración y el trabajo
Homilía en la ordenación de presbíteros. 6 de diciembre de 2014.
Iglesia Catedral.
La mañana de hoy es un tiempo de júbilo. Esta palabra, júbilo, no la usamos con frecuencia. Significa una alegría muy viva que se manifiesta con signos exteriores. San Agustín decía que se trata de un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón; en esos casos lo único que podemos hacer es cantar con júbilo. En los Salmos, la palabra hebrea correspondiente se traduce aclamar. Se aclama, en este sentido, sólo al Dios inefable. Así tenemos que cantar hoy los cánticos litúrgicos. Pero Agustín indica también que el corazón se alegra sin palabras; podríamos interpretarlo de otro modo: goza el corazón y calla. El silencio es señal de admiración, de asombro, de íntima gratitud.
Valga este prólogo para indicar la alegría, el entusiasmo de todos nosotros, que aquí congregados representamos a la Iglesia Platense. La ordenación de un sacerdote debe ser siempre un momento de gozo y de acción de gracias al Señor. Ese sentimiento se carga hoy de una triple intensidad por la ordenación de Cristian, Jonatan y Juan José. Recordemos, queridos hermanos, que los presbíteros, a través del sacerdocio de los obispos, unido a éste, participan del único sacerdocio de Cristo, a quien llamamos Sumo y Eterno Sacerdote. A Jesús lo llamamos así porque fue enviado y consagrado por el Padre para que mediante el anuncio del Evangelio, la ofrenda de su sacrificio en la cruz, y la gloria de su resurrección abriera el camino de la redención a todos los hombres, para conducirlos al cielo; de todos nosotros es el Buen Pastor. El obispo, con sus colaboradores los presbíteros, con los cuales está unido en el mismo ministerio, cumple el mismo servicio de Cristo, aquel que el mismo Cristo encomendó a los doce apóstoles para fundar la Iglesia y hacerla crecer, para que procure incansablemente la salvación del mundo.
El Pontifical Romano, con palabras semejantes a las que acabo de pronunciar quiere presentar, resumidamente, a los fieles que asisten al acontecimiento feliz y misterioso de la ordenación, la identidad del sacerdote y su misión en la Iglesia. Luego exhorta a los que van a ser ordenados: les recuerda que han recibido la gracia de la vocación y los compromete a vivirla en plenitud, respondiendo con la entrega de la vida al don precioso que el Señor les ha otorgado. Acontecimiento misterioso –dije– Cada uno podría asumir las palabras de San Juan Damasceno: Ahora, Señor, me has llamado por medio de tu obispo, al servicio de tus discípulos. Con qué designio hayas hecho tal cosa, yo lo ignoro; tú eres el único que lo sabes. Esta elección privilegiada y la consiguiente consagración que la confirma no son, en realidad, para quien las recibe y por tanto no deben ser vividas, ejercidas, con un sentimiento y una actitud de “autorreferencialidad” –estoy usando un sustantivo que nuestro Papa Francisco ha puesto en circulación–; la gracia del sacerdocio recibido es para los demás, para servir al pueblo de Dios. En cierta literatura del pasado se hablaba con encomio de la “altísima dignidad del sacerdocio”. Me parece que actualmente no podemos hablar así. Concedamos, con todo, que se trata de una altísima dignidad, pero que no nos enorgullece –humana y mundanamente hablando– no nos eleva sobre los demás fieles, sino que nos somete a ellos en cuanto nos debemos a su servicio. Sirviéndolos a ellos estamos sirviendo a Cristo (cf. Jn. 12, 26 s.). Hemos de ejercer nuestro oficio con humildad y mansedumbre: ministerio significa, etimológicamente, servicio, entrega, oficio del que sirve, sólo puede ser ejercido humildemente. Mansedumbre es suavidad, benignidad, dulzura en el trato y las costumbres; no es blandenguería, es decir, excesiva debilidad de fuerzas y ánimo. Al contrario, hace falta una férrea fortaleza para llegar a ser y mantenerse apacible, sosegado, tranquilo. Dicho todo esto con palabras bíblicas, recordemos lo que escuchamos en la segunda lectura, la recomendación que Pedro hacía, hace, a los presbíteros: apacienten el Rebaño de Dios que les ha sido confiado: velen por él, no forzada sino espontáneamente, como lo quiere Dios; no por un interés mezquino, sino con abnegación; no pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados, siendo de corazón ejemplo para el Rebaño (1 Pe. 5, 2-3).
