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Homilía de Mons. Aguer en la Misa de iniciación del año lectivo.

 

 

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.

 

     El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, presidió este viernes 3 de marzo, en la Catedral, la Misa de iniciación del año lectivo. Participaron alumnos y sus padres; docentes, no docentes y personal directivo.
     En su homilía, el prelado platense se refirió al contexto cuaresmal del comienzo de ciclo; a la necesidad de formar verdaderas comunicativas educativas; a las relaciones de poder en los establecimientos; a los contenidos de los programas oficiales;  y a los subsidios del Estado y a las medidas de fuerza gremiales, entre otros puntos. Este es el texto oficial e íntegro de sus palabras.

Un cuaresmal comienzo de clases

Homilía de la Misa de iniciación del año lectivo

Iglesia Catedral, 3 de marzo de 2017

Nuestro encuentro de este año coincide con el comienzo mismo de la Cuaresma, por eso la liturgia de hoy ha elegido textos bíblicos referidos al ayuno, la práctica simbólica por excelencia del empeño ascético. Hemos escuchado en primer lugar un pasaje de la tercera parte del Libro de Isaías, (58, 1-9s) que no puede atribuirse al profeta que vivió entre los siglos VIII y VII antes de Cristo, sino que está constituida por una serie de oráculos anónimos de origen posterior. Se exhibe en ese texto una crítica de la observancia del ayuno, que se cumplía a la vez que se violaban contemporáneamente los deberes de justicia y amor al prójimo. Dios no podía aceptar esa ofrenda; no oía las súplicas de quienes abusaban de ese modo de la relación religiosa con él. Admoniciones semejantes se encuentran en otros escritos proféticos que desnudan la superficialidad de observancias cultuales y reclamaban al pueblo de Israel el cumplimiento de los preceptos y condiciones esenciales de la Alianza. Conocemos, análogamente, las discusiones de Jesús con los escribas y fariseos.

La cuestión del ayuno reaparece en el breve pasaje evangélico que se ha proclamado; en éste se destaca la referencia a Cristo, a su amor y a la unión con él. Podemos ayunar en la Cuaresma porque el Esposo nos ha sido arrebatado al contemplar su pasión y su muerte, mientras esperamos el gozo pascual de su Resurrección. Todos estos signos traslucen la compleja realidad humana, marcada por las limitaciones, la estrechez, la mortalidad, y a la vez el ansia irrefrenable de la felicidad. En la liturgia de la Iglesia, que al celebrarlo hace presente el misterio de la salvación en Cristo, se halla la más plena interpretación de nuestra existencia y de nuestro destino. De qué debamos ayunar en este tiempo lo explica el Papa San León I, el Grande: más que de alimentos, de nuestros vicios. Esta sugerencia invita a la introspección personal, pero también a la observación objetiva de nuestros contextos vitales, a la superación de nuestros juicios caprichosos, irracionales, a la revisión de nuestras relaciones desde las exigencias bíblicas de la verdad y del amor. La conversión, a la que somos urgidos en las exhortaciones cuaresmales, se expresa en el Nuevo Testamento con el verbo griego matanéo, que significa literalmente “cambiar de mentalidad”. En este contexto de la conversión cuaresmal deseo situar las reflexiones que siguen, a la vez que encomendar con ustedes, educadores católicos, el año lectivo que vamos a iniciar a la gracia del Maestro, del único que merece en plenitud ese nombre, didáscalos, clásico, antiquísimo, pero que en el Evangelio ha adquirido una nueva y definitiva interpretación.

