Mons. Aguer le pidió al padre Lucero Moreno ser «un cura de veras».
Ampliamos, seguidamente, el informe sobre la Ordenación Sacerdotal del padre Juan Luis Lucero Moreno; que publicáramos el propio sábado 16 de abril. En este caso, ofrecemos la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la que le pidió ser «un cura de veras».
Este es el texto completo y oficial del mensaje:
Sé un cura de veras
Homilía en la Misa de la ordenación sacerdotal de Juan Luis Lucero
Parroquia Santa María Magdalena, de Magdalena, Ciudad de la Misericordia
16 de abril de 2016
La alegría de la Iglesia por la resurrección de Jesús se expresa en el aleluya que estalla en la Vigilia Pascual, el gozo se concentra en ese Domingo que es el más importante del año y se extiende luego en la Octava -como se llama litúrgicamente la semana que le sigue- y aún en varias semanas más, que constituyen el Tiempo Pascual, hasta la solemnidad de Pentecostés. En este período del año, a través de las lecturas bíblicas, las oraciones, los cánticos y otros signos -como el gran cirio encendido junto al altar- la Iglesia quiere darnos a entender y a sentir que Jesús está vivo; que él es personalmente Dios, Hijo del Eterno Padre, y un único Dios con el Padre y el Espíritu Santo. Nos enseña que en su humanidad santísima resucitada, Cristo es el Viviente, el Hombre nuevo, fuente de vida divina para nosotros y Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. En estas palabras se exprime y manifiesta el misterio central de nuestra fe.
En este tiempo se lee asiduamente el libro de los Hechos de los Apóstoles, continuación del Evangelio según San Lucas, en el que se describe el nacimiento y el crecimiento de la Iglesia, fruto de la muerte y resurrección del Señor y de la efusión pentecostal del Espíritu. Hace un ratito hemos escuchado una bella síntesis: La Iglesia… se iba consolidando, vivía en el temor del Señor, y crecía en número, asistida por el Espíritu Santo (Hech. 9,31). Se advierte en estos datos que la Iglesia no es un invento humano, algo que construímos nosotros, sino obra de Dios, y que corresponde, por lo tanto, que viva en el temor del Señor, es decir, en el espíritu de adoración, reconociendo con humildad y alegría que Cristo Resucitado es su Vida y que el Espíritu Santo la acompaña siempre con su iluminación, con su consolación y con su fuerza. Esta realidad sobrenatural se cumple en la Iglesia entera -en la Katholiké- a pesar incluso de los posibles errores y pecados de sus dirigentes, y esa misma realidad puede y debe cumplirse en cada una de sus comunidades, ¡de sus parroquias! por ejemplo; también en ésta de Magdalena; más todavía, puede y debe cumplirse en cada uno de los católicos, varones y mujeres, en la medida en que se den cuenta de lo que son en cuanto tales, en cuanto miembros y contemporáneos de Cristo, llenos de admiración y agradecimiento. Esto se llama identidad, es el DNI nuestro, registrado en la Nación de la eternidad.
El pasaje del Evangelio que se ha proclamado recoge las reacciones de muchos discípulos de Jesús ante el “discurso del Pan de Vida”, que el Señor pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm (cf.Jn.6,60-69): no creyeron, se escandalizaron, murmuraban, se alejaron de él. No pudieron aceptar que para tener Vida, Vida eterna, es preciso comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre; en esto también se juega, se arriesga, se aventura la identidad del cristiano. No se trata de una cuestión piadosa, circunstancial, porque la Eucaristía es el centro mismo de nuestra fe, la actualidad permanente de la Encarnación y la Pascua, es decir, de la Redención. Hoy nosotros nos adueñamos del impulso de Pedro y de su espontánea confesión de fe: Señor, ¿ a quienes iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios (Jn. 6,68-69). ¡Qué alegría poder decirlo, poder decírselo a Jesús, con modestia, porque valemos muy poco, pero con plena y serena convicción, porque lo dice en nosotros, en nuestro corazón y en nuestros labios el Espíritu Santo!
