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Homilía de Mons. Aguer en la peregrinación del clero platense a Luján.

 

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, junto a su Obispo auxiliar, Mons. Nicolás Baisi, en la sacristía, antes de la Santa Misa (Viernes 3 de Noviembre de 2017).

 

En la Consagración.

 

Comunión de los sacerdotes concelebrantes.

 

Ampliando nuestra información del viernes 3 de noviembre, publicamos seguidamente la homilía de la Santa Misa que presidió, ese día, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la peregrinación del clero platense a la Basílica Nacional de Nuestra Señora de Luján.

Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 

Viajeros al cielo

Homilía en la Misa de la peregrinación del clero platense
Basílica Nacional de Nuestra Señora de Luján, 3 de noviembre de 2017.

 

En el tenor original de la palabra, el peregrino es un forastero, un extranjero, un huésped; es alguien que se encuentra accidentalmente en un lugar donde no goza del derecho de ciudadanía. El símbolo del viaje es ancestral; aparece destacado en las más diversas culturas. Alguien llama al viajero, lo convoca mostrándole la meta. Leopoldo Marechal atribuye esta misión al poeta. Así lo dice en un artículo suyo de 1938, publicado en la revista “Sol y Luna”, una joya preciosa del laicado católico de aquel tiempo: Si os creéis afirmados en la tierra, él os llamará de pronto a vuestro destino de viajeros, si descansáis en lo efímero de cada día, él os recordará el “sabor eterno” a que estáis prometidos.

En la Sagrada Escritura el camino hacia los santuarios está justificado por las teofanías de Yahweh a los patriarcas; los códigos de la alianza, tanto el yavista como el elohísta, prescriben a los varones presentarse tres veces al año ante el Señor, con ocasión de las fiestas. Luego el santuario será único, fijado en Jerusalén; hacia allí será preciso “subir” para la celebración de la Pascua, la fiesta de las Semanas y la de los Tabernáculos. Jesús dio el ejemplo, desde los doce años hasta la última subida, la de su Pascua; en la historia evangélica quedaron consignados sus rastros. Así se inaugura el sentido propiamente cristiano de la peregrinación. El significado de la misma apunta siempre hacia lo alto. El apóstol Pablo en la Segunda Carta a los Corintios orienta hacia la morada incorruptible: Nos sentimos plenamente seguros, sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor; porque nosotros caminamos en la fe y todavía no vemos claramente. Sí, nos sentimos plenamente seguros, y por eso preferimos dejar este cuerpo para estar junto al Señor. En el texto griego se nota con fuerza el contraste: end?moûntes, residentes; ekd?moûntes, forasteros (2 Cor. 5, 6). En la Carta a los Hebreos se explicita la misma convicción: Porque no tenemos aquí abajo una ciudad permanente, sino que buscamos la futura. Otra vez una oposición análoga: ménousan, méllousan (Hebr. 13, 14).

La historia cristiana de la peregrinación nos ofrece una lista de nombres precisos: ante todo, la Tierra del Señor, la Tierra Santa (Nazaret, Belén, Cafarnaún, Jerusalén). Santa Elena, la madre del emperador Constantino, fue precursora en el año 326. La meta singularísima es el sepulcro que dejó vacío el Resucitado. Luego Colonia, por los 3 Reyes Magos; Compostela, por Santiago; Tours, por San Martín; Mont-Saint-Michel, por el arcángel; Canterbury, por Tomás Becket. La serie se enriquece con una multitud de sitios marianos: Loreto, el Pilar de Zaragoza, Montserrat, Lourdes, La Salette, la Rue du Bac, Einsideln, Fátima, Czestochowa… y para nosotros, bonaerenses, Luján. Entre otros santuarios argentinos.

