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Mons. Aguer: «¿No merecen una piedad especialísima los “perejiles” cuando con tanta facilidad zafan los mafiosos?»

Mons. Aguer a concluir los Ejercicios Espirituales con el clero platense.

Mons. Aguer al concluir los Ejercicios Espirituales con el clero platense (8-4-16).

 

     El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, envió un mensaje a la gobernadora de Buenos Aires, Lic. María Eugenia Vidal, y al ministro de Justicia provincial, Dr. Carlos Mahiques, para ser leído en el inicio del ciclo lectivo del Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense. Aborda allí aspectos vinculados con la justicia, la misericordia, la conversión, y las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia sobre las condiciones de los presos.

     Preguntó, igualmente, «¿Cómo se puede evitar, por ejemplo, que tantos adolescentes y jóvenes se inicien en el delito si no se pudo sanar antes la orfandad que vivieron en sus familias destruidas, o inexistentes, que no merecen el nombre de familia porque no se fundan en el matrimonio, sino en un rejunte provisorio, aunque esté hoy legalizado? ¿Si no han visto trabajar a su padre –decentemente, claro- o no saben quién es? ¿Si la marginación los empujó temprano a ser pequeñas “mulas”, y de paso drogones? ¿No merecen una piedad especialísima los “perejiles” cuando con tanta facilidad zafan los mafiosos?».

     Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

Mensaje en el inicio del ciclo lectivo del Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense

A la Señora Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires

Lic. María Eugenia VIDAL

Al Señor Ministro de Justicia

Dr. Carlos MAHIQUES

            Imposibilitado de asistir, por estar dirigiendo los Ejercicios Espirituales a los Sacerdotes de la Arquidiócesis, por medio de estas líneas quiero hacerme presente en la inauguración del ciclo lectivo del Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense. Saludo asimismo a las demás autoridades y a todos los presentes.

            Me permito algunas reflexiones, que expongo con sinceridad y propósito de colaboración. No se puede ocultar la situación penosa que se vive en las cárceles de la Provincia. Me refiero no sólo a las carencias materiales –propias de una “Provincia quebrada”, como reiteradamente lo ha afirmado la Señora Gobernadora –sino también a las de orden cultural y espiritual, es decir, a la falta de humanidad plena, todo lo cual, si pudiera ser superado, haría de los lugares de detención además de sitios donde según justicia se asumen con la pena las consecuencias del delito, ámbitos propicios para la recuperación, la reeducación de los internos para la vida de la sociedad y la reinserción en ella. En términos cristianos eso se llama metánoia, conversión. En realidad, Penitenciario viene de penitencia, que es un sinónimo, a través del latín, de metánoia. Según estas coincidencias significativas, el Servicio Penitenciario tendría que concebirse como Servicio para la plena recuperación humana de los detenidos.

            Esa finalidad implica, por cierto, seriedad, severidad incluso, y quizá algunas veces el rigor que consientan las leyes. Pero ¿Cómo podrá sanarse la violencia anclada en el ánimo de tantos presos si la principal respuesta fuera una violencia mayor? ¿A qué humanización podría aspirarse mediante la indiferencia o el desprecio, las “amistades” cómplices o el entrevero en una trama de corrupción? ¿Sería excesivo, o utópico, pretender que al Servicio Penitenciario lo inspirase el amor? No el sentimental, sino la voluntad recta de hacer el bien, con el esfuerzo de comprender y perdonar, de ponerse en el lugar del otro. El cumplimiento exacto del oficio de un agente penitenciario es también compatible con la misericordia.

            Diariamente se cometen crímenes atroces, que indignan justamente a la población; se explica entonces que lo que acabo de decir no pueda ser recibido con gusto por muchos. Pero no se trata de gusto, sino de razón. La justicia no puede confundirse con la venganza, porque consiste ante todo en la verdad. El Servicio Penitenciario interviene cuando ya todo ha ocurrido: la comisión del delito, el debate sobre su calificación, el fallo de los jueces con la correspondiente imposición de la pena. No le es posible a esta necesaria función del Estado, ni es de su competencia, remover las causales, revertir la decadencia social, cultural y moral en la que el delito despunta como una amarga prueba de las potencialidades de la maldad humana. ¿Cómo se puede evitar, por ejemplo, que tantos adolescentes y jóvenes se inicien en el delito si no se pudo sanar antes la orfandad que vivieron en sus familias destruidas, o inexistentes, que no merecen el nombre de familia porque no se fundan en el matrimonio, sino en un rejunte provisorio, aunque esté hoy legalizado? ¿Si no han visto trabajar a su padre –decentemente, claro- o no saben quién es? ¿Si la marginación los empujó temprano a ser pequeñas “mulas”, y de paso drogones? ¿No merecen una piedad especialísima los “perejiles” cuando con tanta facilidad zafan los mafiosos? En mi opinión, estas causales, y muchísimas más, podrían ser sopesadas espontáneamente por los agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense al ejercer su función necesaria y nobilísima. Ellos podrían, pueden, ser preparados para hacerlo. Ojalá lo sean.

            A la Iglesia Católica se le otorga una posibilidad de presencia en las cárceles de la Provincia, que entraña una enorme responsabilidad. Nuestros capellanes no son presos que acaban siendo pastores o se denominan tales. Están preparados, como sacerdotes de Cristo, para atender espiritualmente, con la Palabra de Dios y los Sacramentos, a los internos de las instituciones carcelarias, de los cuales muchos, por el bautismo son miembros de la Iglesia, a los cuales se debe proponer la conversión como un retorno a la inocencia bautismal. Muchos otros pueden recibir el llamado a ser cristianos, prepararse mediante una catequesis que los lleve a la iniciación como discípulos de Jesús, que se cumple en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Son estas realidades profundamente personales, bien distintas de la agitación superficial y barullera. Nuestros capellanes sólo necesitan plena libertad de acción, y deben trabajar en serio, por el Reino de Dios y no por un sueldo. En cuanto a los que pertenecen a la Arquidiócesis de La Plata, jamás aceptaré que sean “semiñoquis” o “chantas”. Si por desgracia hubiere alguno que lo es, pido a las autoridades que sea despedido inmediatamente. El Capellán Mayor debe velar, en mi nombre, para que todos ellos trabajen arduamente en este campo pastoral difícil y a la vez privilegiado.

            En el Juicio Final, Jesús se acordará especialmente, para recibirlos en la vida eterna, de los que lo visitaron a Él en la cárcel: estuve preso y me vinieron a ver. Ante el estupor de los así premiados, el Señor subrayará lo dicho: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt. 25, 36.40). ¡Los presos, pequeños hermanos de Jesús! Ustedes, queridos amigos, agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense, tendrían que pensar en esas palabras de Jesús para cumplir en plenitud con lo que reclama su oficio, pero para hacerlo realmente, humanamente, cristianamente bien.

            Que el Señor bendiga a todos los presentes.

            + Héctor Aguer.

Arzobispo de La Plata. Miembro de Número de la Academia Nacional de  Ciencias Morales y Políticas.           

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