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Homilía de Mons. Aguer en Corpus Christi.

 

Comienzo de la procesión con el Santísimo Sacramento.

 

Ampliando nuestra información del sábado 17, publicamos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la celebración de Corpus Christi. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

Adorar a Cristo

Homilía en la celebración arquidiocesana de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Iglesia Catedral, sábado 17 de junio de 2017.

Jacques Pantaléon, francés, hijo de un zapatero, sin ser cardenal sino sólo arzobispo, fue elegido Papa en 1261 después de un cónclave que duró tres meses; tomó el nombre de Urbano IV. ¿Por qué lo recordamos, y precisamente hoy? Tres años más tarde y poco antes de morir, este pontífice, extendió a la Iglesia Universal, mediante la bula Transiturus de hoc mundo ad Patrem, la fiesta de Corpus Christi, que hasta entonces se celebraba sólo en la diócesis de Lieja.

Desde sus orígenes, la Katholiké, la Iglesia Católica, estuvo bien segura de que Nuestro Señor Jesucristo se quedó misteriosamente con ella en la anámnesis, la memoria viviente del sacrificio pascual; fue ésta, la eujaristía o acción de gracias, el rito que las primeras comunidades cristianas ofrecieron al Padre como berajá o exomológ?sis para bendecirlo y confesar que El cumplió todas las promesas en el envío, predicación, muerte y resurrección del verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. Parece que el relato más antiguo de la institución eucarística es el que Pablo ofrece a los corintios con una solemne introducción: lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente… (1Cor 11,23). Luego incluyeron la narración en su texto los autores de los Evangelios sinópticos; el realismo de la vertiente judeocristiana se refleja especialmente en la versión de Marcos.

La tradición eclesial es unánime en afirmar la presencia real; esta verdad de fe: el Cuerpo es la persona de Jesús en su integridad física, espiritual e histórica y la Sangre es la derramada en el sacrificio de la cruz. Está el Señor presente. Hay un pasaje precioso en la Homilía sobre la Santa Pascua atribuída a San Hipólito: El deseo de salvar de Jesús, su eros totalmente espiritual, consiste en mostrar las figuras –týpous– como figuras y, en lugar de éstas, de las predicciones y preparaciones de la Antigua Alianza podríamos aclarar, entregar a sus discípulos su Cuerpo sagrado. En esta pieza característica de la catequesis del siglo III, a las figuras –týpoi– se le contraponen las obras –tà érga-. La primera lectura, tomada del Deuteronomio nos habla de ese pan desconocido, anuncio profético del Pan verdadero (Dt.8). La referencia al poder divino, a la energía, resulta evidente en las anáforas antiguas, caldeas o siro-antioquenas, que afirman que la Eucaristía es el memorial de la crucifixión, muerte, sepultura, resurrección, sesión a la diestra del Padre y segunda venida gloriosa de Jesús; se pide al Padre que envíe al Espíritu Santo para producir ese cambio que nosotros llamamos justamente transustanciación; sabemos que consumado este hecho, ya no quedan sobre el altar el pan y el vino que ofrecimos, sino sólo el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo; es decir, todo él, personalmente, en su humanidad santísima y en su divinidad propia de Segunda Persona de la Trinidad. Felizmente, aquella antiquísima tradición que invocaba la efusión del Espíritu Santo, ha reaparecido en las plegarias Eucarísticas II, III y IV del Misal que empleamos hoy día en el rito romano.

¿Qué hechos impulsaron a Urbano IV a establecer para toda la Iglesia la fiesta que hoy es motivo de nuestro gozo? Razones dogmáticas, en primer lugar. Ya desde el siglo IX se venían sucediendo entre los teólogos controversias sobre la Eucaristía. Pero en el siglo XI Berengario de Tours negó expresamente la realidad de la presencia del Señor en el sacramento, y los cátaros, albigenses y valdenses difundieron la herejía. La reacción contra estos errores fue también causa de un incremento de amor y prácticas de piedad. El establecimiento de la fiesta en Lieja se debió a la insistencia de la Beata Juliana de Cornillon, favorecida con una revelación privada que la impulsó a solicitarla. Sobrevinieron luego milagros eucarísticos, muchos de ellos de dudosa autenticidad. Pero el indiscutiblemente cierto, resonante, fue el de Bolsena, inmortalizado siglos más tarde por el genio del Raffaello. Un sacerdote que dudaba de la presencia real recibió esta gracia: después de la consagración la sangre eucarística tiñó de rojo los corporales. ¡Basta de dudas! El Papa Urbano encargó la composición del Oficio litúrgico a Santo Tomás de Aquino. Todavía empleamos esos himnos, antífonas y plegarias de altísima elevación teológica y belleza poética conmovedora. Pienso, por ejemplo, en el Adoro te devote: Te adoro con total entrega divinidad oculta, que estás latente en verdad bajo estas especies; a ti mi corazón se somete por completo, porque al contemplarte desfallece enteramente. Otro texto incomparable es la secuencia Lauda Sion, que ha perdurado por su valor hasta la liturgia actual y ocupa su lugar antes del Evangelio; hemos escuchado un fragmento en castellano. El camino que traza el Aquinate es el de una contemplación eucarística a la vez personalmente elevada y eclesial. En la Edad Media los católicos estaban lejos del posible contagio de una espiritualidad antropocéntrica, individualista y autorreferencial. Es éste el riesgo que nos acecha precisamente en nuestros días.

