Mons. Aguer, en la Ordenación de Diáconos: “El Señor, la herencia que nos toca en suerte”.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, ordenó cinco nuevos diáconos, en camino al Sacerdocio. Se trata de Miguel Agustín Harriague Castex, Diego Alberto Hilbe, Manuel Ernesto Pereira, Sebastián Stelman y Juan Omar Valdez.
Todos ellos están cursando el cuarto año de Teología en el Seminario Mayor San José, de La Plata, y próximamente realizarán tareas pastorales en diversas parroquias de la arquidiócesis los fines de semana: Harriague Castex, en San José Obrero, de Berisso; Hilbe, en María Auxiliadora, de Abasto; Pereira, en Nuestra Señora de Fátima, en Altos de San Lorenzo (La Plata); Stelman, en la Vicaría San Martín de Porres (La Plata), y Valdez, en la Catedral. Como lema de Ordenación eligieron: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28).
Este es el texto completo de la Homilía del prelado platense:
El Señor, la herencia que nos toca en suerte
Homilía de la Misa de ordenación de diáconos.
Iglesia Catedral, 16 de marzo de 2013.
Acabo de elegir a estos cinco jóvenes para el orden del diaconado. La expresión del Pontifical, que todos ustedes me han oído pronunciar, no es una mera formalidad. Es verdad que ellos se venían preparando desde hace años en el seminario para el servicio de la Iglesia, para ser primero diáconos y luego presbíteros; fueron admitidos como candidatos y recibieron los ministerios de lector y de acólito. Esas etapas iban prefigurando y manifestando la elección, pero es ahora, en realidad, cuando son elegidos; ahora queda confirmada y se hace pública la elección con la que el Señor, por medio de la Iglesia, los ha elegido. Podemos aplicarles a ellos las palabras de Jesús que hemos escuchado: no son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes (Jn. 15, 16). Han sido elegidos y serán enseguida consagrados diáconos; como es sabido, este nombre significa servidor. Sin embargo, los servidores no son mantenidos a la distancia por el Señor, sino invitados a su intimidad y llamados amigos, hechos depositados de su confianza y de sus secretos. Los discípulos son servidores de Cristo y en cuanto tales participan de la misión del Maestro, que es el Siervo de Dios y se hizo servidor de todos; pero también son amigos, a los cuales Jesús les comunica el conocimiento del Padre. Sin el ejercicio de esa amistad no es posible cumplir fructuosamente la misión, porque ésta exige participar del amor y de la entrega del Señor, lo cual sólo puede hacerse en una continua y creciente intimidad con él.
En la plegaria de consagración, por la cual se transmite el ministerio diaconal, un grado no sacerdotal del sacramento del Orden, aparecen dos figuras bíblicas, diversamente relacionadas con la figura actual del diácono. La referencia histórica inmediata es la de aquellos siete varones de la comunidad de Jerusalén, acreditados ante el pueblo, a quienes los apóstoles eligieron como auxiliares suyos para confiarles el cuidado de los pobres; un oficio éste que se configuró muy pronto como una dimensión esencial de la comunidad cristiana y que recibió el nombre de diaconía. En la actualidad decimos todavía como algo obvio que Caritas no puede faltar en ninguna parroquia, porque si faltara la parroquia no correspondería plenamente a lo que la Iglesia es. Los diáconos, en la primitiva Iglesia asumieron otras funciones además de la asistencia a los necesitados, como se sabe por el caso de Felipe, que es llamado evangelista, y a quien el libro de los Hechos de los Apóstoles presenta predicando en diversos lugares. En el relato que escuchamos como segunda lectura se dice que al funcionario etíope le anunció la Buena Noticia de Jesús, y después lo bautizó (Hech. 8, 35.38). Como gesto complementario de la ordenación, el obispo entrega a los nuevos diáconos el Evangelio, y los declara mensajeros del mismo. Se les encomienda, por tanto, el bello y amplísimo ministerio de la evangelización, que culmina en el bautismo, primer rito sacramental de la iniciación cristiana.
La otra figura bíblica mencionada en la plegaria de ordenación es la de los levitas, de quienes se habla en varios libros del Antiguo Testamento. Este nombre,levita, según la etimología más probable, tiene que ver con la idea de prestar, de dar como prenda; según este significado los levitas eran dados a Dios y tomados por él en lugar de los primogénitos de Israel. Ellos, miembros de la tribu de Leví –una de las doce que constituían el pueblo israelita– no recibieron una porción de territorio en el reparto de la tierra prometida, ya que su heredad era el Señor; estaban destinados a él y eran puestos aparte para ejercer las funciones sagradas del culto (cf. Núm. 3, 5-9). Desde la antigüedad, la figura de los levitas sirvió para representar a los ministros de la Iglesia. La espiritualidad propia de esta consagración a Dios se expresa con acentos conmovedores en el salmo que se ha cantado después de la primera lectura. El orante –que sería un levita en el día de su dedicación– le dice al Señor: tú eres mi dueño, mi bien, y declara también, como una manifestación de lealtad y alegría, que le ha tocado en suerte un lugar de delicias, el privilegio de una espléndida herencia; por eso es plenamente feliz (Salmo 15, 2. 5-6). San Agustín comenta hermosamente este salmo en su sermón 334: El salmista no dijo: Señor, ¿qué me darás como heredad? Cualquier cosa que me dieras sería vil. Sé tú mismo mi herencia; a ti te amo yo todo entero… ¿qué sería para mí lo que pudieras darme, fuera de ti? Amar gratuitamente a Dios es esperar a Dios de Dios, aspirar a ser colmado de Dios, ser saciado de él. Pues él te basta, fuera de él nada te puede bastar.
