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Homilía de Mons. Aguer, por la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II (27-4-14).

La santidad en la Iglesia

Homilía en la Misa de acción de gracias por la canonización de Juan XXIII y
Juan Pablo II.

Iglesia Catedral, 27 de abril de 2014.

En este Segundo Domingo de Pascua se cierra la “octava”, como se llama ese largo día que comenzó en la Vigilia nocturna y que culmina hoy, iluminado por la resurrección del Señor, el hecho y la verdad centrales de nuestra fe. Con la fe, con su mirada espiritual y penetrante tocamos al Señor, viviente y fuente de vida para nosotros y ofrecida al mundo entero. Con esta experiencia se cumple en nosotros la bienaventuranza proclamada con ocasión de la incredulidad de Tomás: ¡Felices los que creen sin haber visto! (Jn. 20, 29). El creer, cuando es firme e impregnado de amor, resulta luminoso y radiante como una visión. De la Pascua del Señor brota la gracia que nos hace renacer a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera que tenemos reservada en el cielo (1 Pe. 1, 3-4). Como sabemos muy bien, esa orientación hacia la meta afronta variadas peripecias en nuestra vida, pero de suyo nos impulsa hacia la santidad; entre la gracia del bautismo y el cielo está la posible realización de la santidad, según el misterio de la también posible armonía entre la providencia de Dios y nuestra libertad.

Hoy nos hemos congregado especialmente para manifestar nuestra alegría y nuestra acción de gracias por la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II. Con ellos, el siglo XX puede ostentar tres papas santos, ya que los dos que han sido hoy incluidos en el catálogo se suman a San Pío X, reformador de la liturgia y la catequesis, promotor de la temprana comunión de los niños y luchador contra las herejías del modernismo teológico. Si nos detenemos en la lista de los pontífices romanos podemos contar ochenta santos, más siete beatos cuyo culto fue oportunamente confirmado, y los beatos Inocencio XI y Pío IX que podrían ser canonizados en el futuro. Además están pendientes los respectivos procesos de Pío XII y Pablo VI; esperamos que prosperen rápidamente para que ambos pontífices se incorporen a la bellísima cadena de papas santos.

Quizá la figura de Juan XXIII aparezca lejana para muchos de ustedes, ya que han pasado cincuenta años de su muerte. Me permito una breve semblanza. Angelo Giuseppe Roncalli pertenecía a una familia campesina, numerosa y sana. Probablemente de ese origen procedía su carácter, llano, asequible, sonriente, enriquecido por el don de una evangélica sencillez; desde la niñez sólo pensó en ser sacerdote. Quiso ser, simplemente, un buen pastor, y lo fue en los distintos ministerios que debió ejercer, aún el de capellán castrense, movilizado como lo fue durante la primera guerra mundial. Pero se destacó como un hábil diplomático en Bulgaria, Grecia y Turquía y sobre todo en París, en una misión difícil al concluir la segunda guerra mundial. Como cardenal patriarca de Venecia fue querido por todos. Elegido papa en octubre de 1958, a comienzos del año siguiente anunció la celebración del Concilio Vaticano II. Él mismo explicó que la iniciativa del gran acontecimiento brotó de improviso en su corazón como un toque inesperado, un haz de luz de lo alto. Propuso cuál debía ser la tarea principal de la asamblea ecuménica: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñando en forma cada vez más eficaz. Esa eficacia depende de un camino a recorrer: que de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia… se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias …en conformidad con las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral. Son éstas palabras de Juan XXIII en el discurso que pronunció en el acto de inauguración del Concilio. La finalidad pastoral quedaba expresada en estos términos: La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrase madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella. El magisterio del Papa Juan incluyó ocho encíclicas, entre las que descollaron por su influjo Mater et magistra, una actualización de la célebre Rerum novarum de León XIII y Pacem in terris, una especie de testamento publicado en un tiempo en que arreciaban las tensiones internacionales y la llamada “guerra fría”. La última enfermedad de este gran pontífice tuvo en vilo al mundo cristiano, que lo amaba, y fue seguido con respeto por todos.

