Homilía de Mons. Aguer, en la Misa Crismal.
Publicamos, a continuación, la homilía que pronunció el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa Crismal, el miércoles 23 de marzo de 2016, «La Iglesia Platense congregada ante el altar». Este es el texto completo y oficial de la misma:
La Iglesia Platense congregada ante el altar
Homilía de la Misa Crismal. Iglesia Catedral, 23 de marzo de 2016
Carísimos monseñores Nicolás y Alberto, muy queridos sacerdotes, queridas religiosas, hermanas y hermanos todos en el Señor:
Les aseguro que cada año la Misa Crismal es para mí fuente de un intenso gozo espiritual, y siento que a medida que el tiempo se acumula sobre mis lomos episcopales –casi un cuarto de siglo- voy comprendiendo mejor qué significa esta asamblea litúrgica, qué misterio profundo y bellísimo se manifiesta en ella. Hoy, ahora, se revela en acto el gran sacramento de la Iglesia. Se puede contemplar in actu exercito, es decir como una realidad ejercida, la definición del Concilio Vaticano II: la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen Gentium, 1). La unidad del género humano parece una utopía; lo es, como lo es aquello de la fraternidad universal, según lo demuestra la historia y lo seguirá demostrando hasta que regrese el Señor para separar a las ovejas de los cabritos. Sin embargo esa fraternidad es verdad realizada misteriosamente en la Iglesia Una, Santa y Católica, anticipo terrestre, vacilante, secreto a la vez que gloriosas, del Reino celestial. Otra definición conciliar se apoya en la autoridad de San Cipriano, de San Agustín y de San Juan Damasceno, para afirmar: la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pueblo reunido, hecho uno, plebs adunata. En una entrevista reciente de hace pocos días, el gran Doctor de la Iglesia que es Benedicto XVI sentenciaba con sencillez y con rigor teológico: La comunidad no se crea por sí sola, no es una asamblea de hombres que tienen ideas en común para difundir; la Iglesia no está hecha por sí, sino que ha sido creada por Dios y es continuamente formada por él. En estos términos se enuncia la verdad teológica acerca de la Iglesia, que no es una masa, una muchedumbre populista, un nuevo paradigma sociocultural identificado con una sociedad política determinada, la argentina, la latinoamericana o la que fuere; la Iglesia es un misterio, y se entra a ella –como apunta el Papa Ratzinger- mediante el Sacramento; no basta –agrego yo- la devoción a San Expedito o al Gauchito Gil, que algunos consideran “mística” popular.
La realidad que se manifiesta en esta celebración es la Iglesia Platense. Con toda razón y derecho podemos hablar así, y usar ese nombre, ya que según el Vaticano II la diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al Obispo para ser apacentada con la cooperación de sus sacerdotes, de suerte que adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica (Christus Dominus, 11). La realidad una de la Iglesia particular no es uniformada, indistinta; al contrario, se caracteriza por una diversidad abundante y riquísima orgánicamente estructurada como la unidad vital que corresponde a un cuerpo. La variedad copiosa de dones y carismas se orienta al servicio del pueblo de Dios, no es derramada por el Espíritu para adornar la autorreferencialidad de los agraciados. El Espíritu sopla donde quiere, pero no anárquicamente; no es mi Espíritu, ni el de mi congregación, mi movimiento o mi parroquia, sino el Espíritu del Cuerpo de Cristo, del cual cada uno individual o societariamente es un modestísimo miembro. En la diócesis, las eclesiolas o iglesitas son protuberancias que se autoalimentan a expensas de la totalidad; esa deformidad puede afectar a un movimiento laical, a una congregación religiosa, a un colegio y aun a un grupúsculo de sacerdotes diocesanos. Los fieles de todas esas unidades menores son fieles de la diócesis, son fieles del obispo, que está obligado a velar por ellos en virtud de su ministerio. Aquellas unidades menores no son una iglesia propia que, de paso, colabora generosamente con la Iglesia Católica. Comprendo que en estas realidades imperfectas se proyectan mentalidades, tradiciones, el peso de una propia historia, visiones teológicas parcializadas, elementos sociales y culturales; el desafío que se nos presenta a todos es que aquellas innegables y variadas riquezas se coordinen en una armoniosa unidad, y que ésta se vea, no para la autocomplacencia del deber cumplido, sino como testimonio de que la Iglesia es la Katholiké, es “según la totalidad”.
