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Homilía de Mons. Aguer, en el ingreso de los nuevos seminaristas platenses.

 

 

Foto de conjunto de los nuevos seminaristas, con el padre Diego Bacigalupe, superior del Introductorio o Propedéutico (15 de febrero de 2017).

 

     Como complemento de la crónica que enviamos el miércoles 15 de febrero, publicamos a continuación la homilía íntegra del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa de Ingreso de nueve jóvenes al Seminario Mayor San José de La Plata, con el marco del Año Vocacional Arquidiocesano. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 

Ser sacerdote: querer y poder

Homilía de la misa de recepción de los nuevos seminaristas

Iglesia parroquial Nuestra Señora de los Dolores, 15 de febrero de 2017.

 

Queridos muchachos: los recibimos con afecto y alegría en este su primer día de seminario. Se me ocurre que quizá en sus corazones se sobrepongan sentimientos diversos, tironeando cada uno  para su lado. Lo digo evocando, a una distancia de más de cincuenta años, lo que experimenté en mi propio ingreso: satisfacción y duda, esperanza y miedo; a la vez un deseo sincero, temprano, inmaduro de ser totalmente de Jesús, de consagrarme enteramente al Reino de Dios y a la salvación de los hombres. Es decir, entregarme a este instrumento humano, a esa maquinaria histórica, la Iglesia Católica, que nació por voluntad del Señor y del trabajo inicial de los apóstoles, como continuidad y réplica de la Encarnación. Ustedes se encuentran ahora en esa situación, en un momento que es, para todos los presentes, de vértigo y de gozo.

 

Quiero detenerme en algunas frases de los textos bíblicos que hemos escuchado y que constituyen, como en toda liturgia eucarística, La Palabra que el Señor nos dirige para sacudir nuestra fe quizá aletargada y prepararnos a la participación en el misterio pascual que se actualiza como una realidad presente en cada misa. Hoy tienen un tema común: la vocación, el llamado que Dios dirige a algunos elegidos suyos, y que ustedes consideran haber recibido para atreverse a dar este primer paso de entrar al Seminario. Me refiero a la vocación sacerdotal, que reúne la dimensión profética y la apostólica, pero que es sobre todo discipulado cristiano, seguimiento, apego, amor a Jesús, hasta la cruz y la resurrección.

 

Escuchen nuevamente lo dicho a Jeremías: Antes de formarte en el seno materno, yo te conocía. ¿Han pensado en eso? Existían, existen desde siempre en el corazón eterno de la Santísima Trinidad; lo que están haciendo hoy tiene allì su causa, remotísima y a la vez actualísima como todo lo eterno. La excusa del profeta puede ser también la de ustedes: Ah, Señor mira que no sé hablar, que soy demasiado joven (cf. Jer. 1, 4-9). Es verdad: son demasiado jóvenes, no tanto cronológica cuanto espiritualmente. Vienen al Seminario entonces para crecer; mientras pasan los años tendrá que irse configurando en cada uno de ustedes una personalidad sacerdotal. Cada uno es y deberá seguir siendo distinto de los otros, ser él mismo, pero identificándose con la figura unívoca de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote y con la Gran Tradición de la Iglesia, que no se puede arrojar por la ventana porque es ella la que nos marca con el honroso título de católicos. Aquí tendrán que asumirla y amarla, a pesar de la indiferencia, las burlas y las persecuciones del mundo, que como escribió el apóstol Juan, está bajo el poder del Maligno (1 Jn. 5, 19). Se refiere, obviamente no a la creación divina sino a la ruina introducida en ella por haber cedido el hombre, la mujer y el varón, a la seducción diabólica. Mediante el estudio, la oración, las progresivas prácticas pastorales, la vida comunitaria y las indicaciones de los sacerdotes formadores, se irán preparando para asumir la misión a que se los destine: tú irás donde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene (Jer. Ib.).