Queridos hijos Cristian, Jonatan y Juan José: quisiera decirles ahora muchas cosas, pero alargaría pesadamente esta alocución. Por otra parte ya me han escuchado hasta la saciedad durante el período de formación. Saben muy bien lo que la Iglesia quiere y espera de ustedes. Me limito a comentar una sencilla y a la vez profunda frase de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium. El Santo Padre se refiere a los evangelizadores, a los que llama evangelizadores con Espíritu –con el Espíritu Santo–; los define así: evangelizadores que oran y trabajan (EG. 262). Resuena en estas palabras el ora et labora de la tradición benedictina: Hay que rezar mucho y trabajar mucho. Sé por experiencia propia y ajena que no es fácil desarrollar armoniosamente esas dos dimensiones en la vida sacerdotal. Podemos pensar que en general predomina una tendencia al activismo, cuando es la oración la que asegura la calidad sobrenatural de nuestro trabajo apostólico. Su fecundidad, sus frutos, no dependen prioritariamente de nuestros planes, proyectos y elucubraciones pastorales –aunque estos recursos sean útiles y quizá no deban faltar –sino ante todo de la acción de la gracia, que debemos suplicar de rodillas ante el sagrario, en diálogo de amor con Jesús que nos ha llamado amigos (Jn. 15, 15). No dejen nunca, además de la Eucaristía diaria y la Liturgia de las Horas, esa expansión íntima, a la vez personalísima y eclesial ante el Señor, con Él.
Hay que trabajar mucho, decía. Sin contradicción con el empeño orante, porque la oración debe buscarse con vehemencia. Tomen como modelo el apóstol Pablo, que escribía a los corintios: de buena gana me gastaré y me desgastaré por ustedes (2 Cor. 12, 15). Esta entrega al trabajo debe hacerse –como escuchábamos en la Carta de San Pedro– no forzada sino espontáneamente, como algo que sale con toda naturalidad de nosotros y que se hace con gusto, con alegría, con generosidad y audacia, con vida contagiosa, con amor hasta el fin (cf. Evangelio gaudium, 261). Esta actitud laboriosa no tiene que excluir el necesario descanso, la expansión y el cultivo de las amistades. Pero yo me pregunto a mí mismo y les propongo a mis queridos hermanos presbíteros se pregunten si trabajamos lo bastante, lo necesario. La nueva evangelización, de la que hablamos a menudo y que es un propósito firme en la Iglesia de hoy, no debe convertirse en un eslogan, en una aspiración vaga y lejana, que no se realiza con verdad a través de un trabajo infatigable. Por lo tanto, oración y trabajo; trabajo y oración. Decídanlo ahora, con las promesas que harán enseguida y pídanle hoy al Señor que puedan ponerlas por obra toda la vida.
Queridos hijos: ahora les impondré las manos e invocaré al Espíritu Santo el carisma apostólico. ¡Qué misterio admirable se realizará en ustedes por mi gesto y para transmitirles mi palabra! Lo haré con emoción, con afecto por ustedes, con esperanza y alegría. La Virgen Santísima nos acompaña. Sintamos su presencia maternal, como si estuviéramos en el Cenáculo con ella cuando el Espíritu del Padre y del Hijo descendió sobre la Iglesia que nacía. María es la Madre de la Iglesia, y siendo la Madre del Sumo Sacerdote es especialmente la Madre de todos los sacerdotes. Los encomendamos a ella para que los cuide siempre, de modo que ustedes sean honor y alegría de la Iglesia.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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