En nuestra bellísima catedral el signo principal de la unidad no es esta cátedra –también lo es, pero no el principal-; lo que atrae y reúne nuestras miradas es el altar. Así debe ser también hasta en la más humilde capilla de barrio. La fenomenología de la religión se ha ocupado de identificar los símbolos de lo santo, de lo sagrado, en las diversas religiones, desde las más primitivas. En su clásica obra, Van der Leeuw escribe: el símbolo más propiamente tal es el altar, trono o mesa de dios, porque aquí, de hecho, se hace “sucedible” lo santo, se establece. Se conocen variedades infinitas de altares, de piedra siempre, labrada o sin labrar; del Antiguo Testamento conocemos altares que eran un montón de tierra o de piedras, el altar del tabernáculo (de madera recubierta de bronce), el altar de los holocaustos, de bronce también, que estaba en el atrio del templo de Salomón, y el altar del incienso, otro de madera. Siempre se ha discutido sobre las formas que podían adoptar.
¿Y el altar cristiano? Nos ha quedado grabado en la memoria lo que podríamos llamar el altar de la Ultima Cena según la famosa pintura de Leonardo, una mesa como la de un banquete de hoy. Pero se sabe que los judíos no comían en esa postura, y tampoco lo hicieron así las primeras comunidades cristianas en sus eucaristías. El altar cristiano es la cruz, es Cristo en forma de cruz, y los altares de nuestras iglesias de hoy son ara del sacrificio antes de ser mesa del convite, pueden ser esto porque son aquello. En las últimas décadas han ocurrido cosas horrendas, pensándolo bien habría que decir heréticas; porque si se altera el símbolo se corrompe la visión y la vivencia de la realidad simbolizada. Contra la unánime tradición eclesial se ha introducido una clericalización de la misa a la cual nos hemos acostumbrado. Según observa Ratzinger, ahora el sacerdote –el presidente, como se prefiere llamarlo- ha venido a ser el verdadero y propio punto de referencia de toda la celebración. Pareciera que la misa es un encuentro que armamos entre nosotros, el cura y los fieles. Exagero un poco, y no me propongo tratar ahora el problema de la orientación del celebrante en la plegaria eucarística propiamente tal, el célebre asunto de la mirada hacia el Este, hacia Oriente. Cito otra vez a Ratzinger -Benedicto: la atención está siempre menos dirigida a Dios y se torna siempre más importante lo que hacen las personas que se encuentran y no quieren absolutamente someterse a un “esquema preestablecido”. Hay que procurar que esto no ocurra, y si ocurre, revertir el movimiento. Lo que quiero decir en definitiva es que la cruz no puede faltar en el altar, y en el centro, no desplazada a un costado como si fuera un obstáculo para que se miren el celebrante y los fieles. Sé muy bien que, gracias a Dios, lo que antes se criticaba en lo que dije no ocurre en todas nuestras misas. Por otra parte, resulta ridículo adoptar posturas nostálgicas y extravagantes e ideologizar posiciones. Lo que hace falta, además del sentido común, del sano y normal sentido católico, es estudiar teología, la historia y la teología de la liturgia.
