El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, al ordenar el sábado 30 de abril, memoria de San Pío V, en la Catedral, a los Diáconos Guillermo Ramón Encinas, Lucas Andrés Torres Lombardo, y Gastón Zaniratto; que están cursando el cuarto año de Teología, en el Seminario Mayor San José de La Plata, elogió la condición de servidores, la consagración en el celibato, y la vida de oración de los clérigos. Sobre el servicio de los Diáconos, el prelado platense dijo que «la función originaria del servicio de las mesas se extiende a un campo amplísimo como ministerio de la caridad: cubrir misericordiosamente las miserias del cuerpo y del alma e inclinarse a ellas para en lo posible remediarlas, no al modo de obras de beneficencia sino bajo la inspiración del agápe, del amor que como un don de luz y fuego insufla el Espíritu Santo».
Seguidamente, sobre el celibato hizo una relación «con el matrimonio cristiano, que es indisoluble, y cuya indisolubilidad es garantía del amor y de su alegría, la amoris laetitia. Porque para abrazar el celibato sacerdotal hay que ser capaz del matrimonio, es decir, hay que ser varón de veras, sin ambigüedad alguna. No es capaz de abrazar al celibato aquel a quien no le gustan las mujeres; esta condición es una garantía de la verdadera libertad, es lo que mide el precio de la entrega al Señor y la soltura de un amor más grande. No se adelanta en la decisión de quien se atreve al celibato la amargura de un viejo solterón; al contrario, brilla en esa decisión la alegría de un joven esposo de la virginal Esposa de Cristo que es la Iglesia… Hoy nos da vergüenza hablar de castidad, sea celibataria o conyugal. San Pablo, en cambio, amonestando a los corintios no se anduvo con chiquitas: No se haganilusiones: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los pervertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni losdifamadores, ni losusurpadores heredarán el Reino de Dios (1Cor.6, 9-10)».
Ampliando nuestro anterior servicio informativo, del propio sábado 30, publicamos seguidamente el texto completo y oficial de su homilía:
A los diáconos, ministros de los misterios de Jesucristo
Homilía en la Misa de Ordenación de Guillermo Encinas, Lucas Torres y Gastón Zaniratto
Iglesia Catedral, 30 de abril 2016
Aquella invención original de los Apóstoles en la Iglesia naciente, en la primera comunidad cristiana de Jerusalén, aquella ocurrencia inspirada que se relata en el Libro de los Hechos –relato que se nos propuso como primera lectura de esta liturgia – se cumple nuevamente en cada ordenación de diáconos. Los gestos que hará el obispo, sucesor de los Apóstoles, son los mismos: la imposición de las manos y la oración. El texto leído (Hech.6, 1-7) señala claramente que los diáconos nacieron para atender la distribución diaria de los alimentos y para hacerlo con equidad, tratando igualmente a todos. Era la de Jerusalém, la de la Iglesia, una comunidad pequeña, y la situación se asemeja de algún modo a lo que podría ocurrir en un comedor de Cáritas en una capilla de la periferia platense. Pero había mucho más en aquella institución originaria de los Siete: al consagrar a los diáconos y al constituirlos servidores de los pobres, los Apóstoles establecían, inspirados por el Espíritu Santo, el carácter diaconal, servicial, de todo el ministerio de la Iglesia, que se refiere siempre a Cristo y a los miembros de su Cuerpo. Diácono, servidor, ministro son sinónimos y todos los que recibimos el Orden Sagrado somos eso; al Papa se lo suele llamar Siervo de los siervos de Dios. En la segunda lectura escuchamos lo que San Pablo escribía a los Efesios (4,12), a saber: que el Señor organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, y en el mismo pasaje enumera diversas funciones que sirven de ayuda a la misión de los Apóstoles.