 

El apóstol Pablo, en su Carta a los Filipenses, habla brevemente de sí mismo: me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús (Fil. 3, 14). Queridos hijos, pueden recoger estas palabras que hemos escuchado en la segunda lectura y aplicárselas a ustedes mismos. San Pablo dice que el llamado celestial es un premio. Se refiere, probablemente a la orientación hacia el cielo, donde culminará su vocación apostólica. Así ocurre también con ustedes. La vocación sacerdotal tiene mucho de misterioso, de inexplicable. Yo suelo decir que consiste en querer y poder. El querer es la inquietud primera y la decisión después que toma nuestra vacilante voluntad. En este campo se ha de ejercer un discernimiento que continúa en los años del aprendizaje seminarístico para estar ciertos de que nuestro querer refleja el querer de Dios, su elección; ese querer debe tornarse cada vez más seguro y fervoroso, pero también más humilde a causa de una conciencia creciente: es un premio y nos encamina al cielo. El poder designa las condiciones necesarias para la vida y el ministerio sacerdotal que la Iglesia misma, con su experiencia multisecular ha establecido, pero se encuentran esbozadas ya en la consideración que cada uno hace para decidirse: constata que de alguna manera “le da el cuero”. No obstante, todas las dimensiones de la formación seminarística están encaminadas a prepararlos del mejor modo posible. ¡No desatiendan ni desperdicien nada de lo que van a recibir!

 

Me detengo un momento en el Evangelio de hoy, en el que Jesús exige a sus discípulos que lo amen más que a todo y que se decidan a seguirlo cargando la cruz. Son palabras duras, sobre todo para la cultura blandengue que se impone por todos los medios y es capaz de asfixiar la connatural generosidad de los jóvenes católicos. Una observación lexicográfica no está de más: hemos escuchado una razonable traducción del texto lucano: cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre …y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc.14,25). El texto original griego de San Lucas traduce un semitismo que reza literalmente el que no odia a su padre y a su madre… (LC. 14, 25-33). No se asusten los papás y mamás aquí presentes, ni los hermanos y amigos. ¿Qué significa esa expresión brutal si el Cuarto Mandamiento de la ley de Dios nos manda amar padre y madre, y si la Biblia está llena de recomendaciones a los hijos para que obedezcan a sus padres y los asistan amorosamente en su enfermedad y en su vejez? No hay que olvidar que la tabla del Decálogo comienza: amar a Dios sobre todas las cosas, con un amor prioritario y exclusivo. Muchas veces el círculo familiar se enrosca en sí mismo y puede atrapar de tal modo a sus miembros que excluyan la referencia trascendente y alienen la libertad necesaria para amar a Dios; hay que evitar ese encierro con la familia en su círculo social; Jesús habla de una muerte a la familia y a sí mismo como dimensión negativa del hacerse discípulo. Precisamente Jesús se dirigía a una multitud que en realidad no sabía qué significa ser discípulo. Es preciso elegir y cuidar que nuestro corazón no esté dividido, para ser aceptado por el Maestro y para disponernos a aprender la sabiduría divina.

 

Se trata de una especie de reacomodamiento efectivo que tiene su apoyo en la fe, en el conocimiento del Señor y en el trato con él. La experiencia de la vida sacerdotal demuestra, aunque parezca una paradoja, que el hijo sacerdote, que ha renunciado a formar su propia familia, es el más libre y más cercano y dispuesto a favor de su familia de origen: padres, hermanos, demás parientes, y también amigos. Asimismo, con el tiempo, la familia del futuro sacerdote, que a veces ha querido imponer al hijo un camino de vida según su parecer, va apreciando la vocación sacerdotal de ese hijo como una bendición, y absteniéndose de sofocarlo con exigencias como si nada hubiera cambiado, se constituye en una especie de retaguardia de amor y con la máxima discreción está siempre dispuesta a ayudarlo. Es el Espíritu Santo quien nos hace a todos comprender estas cosas delicadas y bellas, cosas de Dios.