La bendición de los óleos y la consagración del crisma que vamos a realizar les incumbe especialmente a ustedes, queridos hermanos y hermanas, fieles laicos, porque son signos materiales de la identidad y de la misión cristiana. Subrayo lo dicho: identidad y misión. No sé si habrá ocurrido siempre así, pero en la actualidad la relación de las comunidades cristianas con el mundo se parece muchísimo a la que se planteaba en los tiempos apostólicos, al encuentro de la fe de Cristo con la cultura pagana. Los invito a leer o releer las Cartas de San Pablo. Algo similar se plantea a la misión de la Iglesia en la Argentina y es que tiene que habérselas con un mundo y una cultura de paganos bautizados. Las formas de vida anticristianas y antihumanas arrasan con todo, sostenidas por el poder, el dinero y la triste inclinación de hombres y mujeres a plegarse a las modas. Esta situación, que ha de ser reconocida objetivamente, sin dramatización ni pesimismo, lejos de acobardarnos nos debe incitar, entusiasmar, si tenemos siempre la vista puesta en el Señor y si confiamos más en el Espíritu Santo que en nuestras posibilidades y en las técnicas de organización y métodos pastorales que sea necesario adoptar. No es el momento de recluirnos defensivamente, sino el de salir a la conquista. Nuestro Papa Francisco ha lanzado la orden de Iglesia en salida. Él mismo ha fijado prioridades: las periferias geográficas y las existenciales. Se trata de cubrir con una continua presencia misionera los territorios vacíos, vacíos precisamente de la presencia eclesial; debemos llegar con la Palabra y la Gracia de Dios, con la ayuda efectiva de la caridad hacia los más pobres, a los nuevos núcleos poblacionales, que se multiplican con celeridad. Muchos de los aquí presentes ya están trabajando generosamente en ello; se los agradezco de corazón y les pido que hagan lo posible por sumar a otros. Las periferias existenciales también crecen: no sólo la pobreza extrema, la enfermedad que no recibe la atención debida, el desastre inédito de la destrucción de la familia con sus secuelas de orfandad infantil, el mundo del delito y su represión, en el que pagan los “perejiles” y zafan los mafiosos –es decir, resumiendo: asentamientos, hospitales y cárceles- ; no sólo eso sino también el asesinato de las almas mediante la ideologización que ateíza, el marketing de la diversión que corrompe tempranamente a los adolescentes, el vacío que dejamos en tantos ámbitos culturales con nuestro silencio e inacción. No quiero apabullarlos, pero hay lugar para todos en esta “salida”, en esta misión; también para los que ya no están en edad o no tienen tiempo. Además, existen problemas que nosotros no podemos resolver. Podemos, eso sí, cargar todas estas miserias sobre nuestro corazón e implorar misericordia con una oración incesante, y ofrecer el sencillo testimonio cotidiano que anuncie a quienes tenemos más cerca que existe otra forma de vida, más humana porque cristiana, porque está de acuerdo con lo que el Creador pensó para este bicho extraño que es el hombre, tan querido por él y destinado a la eternidad.
Como todos los años quiero también dirigir una palabra de gratitud y aliento a los presbíteros de la arquidiócesis que, en seguida, van a renovar sus promesas sacerdotales, las cuales están ligadas a la unción que un día recibieron. Escuchen bien lo que la Iglesia les propone en esas dos preguntas que debo formularles, en las que cabe todo lo que se puede demandar a un sacerdote, es decir, que sea fiel. Piensen en ello mientras responden “sí, quiero”, y que esa respuesta sea un deliberado acto de amor a Cristo, Ungido del Señor y a la Iglesia, Pueblo de Dios, ungido por el crisma del Bautismo y de la Confirmación. Yo que ustedes añadiría otros propósitos que explicitan o amplían los que figuran en el ritual: quiero vivir sinceramente lo que implican la unidad de la Iglesia y la fraternidad sacerdotal, quiero liberarme de toda ambición y de todo rencor, de la murmuración que despelleja al prójimo, quiero vivir en la verdad de la pureza, sí, en la castidad del celibato, quiero deslomarme trabajando en la misión, quiero acrecentar sin límites mi intimidad con el Señor y ser un auténtico padre espiritual para los fieles. Yo quiero todo esto, también para mí, con ustedes, queridos hermanos. Y los aquí presentes, testigos de las promesas renovadas, rezan por nosotros.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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