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Homilía de Mons. Aguer en la Misa Crismal.

En uno de los momentos más importantes de la Eucaristía.

 

Ampliando lo que publicamos, en su momento, trascribimos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa Crismal. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

El sacerdocio del Mesías y el nuestro

Homilía de la Misa Crismal.

Iglesia Catedral,

28 de marzo de 2018

Esta misa, que nosotros celebramos en la tarde del Miércoles Santo, se llama –como es sabido- crismal. El adjetivo se refiere al santo crisma, que confeccionaré después de la bendición de los otros óleos; se refiere a Cristo, el Mesías, el Ungido, y a nosotros, que participamos de su unción. Es una fiesta solemnísima del pueblo de Dios.

En las culturas del área del Mediterráneo, asimismo en otras lejanas, el aceite era medicina y alimento, portador de vida. El más refinado se producía con aceitunas machacadas en un mortero y exprimidas luego nuevamente con la presión de una pesada piedra. Este modo, el más antiguo, es el que se empleaba para elaborar el aceite que se usaría en el culto. Tanto en Israel cuanto en otros pueblos se ungía objetos y personas, a los que de esa manera se les comunicaba un poder que los santificaba y los dedicaba a Dios. Según el Antiguo Testamento, el fruto del olivo servía de combustible para las lámparas que ardían ante el tabernáculo y en el templo; era necesario también para el holocausto cotidiano. En hebreo se dice shémen, en griego élaion; hago referencia a los idiomas bíblicos.

El rito religioso de la unción descollaba en la investidura y entronización del rey que mediante aquel gesto recibía el Espíritu de Dios para asegurar la salvación del pueblo mesiánico. Ungir se expresaba mediante el verbo masháj; de allí el título del Mesías, Mashíaj. La figura prototípica es David. En Jesús de Nazaret, descendiente de David, se hicieron realidad todas las promesas: él es el Cristo –Jristós, la traducción griega de Mashíaj– sacerdote, profeta y rey, el verdadero, definitivo, único Salvador. En él se han cumplido las profecías. La Iglesia, y nosotros en ella, los cristianos, heredamos en plenitud lo que se verificó proféticamente en el viejo Israel. La Iglesia es el nuevo. Como escribió San Pedro en su Primera Carta: ustedes son la raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de Aquel que nos ha llamado a la luz y nos ha otorgado su misericordia (1 Pe. 2,9). Juan, el autor del Apocalipsis, escribía a sus lectores –y a nosotros- Cristo, al purificarnos con su sangre hizo de nosotros un reino sacerdotal para Dios, su Padre (Ap.1, 6). La función de los sacerdotes en Israel era mantener en el pueblo la conciencia de su carácter sacerdotal, de modo que glorificara a Dios con su existencia y cumpliera con la finalidad de la elección: hacer que todo el mundo llegara a ser una ofrenda al Dios de la Alianza. Esa misión se realiza cumplidamente en virtud de la Pascua del Mesías que sella el nuevo pacto: hacer que el mundo se convierta en Cuerpo de Cristo. Así lo enseña el concilio Vaticano II: la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu (Lumen gentium, 13).

Todos ustedes, queridos hermanos, por el bautismo y la confirmación, forman parte del pueblo sacerdotal. De ustedes habla el pasaje del Libro de Isaías que escuchamos como primera lectura: serán llamados sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios (Is. 61, 6). Esta, la de pueblo, no es una categoría sociológica, y mucho menos política, sino teológica, teologal. Han sido elegidos ustedes para ejercer un sacerdocio que es esencialmente diverso del nuestro, los ministros ordenados, obispos y presbíteros, pero que es real y necesario. Más todavía: en eso consiste la condición cristiana, y es preciso despertar, avivar continuamente esa conciencia, que en muchos desgraciadamente se aletarga. Cito nuevamente unas palabras del Vaticano II a los laicos. Entre paréntesis, laico es un título de honra –no tiene nada que ver esto con el laicismo- significa miembro del laós, del pueblo de Dios. Aquí va la referencia conciliar, que apunta a los confirmados: quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras (Lumen gentium,11). En esta misión se manifiesta la utilidad del crisma, su eficacia.

Deseo agradecer sentidamente a todos los fieles laicos, creo que son mujeres en su mayoría, que ponen sus talentos, su tiempo, su entusiasmo, al servicio de la obra de evangelización: en la catequesis, en la enseñanza, el ejercicio de la caridad, la organización y administración de las comunidades; en las misiones, a las cuales se suman cada vez más los jóvenes con un protagonismo conmovedor. ¡Gracias, muchas gracias! Nosotros, obispos y presbíteros, no somos sus patrones, sino sus hermanos y padres, que contamos con el consejo, la inventiva, la oración y el cariño de ustedes. ¡Perdón si a veces se sienten abandonados o maltratados por nosotros, a causa de nuestras flaquezas! Sin desmedro de lo dicho, pienso que el papel por excelencia de los laicos no se cumple en la sacristía sino en la laicidad, en el mundo de la realidad cotidiana: la familia, la vecindad, el trabajo en todos los ámbitos, aun en los más conflictivos y refractarios a la fe cristiana, especialmente en estos, donde pueden ser presencia paciente, callada pero elocuente de Cristo. Ustedes están llamados a convertir el mundo en Iglesia de Dios. Esta misión es más necesaria que nunca en la sociedad argentina de hoy, deshumanizada porque descristianizada, en este pueblo de paganos bautizados, como suelo decir, con más dolor que ironía. ¿En quién vamos a depositar nuestra esperanza? ¿En los políticos? ¿En los legisladores, que manipulan leyes y leyes, hasta innecesarias y perversas? ¿en los jueces? ¿en los medios corporativos de comunicación? No sigo con la lista; quiera Dios que podamos alguna vez cifrar esperanzas, no ilusiones, en mujeres y hombres políticos capaces y honrados que enderecen el andamiaje destartalado de la Argentina. El cambio que nuestra sociedad requiere es un cambio de costumbres, o más bien antropológico; es decir: comprender qué somos, quiénes somos, personal y colectivamente, para qué estamos en este mundo, qué pasa después, cuando al reloj de nuestra existencia temporal se le acabe la cuerda. Se necesita verdad y amor, y los cristianos hemos recibido dones preciosos para mostrar verdad y amor con nuestra palabra y nuestra vida.

