Homilía de Mons. Aguer, en el Domingo de Ramos.
La muchedumbre, el centurión y el buen ladrón
Homilía en la Misa del Domingo de Ramos. Iglesia Catedral, 20 de marzo de 2016.
La celebración de hoy, Domingo de Ramos, representa una síntesis de la Semana Santa, de la conmemoración que hace la Iglesia de la Pascua del Señor. La gloria y la pasión, o más bien la pasión y la gloria; esos son los términos que expresan lo que sucedió y lo que recordando actualizamos. Los ritos iniciales que hemos cumplido: la bendición de los ramos, la entrada solemne con ellos, los cantos de alabanza a Cristo, Rey victorioso que vino a salvarnos, son el memorial de aquel acontecimiento histórico, su ingreso en Jerusalén. Hacia allí, hacia la ciudad santa había Jesús enderezado su camino, porque hacia allí se dirigía, en verdad, su vida entera. Aquella entrada triunfal fue un esbozo fugaz y provisorio de su gloriosa resurrección y de su retorno al fin de los tiempos. Faltaba el hecho asombroso, tremendo, inevitable, del “paso” pascual: la pasión y la cruz. Por eso, al gesto entusiasta del comienzo sigue hoy una Misa de la Pasión. En las celebraciones de los próximos días, del solemne Triduo que empieza el jueves por la tarde, “pasaremos” a través de la compunción del viernes y del silencio del sábado a la luminosa alegría del domingo, anticipada en su larga vigilia, en la que vuelve a resonar el aleluya. Como presencia, como actualidad permanente de lo que sufrió el Señor, que resucitado de la muerte vive para siempre, nos queda el sacrificio y sacramento de la Eucaristía.
Me detengo un momento en el relato de San Lucas sobre el ingreso triunfal de Jesús en Jerusalén, que hemos escuchado después de la bendición de los ramos y antes de reproducir simbólicamente aquel ingreso con nuestra entrada solemne a la catedral. Quiero destacar sólo algunos detalles. Es desconcertante, a primera vista, el episodio del burrito de Betfagé: asombra cómo Cristo ve todo, sabe todo; él es la Providencia, que tiene todo dispuesto, y todo ocurre como él lo ve. Allí se cumplió la profecía de Zacarías (9, 9): ¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene a ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de una asna. No entra como los reyes de este mundo, a caballo adornado con cintas en sus crines –o en un tanque blindado-, la hace sencilla y pacíficamente, pero para anunciar que en él ha llegado el más precioso objeto de esperanza: el Reino de Dios.
Una curiosidad: Lucas no menciona los ramos, que dan nombre a este domingo; sí lo hacen los otros evangelistas. Según Mateo los que participaban de esa procesión cortaban ramos de los árboles; según Marcos, del campo; lo hacían para alfombrar el camino. Serían probablemente ramas de olivo, ya que la escena ocurría en la pendiente del Monte de los Olivos. Juan habla, más bien, de hojas de palmera, seguramente para agitarlas en homenaje. En el relato lucano se menciona que la gente cubría el camino con sus mantos, como se hacía con los reyes; un gesto de gozosa sumisión y vasallaje. El canto de la multitud de los discípulos que seguía a Jesús rezaba: Bendito sea el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas. Se puede comparar este canto con el de los ángeles que anunciaron a los pastores el nacimiento del Mesías: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por él. La lírica aclamación popular recogida por San Lucas en su Evangelio, en el que hoy se ha proclamado (Lc. 19, 38), parece una devolución de la anterior, la que en su relato de la Navidad pone en boca de los ángeles (Lc. 2, 14). En el Gloria de los ángeles la dirección apuntaba del cielo a la tierra, en el otro –el que hoy hemos escuchado y repetido en nuestros cantos- el movimiento va de la tierra al cielo, como reconociendo que todo don viene de allá. Ese intercambio entre cielo y tierra podemos reconocerlo en cada misa cuando rezamos o cantamos el Sanctus. Es de notar que en la aclamación de la muchedumbre Lucas no incluye el hosana, y que sí lo ponen los otros tres evangelistas. Es un clamor que en hebreo suena hoshí aná, como si se dijera ¡ayúdanos, pues!; iba dirigido a Dios y también al Rey: en este caso equivalía al God save the King (the Queen) que usan o usaban los ingleses.
