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Mons. Aguer llamó a un patriotismo «sin euforia desbordada ni malhumor deprimente».

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, llamó a un patriotismo «sin euforia desbordada ni malhumor deprimente… pues pueden inspirar la imprudencia y la insensatez». Durante la homilía en la Misa de acción de gracias por el 198º aniversario de la Independencia, celebrada en la Catedral, el prelado recordó, asimismo, que «al criticar el individualismo imperante en estos tiempos, el Papa Francisco enseña que una cultura en la cual cada uno quiere ser portador de una verdad subjetiva vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales (Evangelii gaudium, 61)»
Aclaró, en ese sentido, que «este defecto determina el relativismo religioso y ético, se vincula con ideales egoístas y con una especie de globalización de la indiferencia, que acrecienta las desigualdades sociales y expulsa muchos ciudadanos al desierto de la exclusión… Aun en el paganismo -subrayó-, la organización política incluia la dimensión religiosa. Por otra parte, la experiencia demuestra a qué grado de deshumanización han llegado los regímenes ateos».
Este es el texto completo y oficial de su predicación:

Las virtudes del patriotismo
y la primacía de Dios

Homilía en la conmemoración de la Independencia Nacional.
Iglesia Catedral, 9 de julio de 2014.

La celebración anual de nuestra independencia invita a evocar los acontecimientos fundantes de la nacionalidad argentina, aunque no se deba olvidar la tradición cultural de occidente que nos llegó a través de España, a pesar de la situación colonial. Un legítimo sentimiento patriótico debe insinuarse sinceramente en el corazón. En estos días un patriotismo fervoroso parece haberse generalizado; es más bien futbolístico, pero patriotismo al fin. Veremos cuál es el resultado, no sólo el éxito final o el fracaso de la selección argentina, sino las consecuencias que se han de generar, en una u otra eventualidad, y que pueden influir en el ánimo de la población y aun en el campo social y político. Ni la euforia desbordada ni el malhumor deprimente son buenos consejeros: pueden inspirar la imprudencia, la insensatez. Esperemos que ocurra lo mejor.

El patriotismo es amor a la patria e implica procurar todo su bien. Se trata de una virtud, algo bien distinto, por su arraigo en lo profundo de la persona, del alarde superficial del patriotero. En la antigua Grecia se hablaba del civismo, del celo propio del ciudadano por las instituciones y por la pólis, por el conjunto de la sociedad. Aristóteles, por ejemplo, ofrecía esta comparación: los miembros de la ciudad se parecen a los marineros de una nave, en la que todos tienen habilidades y funciones diferentes, pero todos concurren a un fin común: que el barco no se hunda y que llegue a puerto. También los ciudadanos poseen capacidades diferentes y ejercen de modo diverso su contribución al bien común. La virtud del ciudadano, en cuanto tal, no puede ser una y absoluta; se puede ejercer la ciudadanía en funciones diversas, que no sólo colmen sus aspiraciones personales, sino que se integren en la búsqueda del bien de la sociedad a la que pertenecen y de la cual se reconocen miembros.

Esta referencia a la filosofía política no es inoportuna sino actualísima. El Papa Francisco critica el individualismo imperante en estos términos: reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales (Evangelii gaudium, 61). Este defecto determina el relativismo religioso y ético, se vincula con ideales egoístas y con una especie de globalización de la indiferencia que acrecienta las desigualdades sociales y expulsa a muchos ciudadanos al desierto de la exclusión.

En la primera lectura de la liturgia de la Palabra hemos escuchado a San Pablo que exhortaba a su discípulo Timoteo –y en él a todos nosotros, los cristianos de hoy día– a practicar la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad (1 Tim. 6, 11). Son virtudes que deben enaltecer la personalidad cristiana, pero que también pueden exigirse al buen ciudadano, al patriota de veras; son virtudes propias del hombre de bien. En este punto nos separamos parcialmente de Aristóteles, que distinguía cuidadosamente en el tercer libro de su Política las virtudes humanas en absoluto, que hacen de alguien un hombre de bien, de las que son específicamente propias del buen ciudadano. Según este criterio, al que hay que reconocer un agudo realismo, es imposible que la pólis, el Estado, cuente entre sus miembros sólo hombres de bien; pero todos deben contar con virtudes cívicas, al menos en la república perfecta, a la que se debe aspirar. Nuestro reparo podría exponerse así: es verdad que un pueblo puede estar constituido por buena gente, pero que no son buenos ciudadanos, porque omiten la participación que le corresponde en la marcha y la suerte del país, porque votan irreflexiblemente, arrastrados por la propaganda partidaria, o porque se prenden a un resto de esperanza, la que les promete el clientelismo reinante. Pero si se quiere avanzar hacia la perfección del régimen político y al bien plenario de la sociedad, no pueden faltar las virtudes que recomendaba el Apóstol: la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad; éstas no pueden requerirse únicamente para la vida privada. Parecen una base indispensable para que las funciones públicas –las de un simple ciudadano– puedan cumplirse razonable y eficazmente.

