Mons. Aguer celebró, en la Catedral, el Te Deum por el 25 de Mayo
Con motivo de cumplirse un nuevo aniversario de la Revolución del 25 de Mayo de 1810, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, celebró el solemne Te Deum en la Catedral. En su homilía, remarcó que «los gobiernos no son entidades abstractas, son conjuntos o equipos de personas, que deben considerarse a sí mismas ministros de la providencia divina, y comportarse como tales».
Sostuvo, igualmente, que «la parábola evangélica de la vigilancia (Mt 24, 45 – 51) tiene un alcance general que interpela a todos, pero parece dirigida especialmente a quienes desempeñan cargos de conducción en una comunidad. Ellos, que no son más que mayordomos, deben cuidarse de la tentación de sentirse dueños, de abandonar la fidelidad y la prudencia, y dedicarse a «pasarla bien», con despreocupación y violencia sobre los que les han sido confiados»…
Este es el texto completo de su Homilía:
Ministros de la providencia divina
Homilía en la celebración de acción de gracias por un nuevo aniversario patrio.
Iglesia Catedral, 25 de mayo de 2013.
La celebración del aniversario del primer gobierno patrio invita a recordar aquellos días de mayo de 1810 en los que –como quedó claro años más tarde– se abrió el camino que llevó a la independencia nacional. La investigación histórica más reciente revela que en aquellos sucesos iniciales hubo mucho de improvisación; nosotros podemos pensar que se trató de un proceso providencial, que se venía preparando desde la doble victoria sobre el invasor inglés. No faltaron, a partir de ese antecedente los cabildeos, las divergencias y el esbozo de proyectos alternativos y aun contradictorios. El objetivo común se concretó en la convocatoria a cabildo abierto y en el consiguiente reemplazo del virrey por una junta de gobierno, a semejanza de las que se habían constituido en la Madre Patria. No se sabe muy bien cómo se formuló la lista de integrantes del nuevo gobierno y varios de sus miembros recibieron con sorpresa la noticia de su designación; el testimonio de Belgrano es al respecto por demás elocuente: aunque no siguió la cosa por el rumbo que me había propuesto, apareció una junta, de la que yo era vocal, sin saber cómo ni por dónde. El cambio de régimen se verificó sin mayor alboroto, y con muy escasa participación popular –nula, habría que decir según los conceptos con que nos expresamos actualmente; se ha hecho famosa la pregunta desafiante del síndico Leiva: “¿dónde está el pueblo?” Es verdad que algunas fuentes señalan la presencia de mucha gente en la plaza y que en las proclamas de esos días se apeló con argumentos a la representación del pueblo, asumida como fundamento de una nueva legitimidad por los grupos patriotas más activos y esclarecidos. Éstos adujeron que el pueblo es el que confiere la autoridad, y que al haber expirado la del rey, reasumía los derechos en ejercicio de los cuales la había conferido. Sin embargo, el papel decisivo en el reemplazo del virrey lo jugaron las fuerzas militares, los regimientos con asiento en la ciudad, y sobre todo el cuartel de los Patricios. Pocos días después de la asunción del mando, la Junta promulgó un decreto en el cual expresaba su gratitud y su elogio en términos encomiásticos: La energía con que habéis dado una autoridad firme a vuestra patria no honra menos vuestras armas, que la madurez de vuestros pasos distingue vuestra generosidad y patriotismo.
Así se consumó el cambio que llamamos Revolución de Mayo y se inició una azarosa marcha hacia la definitiva organización jurídico-política de la nación. La configuración del régimen republicano conoció diversas peripecias, y periódicamente, a lapsos discontinuos, se planteó lo que podríamos llamar el problema del gobierno, de un gobierno que esté ciertamente subordinado a valores espirituales, es decir, gobernado él a su vez por la moral y el derecho, centrado en la prosecución de la justicia y de la paz. En la historia de todos los países se plantea alguna vez este problema; nosotros conocemos de sobra su dramática recurrencia. La fe cristiana ofrece una luz suplementaria a la razón acerca del sentido de un gobierno verdaderamente digno del hombre y su naturaleza social: le presenta como fuente de inspiración el modo de gobierno que ejerce el Dios providente. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa con sencillez: Dios no ha querido retener para él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina (1884).