 

Ahora, queridos muchachos, permítanme algunos consejos en este día inicial. En primer lugar el trato íntimo con Jesús y la avidez de conocerlo y quererlo cada día más. Les ayudará el ejercicio trabajoso de la oración que, como siempre se ha dicho, consiste en conversar con Dios; yo añadiría: poniendo el acento en escucharlo en silencio, porque no se lo escucha en el alboroto interior o exterior. Acostumbrarse poco a poco a la lectura cristiana de la Sagrada Escritura y estudiar el Catecismo de la Iglesia Católica, que es teología para todos y nos ofrece la visión integral de la fe de la Iglesia. Obviamente, deberán iniciar otros estudios humanísticos, necesarios para abordar luego el ciclo teológico, y la lectura espiritual que les llene el alma del deseo de Dios. Algo fundamental: la liturgia, con su riqueza de signos y textos venerables, celebrada no como una construcción nuestra sino como un don divino será el clima propicio de la formación.

 

No tengan miedo, o mejor dicho, cuando sobrevenga este sentimiento pónganse confiadamente en manos del Señor. Vaya conociendo cada uno los costados positivos de su personalidad, para afianzarlos y promoverlos, y los propios defectos que es preciso purificar mediante la práctica de todas las virtudes. La preparación para el celibato requiere la pureza de intenciones y el cuidado de no incurrir en las tentaciones, que hoydía no se encuentran tanto por la calle como en la computadora y el telefonito, instrumentos admirables en los que también cabe toda la basura del mundo; al respecto sean siempre muy sinceros con ustedes mismos. Ya he mencionado la oración; ahora les digo: no ahorren tiempo ante el sagrario y quieran mucho a la Virgen María y San José. ¿Quiénes estuvieron más cerca que ellos de Jesús? Pídanles que les enseñen a conocerlo mejor y a tratar con él. Recuerden siempre para qué entraron al Seminario: para ser sacerdotes de la Iglesia. El Papa Benedicto XVI, en un discurso suyo (22-12-06) decía: Esta es la ocupación central del sacerdote: llevar Dios a los hombres. Ciertamente puede hacerlo sólo si él mismo viene de Dios, si vive con y de Dios.

 

Todas estas realidades centrales y tan bellas deberán vivirlas en el ritmo cotidiano. Les recomiendo insistentemente: no caigan en el vicio de la murmuración. El diccionario explica bien de qué se trata: hablar entre dientes, manifestando queja o disgusto por alguna cosa; y en otra acepción cercana: conversar en perjuicio de un ausente, censurando sus acciones. Antes –no sé por qué- se atribuía especialmente este defecto a las mujeres. Lo que puedo decir es que se trata de una ocupación dañina de muchos clérigos. Prepárense de modo que el año próximo no se dejen tragar por los murmuradores que no faltan en el Seminario, muchas veces aprendices de los curas murmuradores, que tampoco faltan. ¿Qué es lo que está en juego en este caso? La caridad, y en ocasiones la verdad, porque entre la murmuración y la calumnia hay sólo un paso. Vivir en el amor es lo que corresponde a una comunidad cristiana; como explica el apóstol Juan: no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn. 3, 18). Este aviso significa que no importa la emoción y los meros sentimientos, sino los hechos por los cuales vamos venciendo nuestro egoísmo y ejercitándonos en un servicio generoso y eficaz. Eso es amor. Así se han de preparar ustedes para la entrega que reclama el ministerio pastoral.

 

Concluyo con dos últimas exhortaciones: procuren poner las firmes bases de toda construcción virtuosa, que es la humildad. Lo dice Santo Tomás de Aquino: reconocer los propios defectos y así poner orden en el apetito de sobresalir (¡no se la crean, entonces!); hay que cavar hondamente, hacia abajo, en esta silenciosa forma de modestia, porque la humildad es el fundamento del edificio espiritual (II-II q. 161, a ef et 5 ad 2). Por último, aunque no es lo menor, la alegría. Por cierto que no faltarán las penas, pero no es posible respirar a pulmón pleno las cosas de Dios sin el talante espiritual de la alegría; pídanle constantemente al Espíritu Santo que les regale su gozo, y que este les ilumine el alma y el rostro y les haga disfrutar ya desde ahora, si bien de modo incipiente, el premio de las bienaventuranzas.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

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