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Mons. Aguer instituyó dos Acólitos y seis Lectores.

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, instituyó dos Acólitos y seis Lectores, en una Misa celebrada en la Catedral, el 18 de mayo, 94º aniversario del nacimiento de San Juan Pablo II. Concelebraron con el prelado platense, su Obispo auxiliar, Mons. Nicolás Baísi, y el rector del Seminario Mayor San José, padre Gabriel Delgado.

Los nuevos acólitos son Juan Luis Lucero, que cursa el tercer año de Teología, en el Seminario, y Juan Carlos Lombardi, que se prepara para el Diaconado permanente. Asimismo, fueron instituidos Lectores, Daniel Bonifacio Rossi, Julio Gutiérrez, Gonzalo Huarte, Luis Montesano, Carlos Reyes Toso y Carlos Rivero Cecenarro, que están cursando el primer año de Teología, en el Seminario; y que fueron admitidos como candidatos al prebiterado, por Mons. Aguer, el pasado 11 de mayo, Domingo del Buen Pastor.

A los nuevos Acólitos, el prelado platense les pidió que procuren «especialmente vivir de la gracia que brota del sacrificio del Señor… El Acolitado es una invitación a profundizar en el misterio de la presencia real del Señor, en el sacramento del altar, y a unirse más estrechamente a Jesucristo para ofrecerse con él, sumándose a su sacrificio, en cada misa… Crezcan en la caridad, y amen singularmente a los miembros más débiles y a los enfermos»
Por su parte, a los nuevos Lectores, les dijo que «la gracia del Lectorado conlleva una nueva exigencia de apertura del corazón, de meditación asidua, de gusto espiritual por la Palabra Divina. Piensen en esto, y comprométanse interiormente ahora que recibirán de mis manos el libro de la Sagrada Escritura».

Este es el texto completo de la Homilía de Mons. Aguer:

El camino de Jesús en los ministerios de la Iglesia

Homilía en la misa de institución de lectores y acólitos. Iglesia Catedral, 18 de mayo de 2014

La cincuentena pascual ha ido avanzando y se acerca a su culminación en las solemnidades de la Ascensión del Señor y Pentecostés. Estos cincuenta días representan un solo día en el que el sol no se oculta, porque ese sol es Cristo vivo. De este modo, cada año, la Iglesia celebra su resurrección, de la cual nosotros participamos profesando nuestra fe y acrecentando la gracia que nos conduce hacia la salvación.

Este domingo el Evangelio que se ha proclamado nos ofrece para meditar el discurso de despedida de Jesús, pronunciado en la última Cena. Nos propone el comienzo de ese bellísimo trecho del texto de San Juan. La despedida del Señor equivale a su testamento: contiene bendiciones y promesas, y una revelación que no se dirige solamente a los discípulos allí presentes que lo escucharon de viva voz, sino a los discípulos de todos los tiempos. Así recibimos esas palabras, así debemos oírlas, con la inteligencia y con el corazón, tanto cuando las recibimos en el templo como cuando las leemos en soledad, buscando la intimidad con el Señor que con aquellas palabras nos habla.

El fragmento incluído hoy en la liturgia se refiere especialmente a la fe en Jesús mediante el abandono creyente en Dios, es decir, apoyándonos firmemente en él. Nos habla de la meta y del camino. Jesús anuncia su partida: va a prepararnos un lugar en la casa del Padre. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn. 14, 6) dice el Señor. Yo soy es una fórmula de revelación en la que resuena el nombre de El que es, y por tanto contiene una declaración de divinidad. Este aspecto aparece con meridiana claridad cuando Jesús, respondiendo a un planteo de los judíos, asegura, en absoluto: desde antes que naciera Abraham, Yo Soy (Jn. 8, 58). En el pasaje que hoy meditamos la expresión va acompañada de tres predicados: el camino, la verdad y la vida. Los tres, y sobre todo en cuanto están relacionados entre sí, han sido explicados muy diversamente en la historia de la interpretación. Podría entenderse así, como una aclaración: Yo soy el camino, es decir, la verdad y la vida. Porque Jesús revela la verdad que nos lleva a la vida, por eso es el camino hacia nuestra meta, que está en el Padre. Él es la verdad porque nos revela la verdad que encamina a la vida; a quien recibe esa verdad con fe y se dispone a realizarla, le comunica la vida verdadera. La imagen fundamental es la del camino. Dios se ha hecho visible y palpable en Jesucristo, Dios y hombre verdadero; en él conocemos al Padre. Para llegar al Padre hace falta creer en el Hijo; en Jesucristo lo vemos al Padre por la fe, ya que están el uno en el otro, y el otro en el uno, en una inmanencia recíproca.

La verdad y la vida son el camino, es decir, Jesús, que es la Palabra hecha carne y en su humanidad resucitada es fuente de vida. Él nos promete que haremos las obras que él hace; en realidad Él las hace en nosotros. Los Padres de la iglesia han visto en esas obras –que Jesús llama aún mayores- la extensión del cristianismo y el don de la fe y la salvación que difunde el esfuerzo misionero de los discípulos, que se extiende hasta que el Señor retorne. La acción de los discípulos es acción de Cristo y de su Espíritu, como se manifiesta luminosamente en el acontecimiento de Pentecostés, en los hechos de los apóstoles, en la vida de la Iglesia, en las maravillas obradas por los santos.