No puedo olvidar a las religiosas, que suman a su condición de miembros del pueblo santo el valor inestimable de la virginidad consagrada a Dios y a la obra de la evangelización, y que es un trozo de cielo insertado en la terrenidad de este mundo. La Iglesia cuenta con su contemplación y su trabajo.

Queridos presbíteros, hablo ahora a ustedes, con ustedes: dentro de un rato recibirán los santos óleos que representan la gracia, la vida de Dios que han de comunicar. Estamos llamados cada uno a ser todo para Cristo y para los otros, nuestros hermanos, sin quedarnos con nada, sin reservarnos nada, no importa nuestra autorrealización, el éxito personal, o crear un círculo de seguidores y admiradores. Somos, como dice el apóstol Pablo, liturgos del Evangelio (Rom. 15, 16), de modo que el mundo pueda ser ofrecido a Dios como una víctima sacrificial. Nuestra tarea es encaminar a todos hacia el cielo; de esa correcta orientación se seguirán, sin duda, todos los bienes a los que podemos legítima y sanamente aspirar en esta tierra. Cuidado con malbaratar las realidades santas, tentación en la que podemos incurrir si no vivimos en comunión íntima y personal con el Señor. San Gregorio Magno, en una de sus homilías sobre el libro de Ezequiel, apuntó: ¿Qué cosa son los santos varones, sino ríos que niegan la tierra reseca? Sin embargo, ellos se secarían si no se apurasen a volver al lugar del que han salido. Es decir: si no entran en la interioridad del corazón y no se ligan con las ataduras de la nostalgia del amor a su Creador… Ellos, por amor, retornan siempre a su interior y lo que vierten en público lo obtienen del manantial del amor. No hay pastoral auténtica sin adoración que la respalde. No seremos capaces de orientar a los hombres hacia el Evangelio si no entendemos el Evangelio –que no puede ser perturbado por las modas y las ideologías- y si no intentamos sinceramente vivirlo. No tendremos luz y arrojo para compartir la suerte de los pobres, los afligidos, los descartados por el egoísmo colectivo, las víctimas de todas las injusticias, si no se llagan nuestros hombros con el peso de la cruz. Como decía hace un momento a los laicos, hacen falta la verdad y el amor. Verdad, al?thei en el griego clásico y en el del Nuevo Testamento, significa develamiento y manifestación de la realidad, transparencia iluminada que pone todo al descubierto. También coherencia, fidelidad. Amor es agáp?, no éros. Resulta notable que en la Escritura neotestamentaria no figura la palabra éros, que designa el deseo de los sentidos, la pasión ardiente; en cambio agáp?, amor fraterno, afecto desinteresado, amistad, aparece unas ochenta veces, sin tomar en cuenta el verbo correspondiente, agapá?, amar. El amor cristiano es lo que teológicamente se llama caridad, fruto de la Pascua del Crucificado. Ignacio de Antioquía escribió en una de sus cartas: mi eros está crucificado.

Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo, ¡somos necesarios!, podemos decirlo sin orgullo, más bien con temor y temblor. San Juan Pablo II en una de sus cartas de Jueves Santo recordaba una costumbre sorprendente que se había forjado en los países sometidos al comunismo, donde la persecución eliminó a los sacerdotes. Los fieles se reunían en una iglesia abandonada, y donde no había quedado ninguna en pie, en un cementerio donde estuviera sepultado un sacerdote; colocaban una estola sobre el altar profanado, o sobre la tumba, y juntos rezaban las oraciones de la misa. En el momento de la consagración se producía un gran silencio, interrumpido a veces por el llanto. El entonces arzobispo Ratzinger conoció un caso que le refirieron testigos presenciales, y ha transmitido el recuerdo en una homilía suya de Misa Crismal. Eso valemos, ese precioso tesoro llevamos en nuestras vasijas de barro. Los fieles nos cuidan, deben cuidarnos. Pero también debemos cuidarnos a nosotros mismos, procurando ser efectivamente lo que somos. Lo que les digo a ustedes, con afecto fraterno y a la vez paternal, me lo digo a mí mismo.

Deseo dedicar una palabra final a mis queridos seminaristas, algunos muy cercanos, otros un poco más lejos de la ordenación. El tiempo corre, se escurre como agua entre las manos. ¡No pierdan el tiempo! Que cada día sea un paso firme, consciente, sereno y alegre hacia la meta, hacia el cumplimiento de la vocación que han recibido. Crezcan en la verdad y en el amor. No tengan miedo de acercarse a la hoguera, porque nuestro Dios es un fuego devorador (Heb. 12,29). Ustedes son el futuro de esta Iglesia Platense. Todo lo que acaban de oír se refiere también a ustedes, a lo que van camino a ser, a lo que poco a poco van siendo subjetivamente, hasta que la imposición de las manos de un obispo lo convierta en realidad objetiva para siempre. Se dirá entonces de cada uno de ustedes, como en el salmo se dice del Mesías, del ungido: Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec (Sal. 109,4).

Dulcísima Virgen María, ruega por nosotros; no nos abandones, ruega por nosotros.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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