La Palabra de Dios nos ha ofrecido el ámbito espiritual propicio para que ahora, mediante los antiquísimos signos de la imposición de manos y la plegaria de consagración yo asocie a Juan Luis al ministerio apostólico en el grado de presbítero. Hablo de ministerio apostólico porque sus funciones, como colaborador del obispo, están dirigidas a participar misteriosamente de la edificación de la Iglesia y de la extensión del Reino de Dios en el mundo. El Pontifical Romano indica que en este momento, ustedes, queridos hermanos, tienen que considerar atentamente la función, el oficio, el trabajo que él va desempeñar en la Iglesia. Pienso que los fieles, aunque no sean teólogos- y no tienen por qué serlo –y saben muy bien de qué se trata. Saben qué es, quién es un sacerdote. La misión que Juan Luis debe empeñarse en cumplir se engarza, a través de la misión del obispo, sucesor de los Apóstoles, y a través de la misión de los mismos Apóstoles, con la misión de Cristo, la que el Padre le encomendó y por la cual vino al mundo. La Iglesia nos enseña que Juan Luis hará las veces de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. ¡Hacer las veces de Cristo, nada menos! Las tres funciones son claramente definidas y de suyo inseparables. En primer lugar -en cierto modo- anunciar el Evangelio, transmitir la doctrina de la fe según la Gran Tradición de la Iglesia, educar a los hombres en el conocimiento de Dios, procurar que la gente de Magdalena, todo este pueblo llegue a ser discípulo de Jesús. (Como ven, estoy anticipando que se quedará aquí para ayudar al Padre Alfredo). Ser sacerdote: en realidad, este nombre lo dice todo, porque su poder de santificar, de comunicar la gracia por medio de los sacramentos, será la función central, la que ningún otro sino solo el sacerdote puede desempeñar. Hace algunas décadas, cincuenta o sesenta años atrás, algunos destacados teólogos comenzaron a criticar lo que ellos consideraban una reducción, una concentración indebida de la actividad del sacerdote a la función cultual; el presbítero no debería ser considerado principalmente el hombre del altar y del confesionario. Oponían el culto a la evangelización; si bien no carecerían de cierto grado de razón, se notaba en este punto un influjo sobre aquellos estudiosos de la visión protestante del ministro de la Iglesia.
Lo mismo podría decirse acerca de otra parcialización bien actual, una cierta inflación del ministerio pastoral del sacerdote, que se verifica sobre todo si se comprende mal su papel de jefe y servidor del pueblo de Dios, función que consiste sin más en llevar a los hombres a Cristo para plasmar, bajo la acción del Espíritu Santo, una comunidad cristiana. No es otra cosa, no es un tipo de dirigencia como la que pueden desempeñar los laicos, funciones sociales o políticas. La ideologización y politización del clero ha causado daños enormes a la Iglesia, y a la Argentina en los duros años 70. Todavía algún desubicado queda. A los laicos les corresponde actuar inspirados en su fe cristiana para que las realidades temporales, deformadas por la soberbia, el egoísmo, la codicia, el amor al poder y al dinero, se ordenen según el designio del Creador, justo y misericordioso. Mañana, cuarto domingo de Pascua es llamado Domingo del Buen Pastor, porque se lee un trozo del capítulo 10 del Evangelio de San Juan en el que Jesús dice: mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen; yo les doy Vida eterna (Jn. 10,27-30). Me permito una digresión. El texto griego original de la afirmación de Jesús, que se presenta como Pastor auténtico, el verdaderamente tal (Jn.10,11) dice kalós; no bueno, que sería agathós; kalós significa bello , noble, honesto, honorable, glorioso, perfecto -es decir, el que cumple cabalmente con todas las condiciones de pastor- incluso significa corajudo, valiente, capaz de dar la vida para defender a su rebaño de los lobos. Entonces, por Buen Pastor no hay que entender buenito, ni buenazo; algunas imágenes, figuritas o estampitas romanticonas muy difundidas despistan en cuanto el porte del pastor verdadero. Habría que pensar, si de figuras se trata, en el Cura de Ars y en el Cura Brochero, tan distintos y a la vez idénticos: curas de veras. Eso mismo esperamos de vos, Juan Luis: que seas un cura de veras.