En el clima elocuente desplegado en la liturgia de hoy se ubica con toda propiedad la transmisión de los ministerios del lectorado y el acolitado, en los que serán instituidos varios candidatos al presbiterado y uno destinado al diaconado permanente. En la primera lectura de esta misa (Hech. 6, 1-7) hemos visto que el ministerio de la Palabra es un oficio propiamente apostólico; un ministerio que los apóstoles no podían descuidar, y que tampoco podemos descuidar sus sucesores. El lectorado, instituido por la Iglesia, anticipa en quienes lo reciben su futura participación en aquel ministerio; podríamos decir que es una participación incipiente, que coadyuva a que la Palabra de Dios se difunda cada vez más.

El Pontifical Romano explica muy exactamente las funciones de los lectores, que enseguida confiaré a Gonzalo, Daniel, Luis, Julio y los dos Carlos, candidatos al presbiterado. El lector ayuda a cumplir la misión eclesial de anunciar el mensaje de Cristo a todos los hombres. Su oficio particular es la proclamación de la Palabra en la asamblea litúrgica, pero incluye el cargo propio del catequista, a saber: educar en la fe a niños y adultos, sobre todo para la digna recepción de los sacramentos. Habilita, además, en cierto modo, para la acción misionera, ya que según la instrucción del Pontifical le corresponde al lector anunciar la Buena Noticia a quienes la desconocen. Esto es lo que harán nuestros queridos seminaristas. Pero para poder ejercer eficazmente el ministerio tendrán antes que recibir ellos la Palabra que proclamarán y difundirán. Estoy seguro de que ya lo vienen haciendo; sin embargo, la gracia del lectorado conlleva una nueva exigencia de apertura del corazón, de meditación asidua, de gusto espiritual por la Palabra divina. Piensen en esto y comprométanse interiormente ahora que recibirán de mis manos el libro de la Sagrada Escritura. Descuento que también se interesarán por los comentarios de los Santos Padres y por la buena exégesis actual, que iluminará sus estudios teológicos. Concluyo mi exhortación a ustedes, queridos hijos, con un propósito y un consejo de San Agustín. El obispo de Hipona le decía al Señor: Tus palabras son más dulces que panal de miel; para poder gustar qué dulces son tus palabras, yo quiero hacer experiencia viviéndolas más que hablando de ellas. Y a nosotros nos sugiere: Cuando pongas tus ojos en las páginas de la Sagrada Escritura, levántalos a Dios, del cual te vendrá el auxilio que necesitas. Tus ojos en las páginas santas y tu corazón en Dios, a fin de que ambos se sacien.

Digamos algo ahora sobre el acolitado que recibirán Juan Luis, que se encamina hacia el sacerdocio y Juan Carlos, quien desde hace varios años se prepara al diaconado permanente. El ministerio del acólito ocupa también un lugar en la liturgia, pero se refiere a la mesa del Señor, a la Eucaristía; es una participación en el ministerio eucarístico de la Iglesia. Ha sido instituido como una ayuda inmediata para el presbítero y el diácono; en realidad, les corresponde ser ministros extraordinarios de la comunión, para distribuir el Cuerpo del Señor a los fieles y llevarlo a los enfermos. Pero son destinados a esa tarea, como también, cuando es necesario, a exponer al Santísimo Sacramento para la adoración, de una manera particular. A la bendición que hoy reciben nuestros dos hermanos va unido a un don que suscitará en ellos el compromiso de un crecimiento espiritual. La Iglesia lo formula en estos términos: procurarán especialmente vivir de la gracia que brota del sacrificio del Señor. Si éste es un ideal para todo católico, para los acólitos representa el espíritu del ministerio que reciben, como si dijéramos: les encomendamos esto. Es una invitación a profundizar en el misterio de la presencia real del Señor en el sacramento del altar y a unirse más estrechamente a Jesucristo para ofrecerse con él, sumándose a su sacrificio, en cada misa. Subrayo que el ministerio del acolitado es una realidad eclesial que por su naturaleza se refiere al Cuerpo místico de Cristo, al pueblo de Dios que es reunido y aglutinado por la caridad; por lo tanto reclama que quienes ofrecen este servicio crezcan en la caridad y amen singularmente a los miembros más débiles y a los enfermos. También en este caso termino la breve plática que dedico a los nuevos acólitos con una cita de San Agustín: Acércate a comer, tú que comes, y a beber, tú que bebes. Ten hambre, ten sed; come la vida, bebe la vida … así tendrás la vida, y la vida íntegra. Procura, pues, recibir espiritualmente ese pan celestial, llevando al altar un corazón inocente.

Una última palabra va dirigida a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas que nos acompañan. Son palabras del apóstol Pedro, que hemos escuchado en la segunda lectura: ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1 Pe. 2, 9). Esta expresión tan bella del Nuevo Testamento nos define a todos como miembros de la Iglesia, fruto del misterio pascual del Señor y depositarios de una misión de la que no podemos desertar. Hemos sido objeto de la misericordia de Dios, a quien debemos, ahora y en la eternidad, la respuesta de nuestro agradecido amor.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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