En diversas oportunidades, queridos hermanos, me he referido a la necesidad de constituir verdaderas comunidades educativas. Seguramente, todos estamos de acuerdo en el significado de esta expresión; todos, quiero pensar así, procuramos que ese ideal se vea realizado concretamente en la vida de nuestras instituciones, pero sabemos por experiencia que muchas veces no resulta fácil conseguirlo. Permítanme aludir, con todo respeto y aprecio por la labor que cada uno desempeña, a un problema que he visto repetido: las tensiones que impiden lograr la constitución de un auténtico equipo directivo, sobre todo las que suelen manifestarse, en el caso de los colegios parroquiales, entre los representantes legales y los párrocos. En primer lugar no comprendo la exigencia de dos representantes legales por institución; con uno sería suficiente. Cuando hablo de tensiones me refiero a lo que no tengo más remedio que designar luchas por el poder. Como “poderoso caballero es Don Dinero”, a veces los tironeos se centran en decidir quién lo maneja. No estoy pensando en deshonestidad. Pero me pregunto: ¿de quién es?, ¿a quién pertenece? Nadie es el dueño sino la Iglesia; la administración debe ser inteligente, libre de toda sospecha y dirigida al bien común de la comunidad escolar, en referencia directa a la Junta Regional de Educación Católica, y a través de ella al obispo. Además, especialmente en los tiempos que corren, no podemos renunciar de ningún modo a la preferencia evangélica por los pobres. A la luz de los principios teológicos y espirituales de la Cuaresma, conviene que cada uno se pregunte de qué debe ayunar. Y todos, reflexionen acerca de cómo vivimos la metánoia, la conversión a la que somos llamados, y de observar críticamente cuál es la mentalidad que reina, para que pueda ir emergiendo e imponerse la que debe reinar. No deseo magnificar las cosas, pero corresponde a mi oficio apostólico procurar la unidad en la verdad y en el amor, de modo que el testimonio cristiano luzca, y lo haga indiscutiblemente en nuestra sociedad.

Unas breves palabras ahora respecto de los colegios pertenecientes a congregaciones religiosas, algunos de ellos históricos, célebres por haber educado varias generaciones. La escasez, y aún la falta total de vocaciones lleva a veces a la ausencia del personal religioso; el colegio queda entonces en manos de “laicos identificados con nuestro carisma”, como suele decirse, los cuales desempeñan una loable función. Pero no es lo mismo. Es de desear también una más plena integración de los colegios congregacionales en la vida de la arquidiócesis, que es la Iglesia particular, los alumnos son miembros de ella.

La educación católica integra, en la provincia y en el país, un subsistema que tiene carácter público. En correspondencia con el principio social de subsidiariedad, el aporte económico que brinda el Estado no puede menoscabar la libertad de las familias respecto de la educación de sus hijos ni la libertad de la Iglesia. Me consta que el poder político, en la actual gestión, lo comprende muy bien. Nuestra administración económica ha de ser irreprochable; es lo que corresponde, y es un reaseguro de nuestra libertad educativa. Llama la atención la incomprensión de algunas inspecciones; sus excesos deben cesar. Los programas oficiales y sus contenidos se aplicarán en la medida en que sean compatibles con la doctrina católica; no se nos puede obligar a enseñar lo contrario. La dificultad se observa en algunas orientaciones del ciclo secundario, y sobre todo en algunas materias. El discernimiento necesario implica que los profesores de esas asignaturas conocen la enseñanza eclesial y se identifican con ella; no tienen derecho a imponer sus ideologías contrastantes con la fe o el orden natural. No temo en emplear la palabra vigilar, tarea propia de los directivos: significa velar, cuidar, proteger con atención y diligencia. Es un servicio de amor que se ha de ejercer con serenidad y respeto, una providencia inteligente, bien informada, argumentativa. Otra recomendación: Atender con delicadeza al caso de posible abuso sexual de los niños, sin entrar en pánico ni plegarse a una especie de psicosis que se va extendiendo. ¡Quiera Dios que ese crimen jamás ocurra en nuestros ámbitos! Pero sabemos, y los estadísticas cantan, que en más del 80 % de los casos semejante iniquidad ocurre en el seno de las mismas familias –que no son tales rigurosamente hablando-. Pero en la escuela se puede quizá descubrir esa abominación para descubrirla, ponerle remedio si es posible y eventualmente denunciarla. Como este, otros males infantiles pueden manifestarse en la conducta escolar. El bien de los niños, el amor a ellos, nos apremia.

En numerosas ocasiones me he referido a la condición docente; es poco decir: maestro es el nombre que cuadra mejor al servicio relevante que prestan a la sociedad. Me da pena que se los llame “trabajadores de la educación” y considero inconcebible que hagan paros; pienso lo mismo de los médicos, a los cuales por lo menos no se les aplica el rótulo de “trabajadores de la medicina”. Hay muchas maneras, ingeniosas algunas, de reclamar, de protestar; así  ocurre en países que no han quedado atrapados en un síndrome de subdesarrollo socio-cultural. En el nuestro, los sindicatos toman a los escolares de rehenes, y exhiben un apego a principios dialécticos de relación con el poder que ignora que la ciencia política los ha dejado atrás hace décadas.