El centro de la triple función, Maestro, Sacerdote y Pastor es la Eucaristía, la celebración de la Misa. Un gran teólogo, dominico, Jean-Hervé Nicolas, en un libro suyo prologado por el entonces Cardenal Ratzinger, escribía: En ese todo –que puede llamarse “anuncio del Evangelio”- el sacrificio eucarístico es el núcleo, el centro, como que es el acto central, esencial de la vida de la Iglesia terrestre, aquel al cual todos los otros conducen, en el cual encuentran su cumplimiento y al mismo tiempo del cual todos ellos emanan. Es, continuaba diciendo, en el orden del ya, el cumplimiento, la consumación, la realización plena, y en el orden del todavía no, el principio inspirador del anuncio de Evangelio bajo todas las formas, extremadamente variadas, que pueda asumir.
El Pontifical indica asimismo, que debo exhortarte a vos, querido Juan Luis. Resumo esa alocución -que no voy a leer ahora- en una sola frase del texto: Con permanente alegría y verdadera caridad continúa la misión de Cristo Sacerdote, no buscando tus intereses sino los de Jesucristo. Me consta que te has venido preparando cuidadosamente para este día. Además, me has escuchado durante años hablar de estas cosas, de la misión sacerdotal en el hoy de la Iglesia y del mundo. ¿Qué más puedo decirte? Que vivas de corazón unido a Jesús, que la quieras mucho a la Virgen María y te ampares siempre en ella; que en el ejercicio de tu ministerio te inspires en el silencio y en el trabajo de San José. Que te deslomes trabajando y estés muy cerca de los que sufren en el cuerpo y en el alma; que a los que no conocen ni aman al Señor los conquiste tu pureza e integridad de vida, tu sencillez y tu afecto por ellos, que a través de tus gestos de respeto y cariño puedan vislumbran la paternidad de Dios. No te hagas el mandón, no busques honores, rezá mucho, fervorosamente, por la salvación de todos, y que los pobres, predilectos de Jesús, sean también tus predilectos. No tengas miedo nunca, no te achiques aunque las dificultades pastorales lleguen a abrumarte alguna vez. Te estoy pidiendo que seas lo que yo todavía no he llegado a ser, y que hagas lo que yo, aunque lo intento no logro del todo hacer. Te lo pide no este viejo obispo, ya gastado, sino el Señor, porque estoy seguro de que es eso lo que él quiere de vos; por eso puedo atreverme a decírtelo, con la esperanza de que no lo olvides nunca. Otra vez: sé un cura de veras.
Como ya lo anuncié, te quedarás aquí en Magdalena, en la más antigua de nuestras parroquias, en esta ciudad que lleva ahora el título de la Misericordia por la feliz ocurrencia del querido Padre Angel D´Auro. Hay muchas cosas por hacer, por ejemplo, movilizar a esta comunidad para una misión permanente, casa por casa; intentar que los chicos que concluyen la catequesis se integren, ellos y sus familias, a la vida parroquial. El colegio, que con tanta generosidad nos dejaron las Hermanas Mercedarias, tiene que asumir el trabajoso desafío de educar en la fe a niños y adolescentes superando el influjo opresivo de una cultura deshumanizada. Muchas otras metas y oportunidades surgirán de la inspiración delicada del Espíritu Santo y de los ritmos que marque la Providencia del Padre.
Y ahora vayamos al grano, atendamos a aquello para lo cual nos hemos congregado hoy aquí y que vos, Juan Luis, aguardaste con discernimiento y deliberación durante tantos años. Que Santa María Magdalena interceda por nosotros.
Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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