La proclamación del Evangelio de la Pasión va precedida por tres textos que se refieren a él; dos son profecías, otro es la profunda explicación teológica desarrollada por San Pablo. Como primera lectura de la Misa hemos escuchado un fragmento del libro de Isaías que los exégetas han identificado como Tercer Canto del Servidor del Señor; en el cual encontramos esta descripción anticipada de los ultrajes inferidos a Jesús: ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían (Is. 50, 6). Siguió luego el canto responsorial tomado del Salmo 21, una oración impresionante del justo perseguido que comienza con este grito desgarrador: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Mateo (27, 46), y Marcos (15, 34) escriben que Jesús, hombre verdadero, asumió ese clamor a las tres de la tarde de aquel Viernes Santo, para ponerse en manos del Padre. Quizá rezó la oración entera, que contiene una súplica esperanzada y una acción de gracias por la liberación. El relato de la Pasión según Lucas –según hemos escuchado- registra como últimas palabras de Jesús Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, que recuerdan un versículo del Salmo 31: Yo pongo mi vida en tus manos; tú me rescatarás, Señor, Dios fiel (Sal. 31, 6).
La segunda lectura de esta liturgia fue un pasaje de la Carta de San Pablo a los Filipenses (2, 6–11); parece un himno que canta la humillación y la glorificación de Cristo, es decir, el “paso” a través de la pasión hacia la gloria. Contiene expresiones extremas, que nos permiten apreciar con asombro y adoración hasta dónde llegó Dios Hijo para salvarnos: asumió totalmente nuestra condición humana; se anonadó –se vació, se hizo nada- para compartir nuestro destino, obedeció, se hizo esclavo, aceptó la muerte. Por eso fue glorificado y en su humanidad santísima es el Señor de todo lo que existe. El Apóstol pedía a los destinatarios de su carta que tuvieran entre ellos los mismos sentimientos de Jesús. La exhortación corre y vale también para nosotros. La imitación de Cristo configura nuestra identidad cristiana, y la revelación de ese camino, el que debemos seguir, contiene el sentido de la existencia humana, aunque quienes carecen de fe no lo puedan percibir. No se puede entender la vida de otro modo; no otorgan sentido el autoengaño o la evasión en la utopía: cuanto más cristiano –verdaderamente tal, quiero decir- más humano se es, se llega a ser.
Les sugiero, queridos hermanos, que en estos días de Semana Santa se detengan a leer y meditar lentamente -¡háganse tiempo!- los relatos evangélicos de la Pasión. Si es posible, los cuatro; si no, elijan uno. Del texto de San Lucas que acabamos de escuchar, quiero ofrecerles unos pocos apuntes: seguir brevemente las fluctuaciones de la muchedumbre, y observar la reacción de dos personas.
En la entrada a Jerusalén acompañaba a Jesús una multitud de discípulos suyos (el texto griego dice pl?thos t?n mathet?n); una turba, más bien, de gente que había quedado asombrada por la novedad de su enseñanza y por sus curaciones milagrosas. En la noche fatal de la traición, Judas aparece en el huerto acompañado también de mucha gente (ójlos, Lc. 22, 47). Pilato convoca a los jefes israelitas y al pueblo (tòn laón), 23, 13) o plebe, porque se comportaron como plebeyos, para comunicarles que correspondía liberar a Jesús, ya que ni él ni Herodes lo consideraban culpable. Pero la turba que se ha reunido (pampl?thei, 23, 18) pide la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Pilato, que era un corrupto, un coimero, conservaba el sentido romano de la iustitia y quería salvar a Jesús, pero por flojón o politiquero dejó hacer. La historia humana está llena de Pilatos. La última aparición de la muchedumbre tiene lugar en el Calvario. Mientras los jefes insultan a Jesús el pueblo (ho laós, 23, 35) permanecía allí y miraba. Quizá en el ánimo de la plebe se está insinuando un proceso de transición. Los signos cósmicos que se desatan en el momento de la muerte de Jesús llenan de pavor a los presentes, la oscuridad y el terremoto precipitan en todos una conmoción; la reacción del centurión romano es claramente una expresión clásica de arrepentimiento, ya que se golpea el pecho. El texto dice que las muchedumbres (en plural: ójloi, Lc. 23, 47-48) volvían haciendo lo mismo, o arrepentidas o asustadas.