De hecho, la función inicial de los diáconos se fue ampliando rápidamente. A fines del siglo I y comienzos del II la estructura ministerial de la Iglesia está consolidada; el testimonio lo encontramos en las cartas de San Ignacio, segundo sucesor de Pedro en la cátedra de Antioquía de Siria. Dice en su epístola dirigida a los fieles de Magnesia del Meandro (VI, 1) que el obispo ocupa el lugar de Dios, los presbíteros representan al senado de los Apóstoles y a los diáconos se les ha encomendado la diaconía de Jesucristo; en la misma carta, al comienzo, al diácono Zotión lo llama mi compañero de servicio. En esa y en otras epístolas que nos han quedado, acostumbra llamar así a los diáconos: sýndouloi, consiervos. En la Carta a los Trallanos (II, 3) identifica a los diáconos como ministros de los misterios de Jesucristo, por lo cual es necesario que agraden a todos en todo; porque no son diáconos de la comida y la bebida –alusión a la tarea inicial – sino que sirven a la Iglesia de Jesucristo y por eso entonces deben guardarse como del fuego de ser objeto de reproche alguno. Un poco más adelante añade que todos los fieles deben respetarlos como al mismo Jesús (III, 1).
Como ustedes saben, queridos Guillermo, Lucas y Gastón, la Iglesia les encomendará ahora la evangelización de los que no creen, la catequesis y la formación de los fieles, los unirá estrechamente al altar del sacrificio de Cristo para actuar en las celebraciones litúrgicas y en la administración del bautismo y los sacramentales; una vinculación especial los va a religar a la eucaristía. La función originaria del servicio de las mesas se extiende a un campo amplísimo como ministerio de la caridad: cubrir misericordiosamente las miserias del cuerpo y del alma e inclinarse a ellas para en lo posible remediarlas, no al modo de obras de beneficencia sino bajo la inspiración del agápe, del amor que como un don de luz y fuego insufla el Espíritu Santo. Participarán, por tanto, en el grado que corresponda al orden de los diáconos, de los tria munera, los tres cargos, oficios, funciones, misiones, que configuran el ministerio eclesial y que alcanzan su grado cimero en la plenitud del sacerdocio del obispo.
Ustedes ejercerán el diaconado hasta que sean ordenados presbíteros, porque al parecer han recibido la vocación sacerdotal, pero serán diáconos toda la vida. La experiencia del diaconado, entonces, aunque sea breve el tiempo del ejercicio, es fundacional, fundamental; ha de ser una experiencia honda, espiritual, fervorosa, del misterio del ministerio. Fijen sus ojos en Jesucristo, el diácono de todos, y acojan en su corazón el impresionante llamado que escuchamos en el Evangelio, a considerar la autoridad como un servicio, para no incurrir en la sutil tentación del clericalismo, que es una forma de mundanidad espiritual. Entre ustedes no debe suceder así, dice el Señor (Mt.20, 26).
Carísimos: se han venido preparando desde hace años para este día, y para el otro al cual aspiran llegar; me han oído también hablar muchísimas veces sobre la realidad exigente, bellísima y dichosa del ministerio eclesial. Ahora quiero recordarles dos dimensiones de la vida que abrazan para siempre: el celibato y la oración.
