A un año de la inundación, Mons. Aguer advirtió sobre la ausencia del Estado.
Al presidir la Santa Misa en la Catedral, con motivo de cumplirse un año de la trágica inundación platense del 2 de Abril de 2013, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, dijo que «quedó la firme convicción de que el Estado no cumplió con sus deberes fundamentales: su impreparación para la circunstancia y más aun su ausencia resultaron evidentes». Ante una multitud que llenó el templo mayor, el prelado enfatizó que «»este es un mal que se ha tornado crónico en nuestra pobre Argentina, y que resta seriedad y credibilidad a las propuestas políticas, por no hablar de la innombrable corrupción».
Elogió, igualmente, que «durante las horas y los días que siguieron al diluvio fueron las instituciones de la sociedad civil y la espontánea solidaridad de los vecinos los que principalmente hicieron frente al drama». Este es el texto completo de su homilía:
Sobre la inundación, en el primer aniversario
Homilía de la Misa celebrada en la Iglesia Catedral
2 de abril de 2014
Ya ha pasado un año de la calamidad del 2 de abril, que quedará grabada para siempre en la memoria de los platenses y que en su recuerdo y en sus consecuencias continúa causándonos un vivo dolor. Por cierto, existen catástrofes naturales, como lo fue aquella lluvia descomunal; además, según explican los meteorólogos, los cambios climáticos en curso pueden hacer temer desastres en el futuro. Pero el arte de vivir en una cuidad incluye -y es así desde tiempos remotos- la previsión de contingencias y la defensa ante eventuales daños. Los que ha sufrido La Plata han sido atroces: se habla ahora, según un cómputo de la justicia, de 89 muertos -aunque muchos sostienen que han sido más- por otra parte, ¡cuanta destrucción! ¡cuántas pérdidas, en el estropicio de las viviendas, en la ruina de tantos objetos valiosos y queridos! ¡Cuánto sufrimiento anímico y espiritual!
Necesitamos una gracia de consolación y para obtenerla suscitemos, del fondo de nuestra alma, la visión cristiana de los acontecimientos, y especialmente la actitud de espíritu que corresponde ante las tragedias: humilde reconocimiento de la Providencia de Dios y disposición para reponerse valerosamente y para ayudar a los demás. En la primera lectura bíblica que hemos escuchado en esta misa el Pueblo de Israel decía, quejoso: el Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí; pero enseguida se le dirige la respuesta divina. ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré! (Is 49, 14-15). Hoy tememos que recibir con fe y esperanza estas palabras como dirigidas a nosotros: Dios, que es nuestro padre, nos ama con amor de madre; si, cuida a los platenses y los envuelve en el misterio de su providencia. Sin embargo, ese cuidado providencial incluye todo lo que nosotros podemos hacer, lo que está de nuestra parte: nuestra prudencia se articula con su providencia, nuestra acción con la suya.
Quiero destacar con claridad un punto que me parece indiscutible. En la conciencia de todos quedó firme la convicción de que el Estado no cumplió con sus deberes fundamentales: su impreparación para la circunstancia y más aún su ausencia resultaron evidentes. Este es un mal que se ha tornado crónico en nuestra pobre Argentina y que resta seriedad y credibilidad a las propuestas políticas, por no hablar de la innombrable corrupción. Durante las horas y los días que siguieron al diluvio fueron las instituciones de la sociedad civil y la espontánea solidaridad de los vecinos los que principalmente hicieron frente al drama. Es justo destacar el protagonismo de Caritas, la generosa entrega de sus voluntarios y la confianza que depositaron todos en esta fuerza asistencial de la Iglesia. Los reclamos y protestas que siguieron estuvieron plenamente justificados y resultó penoso que fueran mal tolerados por las autoridades. En situaciones como ésta que se ha vivido en La Plata hay que evitar dos extremos perniciosos: el primero es la indiferencia o una reacción tardía y cansina, y el segundo es la manipulación ideológica y política, de cualquier signo que fuere. La sociedad platense es suficientemente ilustrada y noble como para eludir esas dos posturas excesivas. Es lógico y de completa justicia reclamar que las instancias estatales competentes realicen las obras necesarias para evitar en el futuro tragedias como la que se ha sufrido. La ciudad se alza sobre corrientes subterráneas y está rodeada de arroyos; el crecimiento edilicio -movilizado ampliamente por el afán de dinero- no fue acompañado de los estudios y de las obras preventivas que eran necesarias, además de descuidar el embellecimiento urbano. Hacia la meta de lograr la infraestructura correspondiente debe dirigirse el alerta y la reclamación de las instituciones de la sociedad platense, deponiendo divisiones estériles, rivalidades y competiciones egoístas. Todos debemos aspirar a un futuro mejor, y trabajar unidos por el bien de la ciudad y de los nuevos barrios periféricos.
En la celebración eucarística de la Iglesia se actualiza el sacrificio pascual de Jesucristo, nuestro Salvador, por eso el nombre tradicional que recibe: la llamamos el Santo Sacrificio de la Misa. La muerte del Señor en la cruz fue el precio de la redención de la humanidad, que el Resucitado nos aplica cuando nos unimos a él para ofrecernos al Padre y recibir la efusión del Espíritu Santo. Como primerísima intención ofrecemos esta misa por nuestros queridos difuntos: por quienes han perdido la vida a causa de la inundación. En el evangelio que se ha proclamado escuchamos que Cristo, juez universal, anuncia la resurrección y la vida eterna como destino de los justos, de los que hayan hecho el bien (cf. Jn 5, 28-29). Hemos recibido con fe esa promesa del Señor; ahora, con total confianza, encomendémosle la suerte de los que han muerto, pidámosle que perdone sus pecados y los acoja consigo en la gloria. Con esperanza y amor ponemos sus almas en manos de Dios misericordioso.
Asimismo oramos por todos los que han sufrido daños materiales y espirituales. Que en lo posible recuperen lo perdido y el ánimo necesario para afrontar con fortaleza las dificultades de la vida. Pidamos también para ellos la gracia de la paciencia; esta virtud que nos inculca con gran realismo la espiritualidad cristiana. Por la paciencia conservamos, en la medida de lo posible, un ánimo parejo entre los altibajos que provocan los accidentes de esta vida: A propósito enseñaba San Francisco de Sales que la gran felicidad del hombre es poseerse así mismo: y a medida que la paciencia es más perfecta poseemos más perfectamente nuestra alma, sobre todo si no se mezcla con inquietud y despliegue de ardor. De esta postura espiritual se sigue la serenidad necesaria para trabajar eficazmente por la recuperación de la ciudad y de los damnificados en aquel tremendo e inolvidable 2 de abril. No dejemos de rezar también por las autoridades, primeros responsables del bien común, de modo que cumplan su deber con honradez y dedicación, que para eso fueron elegidos.
Finalmente, que el Señor libre a todos los platenses, en especial a las víctimas de la inundación, del resentimiento que puede anidarse en el corazón y sobre todo de aquella forma arraigada y tenaz de resentimiento que se llama rencor. Perdonar es una palabra que viene de donar, de don, es algo que se otorga con generosidad, poniendo en acción lo mejor que uno tiene, una generosidad que deja un trazo de dulzura en el corazón. Si conseguimos perdonar sinceramente disfrutaremos de la paz. Que la Virgen Inmaculada y San Ponciano, nuestros patronos, nos ayuden con su intercesión.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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