El Concilio Vaticano II acuñó una referencia que puede aplicarse en primer lugar al sacramento eucarístico: la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia, y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza (Sacrosanctum Concilium, 10). En efecto la obra total de la evangelización con sus varias y complejas dimensiones, la presencia y acción de la Iglesia en la sociedad temporal, el testimonio de sus fieles, todo ello encuentra su plenitud de sentido en el misterio trascendente, celestial de la Eucaristía, y a la vez, sin la celebración y adoración de la presencia actual de la Pascua del Señor, la Iglesia corre el peligro de convertirse en una central de propaganda y en una ONG dedicada a mejorar la suerte inmanente del mundo. La clave es el amor, el sacramentum caritatis, como rezan las primeras palabras de la exhortación apostólica que Benedicto XVI publicó hace diez años. En ese texto escribía el gran pontífice: la “res” del sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión eclesial; la Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de comunión (n. 15). La “res”, la realidad misma, me permito añadir, es inseparable de la caridad, efectiva y afectiva, del amor de la iglesia y de cada uno de sus miembros a Cristo y a todos los hombres cuya salvación cada comunidad cristiana debe procurar. Único pan, único cáliz, único Cuerpo; así escuchamos decir al Apóstol en la segunda lectura. Única misión de la Iglesia, también.

Recientemente ha cundido entre muchos fieles el deseo y el propósito de dedicar algún tiempo a la adoración del Señor en su silenciosa presencia sacramental. Con generosidad y entrega se organizan turnos de adoración de tal manera que ésta abarque todas las horas, del día y de la noche. Cuando yo era niño y las misas se celebraban únicamente por la mañana, en todas las parroquias se cumplía por la tarde una función eucarística con asistencia regularmente numerosa; exposición del Santísimo, rosario, otras preces o devociones y bendición. La aparición de la misa vespertina liquidó prácticamente aquella piadosa rutina; únase a ese hecho circunstancial los errores y arbitrariedades de todo tipo que se difundían por doquier en los años posconciliares, y que llevaron a algunos autores a poner en duda la verdad del Sacramento. Felizmente vamos recuperando la necesidad y el valor espiritual de la adoración. A este propósito, deseo formular, con respeto y afecto, algunas advertencias.

En primer lugar, encomiendo a los presbíteros el cuidado del ars celebrandi, el arte de la celebración, que así se lo llama. Es la celebración de la misa el ámbito y el tiempo propio y por excelencia de la adoración. Esta resulta imposible si el hablar y los gestos no expresan la sacralidad del misterio; si la celebración de aquello que nos es dado como el don más precioso se convierte en una construcción de entrecasa, subrayada además por una música “ratonil”, de ritmos sincopados que tornan una rareza el recogimiento y el silencio. En contextos semejantes podrá lograrse el “sentirse bien” de quienes ya se han acostumbrado a estos desafueros contrarios al Vaticano II, al magisterio posterior y a la naturaleza del ordo missae, pero no será eso una verdadera asamblea eucarística, como la Madre Iglesia desea y ha prescrito, y me permito dudar seriamente de sus frutos espirituales y apostólicos. El sacerdote celebrante actúa in persona Christi, no es un “animador”, un “showman”. No hablo necesariamente de La Plata, pero lo digo por las dudas.