Aprovecho este momento de reflexión con ustedes en el marco de una celebración eucarística cuaresmal, para señalar algunos problemas actualísimos y urgentes, que pueden sugerirnos intenciones para hacerlas objeto de súplica al Señor.

Ustedes, queridos hermanos, conocen mejor que yo las dificultades que hoy enfrenta un colegio católico con las familias de sus alumnos. Una paciente tarea pastoral, a lo largo de años, puede lograr fruto si nos empeñamos con inteligencia y amor. Familias hay que depositan al chico en la puerta del colegio, pero no se hacen cargo de su papel de co-educadores durante los ciclos escolares, y en muchos casos han desertado de su papel previo, irreemplazable en los primeros años de niñez. Muchas veces se hacen presentes, eso sí, pero para protestar o quejarse. ¡ánimo! Es posible trabajar con algunas, y aquel viejo recurso de la Unión de Padres –si no pretenden hacerse dueños del instituto – puede ser recuperado quizá como instrumento de formación, de sostén y de aliento educativo para los padres mismos. Sabemos, por otra parte, que muchas de esas familias re-ensambladas o recompuestas; también a ellas algún bien se les puede hacer, mostrándoles el sentido natural y cristiano de la maternidad y la paternidad. Recordemos que se trata siempre de educar, de formar en los alumnos personalidades íntegras y cristianas; es una tarea pastoral –insisto- no de mera instrucción y mucho menos de llevar adelante burocráticamente una actividad que deja de costado lo que constituye su esencia.

Incluyo en la lista necesariamente abreviada de temas relevantes, la importancia de ofrecer alternativas válidas, atractivas, mejores, a hechos ante los cuales, en general, se ha cedido a la resignación. Me refiero en primer lugar el viaje de egresados (el mito Bariloche), que con la complicidad de las familias –y con gastos enormes- comienza a prepararse varios años antes. Es preciso abordar con decisión este asunto, no lavándose las manos como si no fuera asunto nuestro. Se pueden proponer tempranamente esas alternativas, haciendo comprender a los que quieran, que existen formas más plenas y baratas de divertirse; la división que pueda crearse en un curso dará lugar al ejercicio de una verdadera libertad. ¡Sería un éxito digno de la educación católica arruinarle el curro a los mercaderes de almas, que medran con el gregarismo adolescente y la incapacidad educativa de las familias cómplices!.

Enumero, por fin, algunos puntos sobre los que no puedo extenderme, pero que miran al futuro del empeño educativo de la Iglesia. La renovación de los métodos pedagógicos y la preparación para asumir las realidades de las nuevas formas de comunicación y aprendizaje, constituyen un enorme desafío: cómo integrar tales instrumentos en la salvaguarda de la auténtica humanitas, y más todavía, en el proceso apostólico de la fe. No debemos tener un cuestionamiento fundamental: ¿cómo es posible que alumnos que ingresan en salita de tres salgan indiferentes o ateos en sexto año? ¿Por qué no logramos formar verdaderos cristianos que enriquezcan a la Iglesia y a la sociedad? ¿Cómo no podemos contrarrestar, con la fuerza de la verdad y de la gracia el influjo deletéreo de una cultura descristianizada y deshumanizada? En las circunstancias que vivimos, nuestro aporte es indudablemente extraordinario, sobre todo teniendo en cuenta el desastre de la escuela estatal, que ojalá pueda revertirse, para que la Argentina tenga futuro. Pero no es cuestión de envanecernos, eso no basta. Seguiremos pensando, esforzándonos, orando; el contexto cuaresmal en que se verifica el inicio de este año escolar es oportuno.

La Iglesia en su liturgia nos instruye también con su modo de orar. Hemos pedido en la Oración Colecta que el Señor acompañe con su benevolencia nuestro camino penitencial. Por penitencial podemos entender todo nuestro trabajo cotidiano, siempre erizado de dificultades. Rogamos también que toda nuestra práctica exterior –incluyamos en ella el año escolar que nos aguarda- exprese la sinceridad de nuestro corazón. Si ofrecemos en esta misa todo eso, que no está en nuestras manos y es más incierto de lo que solemos creer, podemos agradecer desde ya los beneficios, los dones de la bondad de un Dios que nos ama, y que no nos van a faltar.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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