Probablemente, las muchedumbres han sido siempre así, veletas, antojadizas, inconstantes, ligeras; van y vienen, son llevadas y traídas. Su protagonismo en los siglos más o menos republicanos y democráticos comenzó oficialmente en aquella plaza donde rodó la cabeza del buenazo Luis XVI. Habría que distinguir entre pueblo y muchedumbre; entre uno y otro concepto se encuentra un tercero, y riesgoso, el de mayoría. No se trata de meras distinciones conceptuales; son realidades operantes que determinan el dinamismo de la historia. Por otra parte, la Iglesia es el pueblo de Dios que peregrina entre los pueblos de la tierra; no se identifica con ninguno de ellos, es una realidad misteriosa, sobrenatural, que no puede ser interpretada reductivamente. Me llama la atención que pensadores católicos actuales, filósofos y teólogos, sin referencia alguna a la Revelación y al Reino “que no tendrá fin”, divinicen al pueblo argentino o latinoamericano en nombre de un “nuevo imaginario colectivo”, de un nuevo “paradigma sociocultural”. Para ellos, me parece, el Reino está acá, en la tierra, encarnado en la plebe divinizada por el arte de una teología del populismo; la esperanza del futuro se cumple en ese “nuevo comienzo” que imaginan. La “mística” cristiana es la de las organizaciones populares. Esta mezcla de religión y política tendrá efectos pastorales devastadores. ¡Menos mal que nuestros hermanos evangélicos hablan de Jesús y de la salvación!
En el relato de la Pasión, en cambio, Lucas destaca hermosamente las posturas personales ante Cristo. Se advierte en la trama de lo que ocurre el valor decisivo de las responsabilidades personales, el riesgo tremendo de la libertad personal: Pilato, Herodes, cada uno de los jefes y maestros de Israel han empeñado la suya. Dos casos conmovedores: el centurión romano y el buen ladrón. El Centurión, al contemplar lo que ocurría alabó a Dios exclamando: “Realmente este hombre era un justo” (Lc. 23, 47): fue ésa su confesión de fe; podemos pensar que en este término díkaios, justo, Lucas resume todo lo que un pagano era capaz de afirmar sincera y personalmente acerca del Crucificado, era su acto de fe. No sabemos cuál fue la trayectoria espiritual ulterior de aquel hombre, aunque no sería exagerado considerarlo uno de los primeros cristianos. ¿Y si fue el primero de todos?
El otro caso personalísimo es el del Buen Ladrón. No se dice si era el de la derecha o el de la izquierda (cf. Lc. 23, 33). Corrige a su vecino de suplicio, tan malhechor como él, pero que carece de temor de Dios en ese trance supremo y por eso exhibe su incredulidad y su desesperación; él, en cambio, el bueno, asume su culpa y el correspondiente castigo. Quizá había oído hablar de Jesús y de sus signos milagrosos. La súplica que escapa de sus labios viene presentada por el relator con el verbo en imperfecto: decía. Se puede pensar que la pronunció más de una vez. Podría ser una súplica nuestra, cotidiana: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino (Lc. 23, 42); ¡qué intenso acto de fe y de esperanza!
Cada uno de nosotros, miembros de la Iglesia, no es un anónimo en la muchedumbre; no importa nuestra filiación política ni nuestra inclusión en el “nuevo imaginario colectivo”; tampoco si somos ricos o pobres materialmente hablando; no son esas condiciones las decisivas. Importa, claro está, ¡y cuánto! que seamos pobres de veras con la pobreza del Corazón de Jesús y de su Evangelio. Importa nuestra postura personal de fe y amor ante el Señor , que nos hace contemporáneos suyos. Así lo explicaba en 1848 aquel gran cristiano, luterano, Soeren Kierkegaard en su “Ejercitación del Cristianismo”. Lo que la contemporaneidad exige de cada cristiano para seguir siendo sostenido por Cristo –porque por nuestra propia fuerza no podríamos mantenernos unidos a él- es que cada uno delante de Dios sinceramente se humille bajo las exigencias de la idealidad. Y algo más, que si valía para los luteranos del siglo XIX, vale más todavía para los católicos del siglo XXI: es irrespetuoso pretender meter a Dios y a Cristo en la fraternización universal.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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