Les preguntaré enseguida si están dispuestos a asumir como un modo de vida el celibato perpetuo por amor al Reino de los Cielos y al servicio de los hombres, como un signo de entrega total al Señor. La pregunta que formula el Pontifical, ¿quieren? se dirige a que manifiesten una elección, un acto de libertad, una decisión en la que la voluntad se empeña para siempre. Podríamos establecer una analogía con el interrogatorio que se dirige a quienes van a unirse en matrimonio y a sellar esa unión mediante la gracia del sacramento: sí, quiero tiene que responder cada uno. La relación con el matrimonio cristiano, que es indisoluble, y cuya indisolubilidad es garantía del amor y de su alegría –la amoris laetitia – resulta pertinente en todo caso. Porque para abrazar el celibato sacerdotal hay que ser capaz del matrimonio, es decir, hay que ser varón de veras, sin ambigüedad alguna. No es capaz de abrazar al celibato aquel a quien no le gustan las mujeres; esta condición es una garantía de la verdadera libertad, es lo que mide el precio de la entrega al Señor y la soltura de un amor más grande. No se adelanta en la decisión de quien se atreve al celibato la amargura de un viejo solterón; al contrario, brilla en esa decisión la alegría de un joven esposo de la virginal Esposa de Cristo que es la Iglesia. No puede darse paso si no se ha recibido el don, un don misterioso al cual es preciso mantenerse fiel –análogamente a lo que ocurre con la fidelidad matrimonial – supuesto que ha mediado el debido descernimiento y que con humildad, prudencia y coraje se suplica la gracia y se cuida el corazón. Ustedes lo juraron y lo firmaron hace un par de días y volverán a jurarlo ahora. Me viene a la memoria una letra de tango: hoy un juramento, mañana una traición, amores de estudiantes flores de un día son. Gardel lo cantaba maravillosamente. Más allá del pesimismo, o del realismo desencantado, propio de mucha poesía tanguera, hay que decir que en el caso de ustedes no se trata de un amor estudiantil. Es verdad que el peligro de una posible defección existe, y que nadie debe sentirse seguro de sí mismo, sino solo seguro de Aquel que nos sostiene. Sin dramatizar indebidamente, debemos reconocer que la cultura erotizada artificialmente, pansexualizada, fornicaria, que hoy exhibe el pecado como lo normal con una impunidad nunca vista, ejerce una fuerte presión sobre la imaginación y la voluntad del sacerdote y de los simples fieles cristianos –de los jóvenes en particular – pero también en otras épocas, y en el primer entrevero de la Iglesia con el mundo pagano, mantener la identidad del modo evangélico de vida equivalía a un testimonio martirial.
Hoy nos da vergüenza hablar de castidad, sea celibataria o conyugal. San Pablo, en cambio, amonestando a los corintios no se anduvo con chiquitas: No se haganilusiones: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los pervertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni losdifamadores, ni losusurpadores heredarán el Reino de Dios (1Cor.6, 9-10). Supongo que en el trato personal del Apóstol tomaba en consideración las circunstancias atenuantes; en aquel tiempo la Iglesia no contaba aún con teólogos profesionales, con moralistas; no se habían elaborado todavía sistemas alambicados para escrutar la conducta humana y descubrir por qué caminos la subjetividad podía zafar de la pura y dura palabra del Señor. Actualmente contamos con esas artes y por eso se nos plantea de nuevo cómo definir el perfil de la identidad cristiana sin incurrir en los despistes del rigorismo inmisericorde, minoritario y nostálgico, y del relativismo laxista, que resulta más cómodo y goza del favor de los medios de comunicación. Al margen de los sistemas, me parece, cuentan la ejemplaridad y el amor de la perfección: sean perfectos como es perfecto el Padre que está enel cielo (Mt.5, 48). He oído decir muchas veces que la gente –la gente en general – no cree en el celibato de los curas. Quizá hoy día simplemente no le interesa si de hecho lo guardan o no, y los miembros de nuestras comunidades están inclinados a ser tolerantes con la debilidad de sus sacerdotes, o más bien cómplices de ella, y por eso no los cuidan, no los ayudan atreviéndose a la sincera corrección fraterna, y fácilmente se prenden al chisme y al rumor. Ojalá al menos recen por ellos. Al recibir ahora la promesa de ustedes, queridos Guillermo, Lucas y Gastón, les diré: que el Señor les conceda perseverar en estesanto propósito. Pídanlo ustedes mismos sin angustia, con serenidad y convicción, y él se lo concederá. Y el pueblo cristiano podrá inspirarse entonces en el ejemplo de su castidad.