Según la actual disciplina de la Iglesia, por la recepción del diaconado un cristiano se hace clérigo, pasa a integrar el clero de una diócesis en la cual se incardina. El clero no es una corporación –en el sentido genérico de este término, al que se añade muchas veces un matiz peyorativo– ni un sindicato; implica un estado de vida, un estatuto personal de consagración. Clero significa parte de la heredad, porción que toca en suerte, tal como lo hemos explicado a propósito del salmo; la palabra designa una realidad que no es sólo jurídica, sino también y primeramente teológica y espiritual. El venerable Olier, párroco y misionero de ardiente celo, decía que los clérigos deben considerarse religiosos de la religión misma de Jesucristo, que quiere vivir todavía en ellos para continuar cumpliendo sus deberes para con el Padre, y eso les obliga a ser santos con una santidad consumada y a llevar una vida perfecta y totalmente religiosa. El mismo autor ofrece una explicación sugestiva, referida a la virtud de religión como fuente de adoración, alabanza y servicio de Dios, que es el deber de toda la criatura y por un título especial de los cristianos. Adán en el paraíso era un verdadero religioso, porque allí debía aplicarse sin cesar a rendir alabanzas y acción de gracias a Dios en nombre de todas las creaturas; el pecado lo hizo decaer de ese primer estado e hizo al hombre apóstata de Dios e idólatra de sí mismo. Jesucristo ha reparado el desorden por su dedicación a la honra del Padre mediante todas sus palabras, pensamientos y acciones y quizo multiplicar su religión y difundirla en los corazones de todos los hombres. Este designio se cumple efectivamente en el bautismo, porque da muerte en nuestro corazón al hombre viejo, que refería todo a sí mismo, y renueva las inclinaciones que Dios le había dado al crearlo: tendencia, movimiento, retorno hacia Dios. Para eso nos infunde su espíritu que eleva al nuestro, lo pone en presencia de Dios y lo aplica a su alabanza y a su amor. La dedicación al culto divino, que es propia de los miembros del clero, está en relación con el sacerdocio bautismal de todos los cristianos y se ejerce públicamente, en funciones exteriores, en nombre de ellos.
Queridos hijos que dentro de unos minutos serán ordenados diáconos, y que están destinados a un futuro ministerio sacerdotal, deseo recordarles finalmente el valor testimonial y la belleza espiritual de dos compromisos que ustedes van a asumir: el celibato y la celebración de la liturgia de las Horas. La elección del celibato –porque es una elección y no una imposición– está presidida por la gracia, que otorga a la naturaleza un vigor sobrenatural capaz de superar todas las dificultades, y tiene como motivo auténtico y profundo el amor, un amor por el cual la consagración al misterio de Cristo y de la Iglesia se abre en beneficio de toda la humanidad, en orden a la salvación del mundo. No se nos oculta que hoy en día existe incomprensión respecto del sentido de este compromiso e incredulidad acerca de la posibilidad de su sincero y efectivo cumplimiento; más aún, se renuevan de continuo las campañas de propaganda para su abolición. Una cultura artificialmente erotizada no puede comprender ni soportar que la Iglesia pretenda reflejar la pureza de Cristo en el servicio de sus ministros que por amor abrazan la castidad. Juan Pablo II decía que en la Iglesia actual y en el mundo, el testimonio del amor casto es, por un lado, una especie de terapia espiritual para la humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría del instinto sexual(Pastores gregis, 21).
También se comprometerán ustedes a conservar e incrementar el espíritu de oración y expresarlo en el rezo del oficio divino. No es éste un deber pesado; el Concilio Vaticano II lo identifica inseparablemente como una obligación y un honor que consiste en estar ante Dios en nombre de la Iglesia. Afirma asimismo la relación de este ministerio con la función sacerdotal de Cristo, que al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. No es este empeño un resabio desubicado, en el clero diocesano, de la ocupación monástica, sino una expresión característica de mediación, de la intercesión que nos corresponde ejercer en favor de la salvación del mundo. Además quiso el Concilio que los fieles laicos se unan a esta plegaria, para que ella sea visiblemente, audiblemente, la voz de la Esposa que habla al Esposo, la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre. Todavía queda por cumplirse, con su extensión general en todas partes, ese propósito de que se celebren comunitariamente en las parroquias, los domingos y fiestas más solemnes, las horas principales del oficio, especialmente las vísperas. Este cumplimiento depende sobre todo del celo de los pastores por el crecimiento espiritual del pueblo cristiano, y de su propia vida de oración. Vivan ustedes con serena dedicación y con gozo esta dimensión del ministerio.
Y ahora, queridos hijos, con profunda alegría, con una gran esperanza, les confiero la ordenación diaconal por la que quedan incardinados en la Iglesia Platense.
+ HÉCTOR AGUER
Arzobispo de La Plata
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