En el caso de quienes desempeñan cargos de autoridad, los gobernantes, y en general la “clase política”, como se la llama, aquella distinción aristotélica se torna extraña y peligrosa. ¿Podrían ser malas personas y buenos gobernantes? ¿Sería posible que sin ser gente de bien cumplan escrupulosamente las funciones que se les ha confiado? Quizá nosotros conocemos algún caso representativo, por ejemplo, alguien que lleva una vida privada éticamente desordenada pero tiene las habilidades necesarias para conducir el gobierno logrando ciertos resultados ponderables. Sin embargo, es dudoso que un hombre público –no hago exclusiones de género– pueda ser un buen gobernante y promover exitosamente el bien común, con todo lo que ello significa, sin honradez, es decir rectitud de ánimo e integridad en el obrar. Lo infausto, lo trágico para un país se verifica cuando los gobernantes carecen de virtudes humanas y tampoco tienen condiciones políticas específicas: son improvisados, su inteligencia está absorbida por teorías estrafalarias y no aciertan en la elección de sus colaboradores. Francisco, en la Exhortación Apostólica antes citada, se refiere ampliamente a los problemas que en la actualidad se plantean en la economía de predominio financiero y sus nefastas consecuencias, las que sufren más que nadie los pobres y los excluidos. No olvida mencionar ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de sus gobernantes (ib. 60). Nosotros, cristianos, hemos de procurar cumplir dignamente con nuestros deberes cívicos –en toda su amplitud– y debemos rezar por los gobernantes y por todos aquellos que desempeñan funciones públicas. Es éste un rasgo de nuestro patriotismo.

El Evangelio de San Mateo (22, 15-21) nos presenta una escena conocida, que ocurrió en los últimos días de la vida de Jesús, después de su entrada triunfal en Jerusalén. Los fariseos le tendieron una trampa al pedirle que se pronunciara sobre la licitud del impuesto que exigía el poder romano. El denario, con el que los judíos cumplían la obligación tributaria, llevaba símbolos políticos y religiosos: la leyenda mencionaba a Tiberio como César y pontífice máximo, identificando los dos poderes. La respuesta de Jesús no ignora lo que corresponde al César, que los mismos fariseos reconocían al poseer la moneda y pagar el tributo. Pero subraya la soberanía de Dios. Según la tradición bíblica a Dios pertenece cuanto existe, también los humanos, los reinos y los emperadores. La soberanía de Dios se extiende a todos los ámbitos de la vida humana. Numerosos pasajes del Antiguo Testamento, especialmente en los profetas y en los salmos, remarcan esa realidad, de la que se sigue el deber de reconocimiento y alabanza. Baste citar las bellas expresiones del Salmo 148, que despliega una alabanza universal enumerando los seres de toda la creación, e incluyendo los reyes de la tierra y todas las naciones, los príncipes y los gobernantes de la tierra (Sal. 148, 11). Hago otra referencia a la filosofía antigua: la república platónica se orientaba hacia el centro divino. Aun en el paganismo la organización política incluía la dimensión religiosa. Por otra parte, la experiencia histórica demuestra a qué grado de deshumanización han llegado los regímenes ateos. No puede procurarse seriamente y con fruto la promoción humana prescindiendo de Dios; sólo resulta de esa prescindencia el vacío existencial, la adoración de lo efímero y la ruina de la civilización por el olvido de un humanismo auténtico e integral. Esta comprobación puede aplicarse a toda organización política, a la vida de toda ciudad. Lo reconoce el prólogo de nuestra Constitución, donde se invoca para dictarla la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia. Como dice el Evangelio: a Dios lo que es de Dios.

El Papa Francisco señala para nosotros, católicos que no desconocemos la realidad del mundo de hoy: se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades(Evangelii gaudium, 74).

Nuestro compromiso con la evangelización, por el cual desde la mirada de Dios nos extendemos también a trabajar por el bien integral del hombre, es una indiscutible profesión de patriotismo.

+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata

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