No puedo aprobar una especie de contagio de “adoración perpetua”. Conviene comenzar, por ejemplo, exponiendo el Santísimo Sacramento antes de la misa, o mejor aún después de la comunión, dejar sobre el altar el copón, o exponer la sagrada hostia en la custodia y luego de rezar la postcommunio dar tiempo a la adoración y concluir con la bendición eucarística. La edificación de capillas especiales para la adoración perpetua separadas de la iglesia parroquial podrá difícilmente justificarse con razones adecuadas. No puedo dejar de ver esa iniciativa contagiosa como una cosa rara. La capilla de la adoración debería ubicarse dentro del templo, con las cautelas de seguridad necesarias. De generalizarse esa tendencia, que no se debe copiar y que no estoy dispuesto a autorizar, cada parroquia contaría con otro edificio destinado a la adoración. Quedaría alterada la estructura de la Iglesia parroquial. Alabo y bendigo a aquellos fieles que con tanto amor se prestan a cubrir turnos durante la noche o a la madrugada, pero ha de atenderse con cuidado a no fomentar en ellos una espiritualidad individualista, y que ellos mismos no incurran en ese posible desliz. Me llama la atención que el fenómeno reciente de personas que generosamente se suman a la práctica comentada, coincida al mismo tiempo con la disminución del número de voluntarios en los hospitales. Mala señal. Interpreto este hecho como una escisión lamentable: porque según el orden admirable de las realidades espirituales, la intimidad de adoración con Jesús es la que despierta en el cristiano el fervoroso empeño de amor por sus hermanos más necesitados, los pobres de toda pobreza que sufren tantas carencias materiales y -como si eso fuera poco- muchas veces no conocen a Dios y viven al margen de su ley. Mis estudios de historia de la espiritualidad, y la experiencia pastoral de tantos años, me inclinan a considerar ciertos arranques pseudomísticos como tapa agujeros de fallas personales afectivas, y de la ausencia de aquel espíritu permanente de adoración que conserva la intimidad con el Señor en medio de los trabajos cotidianos, sobre todo aquellos exigidos por los deberes del propio estado. El presbítero, en todo caso, debería “hacer punta” y cubrir un turno de adoración eucarística, por ejemplo, las tres de la noche y luego, durante el día, deslomarse sin chistar en la obra de la evangelización, sin preocuparse por recuperar el sueño. Esta es la primera adoración que reclama de nosotros el Señor: que velando o durmiendo, en el trabajo o en el reposo, lo reconozcamos presente en nuestro corazón, siempre abierto amorosamente al Suyo.

Todos ustedes, queridos hermanos, se han enterado de los dos horribles sacrilegios perpetrados en la parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de City Bell. La primera vez fueron dos “motochorros” de la misma especie de los que asuelan criminalmente la vida de tantos vecinos. Pero en la segunda oportunidad se trató de un comando perfectamente organizado, provisto de armas especiales, vinculado -es muy probable- a las mafias que desafían incluso a las autoridades. Que la celebración de hoy incluya una intención reparadora, y de súplica por la conversión de los autores, sean inconscientes o perversos. Jesús, que se sometió por nosotros a los tormentos de la pasión, también se abandonó calladamente en la Eucaristía, aunque nosotros debamos cuidar con ahínco esa entrega de humildad y de amor para que no sea profanada. Asimismo, incluyamos en nuestra plegaria a quienes abusan del Santísimo Sacramento, que según la tradición unánime de la Iglesia y de su inconfuso magisterio ha de recibirse en gracia de Dios; los abusadores pueden ser simples cristianos -cuya conciencia no juzgo- pero también los obispos y sacerdotes que por ignorancia o error incitan a la comunión eucarística a fieles que no están en condiciones espirituales de recibirla, cuando deberían orientarlos con su doctrina, cercanía y afecto, a crecer en la fe y la esperanza para aguardar la hora que sólo el Señor conoce y la gracia que sólo él dispensa y de la cual los ministros no somos dueños, sino sólo servidores. Pidámosle al Esposo de la Iglesia que la libre de toda confusión y de todo engaño y que no la abandone a las artes sutiles y poderosas del Arjón de este siglo, del Padre del mundo y la mentira.

En este Año Vocacional que estamos celebrando, les encomiendo especialmente, queridos hermanos todos, que recen por las vocaciones sacerdotales. El mandato del Señor, hagan esto en conmemoración mía, se dirigía a los Apóstoles y en ellos a sus sucesores los obispos, que al ordenar sacerdotes de segundo orden les decimos mientras les entregamos simbólicamente a cada uno la materia de la que se hará la Eucaristía: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor. Sin sacerdote no hay Eucaristía. La Iglesia los necesita, muchos y buenos, que sean para todos los fieles modelo y aliciente de santidad; ellos son el futuro de esta Iglesia Platense. Estoy seguro de que merced a una incesante oración de todos puede precipitarse la gracia de la vocación en numerosos muchachos a los que el Señor ha venido preparando para llamarlos, aunque todavía ellos no lo adviertan. Recen asimismo por nuestros seminaristas, por su perseverancia y santificación.

Después de la Misa, la tradicional procesión nos permitirá reconocer y manifestar con júbilo que Jesús -como lo hemos escuchado en el Evangelio- es el pan vivo bajado del cielo (Jn. 6, 51). Que a él se dirijan entonces las expresiones de nuestra fe, de nuestra gratitud y alegría. Aquí está Él, y como lo ha prometido, se queda con nosotros hasta el fin del mundo: todos los días -pásas t?s h?méras- y hasta la consumación del eón presente –hé?s t?s synteléias toû ai?nos-. Así lo recogió Mateo, al final de su Evangelio (28, 20), porque son palabras del mismo Jesús. Syntéleia, término griego que significa cumplimiento, acabamiento de un destino fijado. Cuando el Angel del Apocalipsis jure en un clamor: se acabó el jrónos; no habrá más tiempo (Ap. 10, 6); entonces el mundo -juicio mediante- entrará en la eternidad. Amén. ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

+ Hëctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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