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Mons. Aguer insistió sobre el cuidado y la conversión de los presos.

Mons. Aguer, en un acto en la Legislatura bonaerense.

Mons. Aguer, en un acto en la Legislatura bonaerense.

 

En un artículo publicado en el diario «El Día», de la capital bonaerense, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, insistió en la necesidad de cuidar debidamente, y velar por la recuperación integral de los internos de las cárceles. La nota periodística se basa en el mensaje que el prelado enviara a la gobernadora de Buenos Aires, Lic. María Eugenia Vidal, y al ministro de Justicia provincial, Dr. Carlos Mahiques, para ser leído en el inicio del ciclo lectivo del Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense.

Este es el texto completo y oficial del trabajo:

 

 

Los presos: su cuidado y conversión

            El pasado martes 5 de abril se inició el ciclo lectivo en el Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense. Valiéndome de esta circunstancia, me permito algunas reflexiones, que expongo con sinceridad y propósito de colaboración. No se puede ocultar la situación penosa que se vive en las cárceles de la Provincia. Me refiero no sólo a las carencias materiales –propias de una “Provincia quebrada”, como reiteradamente lo ha afirmado la Señora Gobernadora –sino también a las de orden cultural y espiritual, es decir, a la falta de humanidad plena, todo lo cual, si pudiera ser superado, haría de los lugares de detención además de sitios donde según justicia se asumen con la pena las consecuencias del delito, ámbitos propicios para la recuperación, la reeducación de los internos para la vida de la sociedad y la reinserción en ella. En términos cristianos eso se llama metánoia, conversión. En realidad, Penitenciario viene de penitencia, que es un sinónimo, a través del latín, de metánoia. Según estas coincidencias significativas, el Servicio Penitenciario tendría que concebirse como Servicio para la plena recuperación humana de los detenidos. Algunos de los delitos por los cuales integran el penoso plantel de los encarcelados revelan, en sus autores, una decadencia de la humanidad a la animalidad; a la que es propia de los animales feroces.

Esa finalidad, la que corresponde a aquella función estatal, implica, por cierto, seriedad, severidad incluso, y quizá algunas veces el rigor que consientan las leyes. Pero ¿Cómo podrá sanarse la violencia anclada en el ánimo de tantos presos si la principal respuesta fuera una violencia mayor? ¿A qué humanización podría aspirarse mediante la indiferencia o el desprecio, las “amistades” cómplices o el entrevero en una trama de corrupción? ¿Sería excesivo, o utópico, pretender que al Servicio Penitenciario lo inspirase el amor? No el sentimental, sino la voluntad recta de hacer el bien, con el esfuerzo de comprender y perdonar, de ponerse en el lugar del otro. El cumplimiento exacto del oficio de un agente penitenciario es también compatible con la misericordia. Sin ella –lo explicó muy bien Tomás de Aquino – la justicia puede convertirse en crueldad.

Diariamente se cometen crímenes atroces, que indignan justamente a la población; se explica entonces que lo que acabo de decir no pueda ser recibido con gusto por muchos. Pero no se trata de gusto, sino de razón. La justicia no puede confundirse con la venganza, porque consiste ante todo en la verdad. El Servicio Penitenciario interviene cuando ya todo ha ocurrido: la comisión del delito, el debate sobre su calificación, el fallo de los jueces con la correspondiente imposición de la pena. No le es posible a esta necesaria función del Estado, ni es de su competencia, remover las causales, revertir la decadencia social, cultural y moral en la que el delito despunta como una amarga prueba de las potencialidades de la maldad humana. ¿Cómo se puede evitar, por ejemplo, que tantos adolescentes y jóvenes se inicien en el delito si no se pudo sanar antes la orfandad que vivieron en sus familias destruidas, o inexistentes, que no merecen el nombre de familia porque no se fundan en el matrimonio, sino en un rejunte provisorio, aunque esté hoy legalizado? ¿Si no han visto trabajar a su padre –decentemente, claro- o no saben quién es? ¿Si la marginación los empujó temprano a ser pequeñas “mulas”, y de paso drogones? ¿No merecen una piedad especialísima los “perejiles” cuando con tanta facilidad zafan los mafiosos? En estos días se ve activísimos a los jueces federales, dispuestos a llevar a los tribunales a grandes personajes de la “década ganada”, pero durante años miraron para otro lado. Entre tanto, sobre los “chorritos” de barrio se aplicaban, como correspondía, las leyes que penaban sus delitos. Para ellos no cabían distracciones. Hacían mucho daño, ciertamente, pero no “quebraron” a la Nación. En mi opinión, las causales que llevan a tantos jóvenes a delinquir, las que he mencionado y muchísimas más, podrían ser sopesadas espontáneamente por los agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense al ejercer su función necesaria y nobilísima. Ellos podrían, pueden, ser preparados para hacerlo. Ojalá lo sean.

A la Iglesia Católica se le otorga una posibilidad de presencia en las cárceles de la Provincia, que entraña una enorme responsabilidad. Nuestros capellanes no son presos que acaban siendo pastores o se denominan tales. Están preparados, como sacerdotes de Cristo, para atender espiritualmente, con la Palabra de Dios y los Sacramentos, a los internos de las instituciones carcelarias, de los cuales muchos por el bautismo son miembros de la Iglesia y a los cuales se debe proponer la conversión como un retorno a la inocencia bautismal. Muchos otros pueden recibir el llamado a ser cristianos, prepararse mediante una catequesis que los lleve a la iniciación como discípulos de Jesús que se cumple en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Son éstas realidades profundamente personales, bien distintas de la agitación superficial y barullera que reina en algunos pabellones. Nuestros capellanes sólo necesitan plena libertad de acción, y deben trabajar en serio, por el Reino de Dios y no por un sueldo. En cuanto a los que pertenecen a la Arquidiócesis de La Plata, jamás aceptaré que sean “semiñoquis” o “chantas”. Si por desgracia hubiere alguno que lo es, pido a las autoridades que sea despedido inmediatamente. El Capellán Mayor debe velar, en mi nombre, para que todos ellos trabajen arduamente en este campo pastoral difícil y a la vez privilegiado. En esta dolorosa periferia existencial.

En el Juicio Final, Jesús se acordará especialmente, para recibirlos en la vida eterna, de los que lo visitaron a Él en la cárcel: estuve preso y me vinieron a ver. Ante el estupor de los así premiados, el Señor subrayará lo dicho: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt. 25, 36.40). ¡Los presos, pequeños hermanos de Jesús! Los agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense tendrían que pensar en esas palabras de Jesús para cumplir en plenitud con lo que reclama su oficio, para hacerlo realmente, humanamente, cristianamente bien.

+ Héctor Aguer,

  Arzobispo de La Plata, Miembro de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

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