Me he extendido demasiado en este punto y debo abreviar entonces lo que quería decirles sobre la oración. Ustedes han ido desplegando, en los años de seminario, un camino personal de oración. La cuestión sería cómo continúa ensanchándose esa senda, cómo se articula la oración con la vida superando de algún modo el límite al parecer infranqueable que impone el rato de oración. Pienso en la exhortación de Pablo a los de Tesalónica (1Tes.5, 17): oren sin cesar,adialép?s, en griego, sin interrupción, sin pausa. ¿Es posible no interrumpir la oración? Si no está exagerando el Apóstol, ¿de qué tipo o modo de oración se trata? Hay una distinción tradicional entre oración vocal y mental, y muchas otras adjetivaciones de esa realidad religiosa insoslayable que implica una relación personal, atenta, fervorosa con el Señor, como si estuviéramos viendo el Invisible.
La Gran Tradición de la Iglesia, de Oriente y de Occidente, nos ofrece figuras, modelos, ejemplares vivientes de hombres y mujeres de oración. Aunque parezca una paradoja, hay que pedir la gracia de la oración incesante. Se me ocurre que nosotros podemos ensayar la búsqueda de una continuidad de la oración litúrgica, de la Liturgia de las Horas, con la oración más íntima y personal. Cuando celebramos la liturgia de las horas, en comunidad o en privado –como ocurre frecuentemente en el caso del sacerdote – no estamos cargando con un deber; es verdad que entonces nuestra voz se une a la voz de toda la Iglesia, que ora sin pausa día y noche en todo el mundo, pero también nosotros personalmente santificamos el tiempo que estamos dedicando a la recitación de los salmos y a la lectura bíblica y ese rato puede perdurar y santificar el día entero y todo el tiempo de nuestra vida. Podemos saborear los salmos sin apuro, vamos memorizando aquellos versículos que más nos impresionan y que brotan luego, espontáneamente, cuando hace falta o al conjuro de una inspiración de gracia; algo semejante puede ocurrir con la lectura, las lecturas del Oficio que pueden ser recordadas y rumiadas durante el día; eso es lo que suele llamarse lectura espiritual. La Gran Tradición de la Iglesia, insisto, de Oriente y Occidente, nos sugiere ir abriendo una ancha avenida entre la estrechez del reglamentarismo racionalista y la inconsistencia del espontaneísmo carismatoso. La oración se hace vida y la vida se hace oración. Nuestros modelos son los santos, la experiencia de su aventura espiritual y en muchos de ellos sus escritos. Únase a la liturgia de las horas la participación y luego la celebración diaria de la misa, la adoración del Santísimo ante el sagrario y la contemplación de los misterios de la vida de Jesús y de su Madre en el rosario.
Una última advertencia, o sugerencia: cuiden que no se los trague el mundo. Desde hace medio siglo se promueve ardorosamente en la Iglesia su apertura al mundo; siempre estuvo abierta, en realidad, por épocas más, por otras menos, y con resultados diversos que juzgan ahora los historiadores y que juzgará el Señor con certeza absoluta y con sorpresa de muchos cuando vuelva para clausurar la historia. La apertura equivale a la actitud de salida que nos propone y pide el Papa Francisco; apertura y salida para la recuperación, la redención, la salvación de los hombres creados y amados por Dios hasta el colmo de la entrega de su Hijo. No para dejarse seducir y caer en la trampa del “otro” mundo, el que gobierna el diablo. Existen dos ciudades, como explicó eruditamente San Agustín, o como simbolizó el autor del Apocalipsis en las figuras de Jerusalém y Babilonia.
Ustedes, queridos muchachos, piensen muy bien estas cosas. No asuman poses raras, extravagantes; no se ideologicen, no formen partidos; que se los pueda hallar siempre en su natural estado de varones sensatos, no mujeriles (¡perdón por emplear un “estereotipo de género”!) y en su sobrenatural estado de hombres en gracia que han sido objeto de una consagración. No tengan miedo, no se pongan ansiosos, tampoco vivan en Babia, rueguen recibir el don de una humana y cristiana madurez y trabajen todo lo que puedan para conseguirlo. La Iglesia los necesita y espera que lleguen a ser así.
Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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