¡Qué modelo admirable el de la moderación de Dios! Porque es el omnipotente no necesita manifestarse con prepotencia, ni concentrar despóticamente el ejercicio de su soberanía; su poder es la verdad de su sabiduría y la generosidad de su amor. El hombre es imagen suya en cuanto que al hacerlo lo dejó librado a su propio albedrío (Sir. 15, 14); en el ámbito humano, a semejanza de la sabiduría divina, el ejercicio del poder se dignifica en el respeto a la libertad, armonizando la firmeza con la equidad. De otro modo no podría cumplirse un requisito principal del buen gobierno: la correcta conciliación de los bienes particulares de grupos e individuos, de tal manera que los intereses sectoriales diversos no perturben sino que concurran sinfónicamente a la realización del bien común. De acuerdo a la doctrina social de la Iglesia, en el Estado democrático, en el cual las decisiones son tomadas por mayoría de los representantes de la voluntad popular, se debe interpretar el bien común del país no solamente según las orientaciones de la mayoría, sino con la mirada puesta en el bien efectivo de todos los miembros de la sociedad civil, incluyendo a aquellos que se encuentran en posición de minoría.
Los gobiernos no son entidades abstractas, son conjuntos o equipos de personas, que deben considerarse a sí mismas ministros de la providencia divina, y comportarse como tales. La palabra de Dios que hemos escuchado en esta celebración de acción de gracias, nos ilustra acerca de las condiciones del buen gobernante. El contexto cultural, social y político en que fueron concebidos los textos incluidos en este rito son muy diversos de los nuestros actuales, pero la inspiración divina los hace perdurables, siempre válidos. Además, se refieren a condiciones esenciales de humanidad, como que la plenitud de lo humano es salvaguardada y puesta de relieve por la revelación. La oración de Salomón, que no pidió larga vida, ni riqueza, ni la eliminación de los enemigos, tendría que estar en boca de todos los políticos: Enséñame a escuchar, para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal (1 Re 3, 9). La inteligencia para acertar en el gobierno, lo cual implica distinguir el bien del mal, reside en saber escuchar; el texto hebreo expresa gráficamente la súplica: dame un corazón que escuche.
Como canto responsorial hemos empleado el Salmo 100, en el que habla un gobernante responsable y expone una declaración de buenos propósitos, un programa de gobierno fundado en el compromiso con la justicia, en honor del Señor. En la monarquía israelita el rey concentraba todo el poder, pero estaba sometido al legislador supremo; debía recibir con humildad y asimilar la crítica de los profetas. Pero necesitaba también colaboradores probos y fiables para sobreponerse al desgaste del poder y a los deslices en la corrupción; se requiere al buen gobernante una vida personal íntegra, entregada al cumplimiento de la ley y alejada de toda complicidad con los malvados. El salmista comienza celebrando con un canto a la bondad y la justicia, que tienen su fuente y modelo en el Señor. La justicia es para el bien de los hombres, pero si no está animada por el amor se pervierte y se torna injusta. La tradición cristiana vio en este salmo un “espejo de príncipes”, o sea el ideal y el programa de todo gobierno justo. La tarea de gobernar se ha tornado sumamente compleja en la actualidad, ya que exige una múltiple competencia, pero sobre todo requiere condiciones éticas imprescindibles. El Papa Francisco nos ha recordado recientemente que la falta de ética pública es la causa de verdaderas calamidades.
La parábola evangélica de la vigilancia (Mt. 24, 45-51) tiene un alcance general que interpela a todos, pero parece dirigida especialmente a quienes desempeñan cargos de conducción en una comunidad. Ellos, que no son más que mayordomos, deben cuidarse de la tentación de sentirse dueños, de abandonar la fidelidad y la prudencia para aprovecharse egoístamente de su posición y dedicarse a “pasarla bien”, con despreocupación y violencia sobre los que les han sido confiados. La parábola es un llamado urgente, que incluye una promesa al servidor fiel y una amonestación al infiel, con vistas al juicio de Dios. Mi señor tardará es el pretexto del mal servidor; así se señala el olvido de Dios y del juicio de Dios, el error de no reconocer el marco de sus mandamientos como referencia ineludible de buen gobierno, del cumplimiento de la misión difícil y apasionante de ser ministros de la Providencia para ejercer el poder como un humilde servicio de mayodormía.
Es saludable recordar estas verdades en el aniversario patrio. Pero ahora, al dar gracias a Dios, oremos fervorosamente por el presente y el futuro de la Nación argentina, por quienes desempeñan la función pública y por las muchas y graves necesidades de nuestro pueblo.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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