La imagen del Papa Wojtyla nos resulta más cercana y su extenso pontificado debió ocuparse de hechos y asuntos cuyos efectos se verifican todavía en la actualidad. Fue elegido a los cincuenta y ocho años y en el primer período de su ministerio universal mostraba una robustez admirable, una plenitud de humanidad; a la vez que se veía como un hombre de profunda oración, que miraba todas las cosas desde Dios. Especialmente en su preparación para la misa parecía absorto en la contemplación, sumergido en el mundo sobrenatural. Expresaba en el trato resolución y firmeza y a la vez serenidad y alegría, una síntesis elocuente y bellísima de la naturaleza y la gracia. Pude acercarme a él y conversar en varias oportunidades; guardo en mi memoria recuerdos gratísimos y huellas hondas en el corazón. En el trato personal era a la vez impresionante y próximo, amical. La primera vez que lo saludé yo era obispo auxiliar de Buenos Aires; me puso la mano paternalmente sobre el hombro y me dijo, con su voz tan sonora “¡obispo joven!”. Yo lo era, y lo parecía más aún. La visita ad limina como arzobispo de La Plata me permitió darle a conocer rasgos fundamentales de la vida de la arquidiócesis, responder a sus preguntas –que reflejaban un interés espontáneo- y recibir sus comentarios y sugerencias.

Juan Pablo II renovó las estructuras eclesiales y abrió nuevos horizontes pastorales para el diálogo con el mundo contemporáneo. Nos ofreció una formulación segura y actualizada de la doctrina en el Catecismo de la Iglesia Católica y de la disciplina eclesial en el nuevo Código de Derecho Canónico. Publicó catorce encíclicas y podíamos seguir sus catequesis semanales, sorprendentes muchas veces por los temas abordados y por el tono con que los proponía. Se encontró con centenares de millones de personas en sus numerosos viajes apostólicos por todo el mundo y en sus visitas pastorales a las parroquias de Roma. Nosotros los argentinos le debemos, además de su visita, una intervención decisiva en el conflicto con Chile por el canal de Beagle. Procedía de un país de la órbita soviética y por tanto conocía de primera mano la perversión del régimen comunista. Muchos le atribuyen a él, y no sin razón, un papel decisivo en la caída de aquel sistema; sin embargo él pensaba que el sistema se derrumbaba por su cuenta a causa de su intrínseca injusticia e inhumanidad. Desde su primera encíclica, Redemptor hominis fue esbozando las líneas de un nuevo humanismo cristiano, a partir de una sentencia del Concilio que decía: mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre. Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre, es el modelo para el hombre que aspira a realizarse según el designio del Creador impreso en la misma naturaleza humana. Ofrecer incansablemente ese modelo es la obra de la Iglesia. Cito un pasaje del documento mencionado: Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención (Redemptor hominis, 14).

El atentado que sufrió en la Plaza San Pedro, y años más tarde su pronunciada vejez, hicieron crecer el amor de los fieles a este gran pontífice; de los fieles y de muchísima gente que no profesa nuestra fe y no ha ocultado su admiración por él.

Volvamos a detenernos en el tema que enunciábamos al comienzo de esta meditación.

El hecho singular de la canonización de dos papas, por el cual alabamos y damos gracias a Dios, nos habla de la santidad de la Iglesia, madre y formadora de santos. Es también para nosotros un llamado de atención, un estímulo, un acicate, para reconocer cuál es la meta de la existencia cristiana, horizonte que vale igualmente para un pontífice y para el último de los fieles. El apóstol Pablo señala que la meta es llegar al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4, 13). La gracia que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo se denomina gracia santificante, porque es una participación en la naturaleza divina, en la santidad de Dios; su movimiento propio es encaminarnos hacia la santidad. Numerosos pasajes del Nuevo Testamento atestiguan que cristiano y santo eran sinónimos para las primeras generaciones de fieles; se hablaba así porque hemos sido santificados por el bautismo y nuestra vocación es la santidad (cf. p. ej.; Hechos 9, 13.32; Rom. 1, 7; 16, 2). La doctrina católica nos enseña que la santidad consiste en la perfección de la caridad, que potencia hasta el heroísmo la práctica de todas las virtudes; es el amor cuando ha conquistado todo nuestro ser. La liturgia de la Palabra nos permite hoy percibir la frescura de los orígenes cristianos: cómo tiene que notarse la gracia en la vida de los miembros de la Iglesia (cf. Hechos 2, 42-47). En la segunda lectura escuchábamos al apóstol san Pedro bendecir a Dios porque nos ha hecho participar de una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera que tenemos reservada en el cielo (1 Pe. 1, 4). Son expresiones de una alegría interior que estalla en alabanza y acción de gracias, aun en medio de pruebas y sufrimientos. La historia de los santos actualiza de continuo en la Iglesia aquella fecundidad originaria, que hoy es motivo de nuestro regocijo en la fe y en la comunión eclesial. Desde hoy invocaremos también a San Juan XXIII y a San Juan Pablo II; que ellos intercedan por nosotros.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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