El canto de la Salve Regina expresa con acentos conmovedores la dimensión mariana de la peregrinación del hombre, del viajero total: nos invita a  reconocernos como exsules filii Evae, los desterrados hijos de la primera Eva, que recurren a la Nueva y definitiva gimiendo y llorando. Le piden que después de este exilio nos muestre a Jesús. La oración intenta atraer la mirada misericordiosa de nuestra Madre, Reina y Señora: illos tuos misericordes oculos ad nos converte. Desde el valle de lágrimas que es la tierra una vez clausurada la puerta del Paraíso, se aspira a retornar a él, se busca y se pide el cielo. Esta antífona no es una antigualla que la Iglesia conserva por distracción o por la displicente tolerancia de los renovadores; pueden reconocerlo los católicos que se saben ciertamente peregrinos, los hombres y mujeres con el alma quebrada que acuden a María para confiarle sus penas y encontrar alivio. Lo advierte cualquiera que se mire adentro con sinceridad, aunque la vida le sonría; debe sospechar al menos que existe una patria mejor. Vienen multitudes a Luján, en familia, en comunidad parroquial, diocesana, juvenil, nacional, o solitarios -solitarias- con el corazón en llaga viva, a rogar por ellos mismos, por sus hermanos, por sus hijos. Hay algo de misteriosamente paradojal en la peregrinación a un santuario; acuden a él, por ejemplo, cristianos que no están en condiciones de llevar una vida sacramental regular, que no van a misa todos los domingos, o con grandes carencias en su conocimiento de fe, una fe que no puede emparejarse con el impulso religioso que los anima. (Aludo discretamente a la diferencia que la teología señala entre las virtudes de fe y religión). El gesto religioso implica no solo la carencia, sino también y sobre todo la inferioridad reconocida, la humildad. Pienso que no me deslizo al disparate si afirmo que muchos de esos peregrinos son cristianos a través de su amor a María. Luján es asimismo un lugar en el cual se viene a dar gracias, a llorar y a recibir consuelo, a gozar, a festejar, a barruntar lo que es el cielo.

¿Cómo será el cielo? Los teólogos podrán disertar con elocuencia, con riquísima exactitud, más bien abstractamente, apoyándose en los datos bíblicos, en las riquezas de la tradición eclesial, en las certezas dogmáticas. Existe, sin embargo, otro sistema para figurarse el cielo: pensar, orando, contemplando, que podemos llegar a él a través de la Janua Coeli, de la Felix Coeli Porta para encontrarnos con Jesús, para descubrir el Rostro del Resucitado y así éste nos muestre el Rostro del Padre, que será lo último de lo último que veremos, el ésjaton en el cual nos fijaremos para siempre, inundados, como estaremos, por el Espíritu Santo. Esta es nuestra esperanza. Entre tanto, podemos musitar, con el salmista: tus preceptos son para mí como canciones, mientras vivo en el destierro (Sal. 118, 54).

Aquí la Virgen no ha dicho nada, no dejó mensajes; solo se negó con pertinacia, en la figura de esa pequeña imagen, a seguir viaje a Sumampa, que era su destino. Venimos aquí sencillamente para mirarla, para abrazarla con nuestros ojos, que no se avergüenzan de lagrimear de contrición, de amor y de ternura. El silencioso mirar se torna escucha, porque Ella habla directamente al corazón.

Esta peregrinación nuestra, la del clero platense, está íntimamente vinculada con la otra, la arquidiocesana, deber filial que cumplimos en mayo. No se ha hecho presente hoy el presbiterio entero de nuestra Iglesia Particular, pero podemos decir que nosotros representamos a los ausentes. Como pastores, este viaje evoca la sequela Christi, el seguimiento del Crucificado, que nos comprometemos a intentar vivir más intensa y acabadamente, aunque nunca será bastante. Si este seguimiento no se verifica al menos en una intención sincera, con aspiración de plenitud, ¿cómo podríamos exhortar a él? Sabemos muy bien que el ministerio sacerdotal no consiste en el cansino ejercicio de un oficio, sino en un arrebato de caridad, de fuego, con todos los riesgos que asumimos confiadamente y con serena alegría. Lo mejor que podemos pedirle a la Virgen de Luján es que nos haga santos -o nos ayude a serlo- para que seamos capaces de señalar la ruta, de ponernos al frente de nuestro pueblo para marchar hacia el cielo. Nosotros pasamos, pasaremos, porque somos después de todo insignificantes; probablemente nuestra memoria se pierda, nuestro nombre caiga en el olvido, como corresponde. Somos el eslabón de una cadena; otros vendrán detrás. Ella, nuestra Madre de Luján permanece aquí, donde ha elegido quedarse, para recibir a los que nos sigan y para recordarles, como si Ella misma fuera un poeta, el “sabor eterno” al que están prometidos.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

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