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Naturaleza humana y teoría de género, nueva obra de Mons. Aguer.

 

 

Acaba de publicarse una nueva obra del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, con el título Naturaleza humana y teoría de género. La misma se encabeza con una cita del Salmo 13, versículo 2: El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios. Y con otra de San Agustín: Dios no está entre los que aman al mundo. Es injusto abandonar al Creador del mundo y amar al mundo, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (Enarración sobre el Salmo 13, 7).
     El cuadernillo recoge conferencias; y diversos artículos de su autoría, aparecidos en los diarios «El Día», de La Plata, y «La Nación», de Buenos Aires.
Aviso a los lectores
     Mons. Aguer encabeza estas páginas, con una introducción llamada Aviso, que resume el propósito que las inspiró. Por considerar esas líneas imprescindibles, para comprender cabalmente el trabajo, las reproducimos íntegramente a continuación:
Aviso
     El folleto o librejo que estas líneas encabezan incluye escritos míos recientes que se refieren a una cuestión que no se debería descartar en los planteos o programas de la pastoral de la cultura que la Iglesia desarrolla actualmente, y en concreto en la Argentina. ‘Pastoral de la cultura’ es un título o lema que podrìamos calificar de redundante. La tarea de hacer que los hombres crean en Jesucristo, y de cuidar a los creyentes para que no pierdan la fe sino que se robustezcan y crezcan en ella -¿qué otro empeño primero y mejor corresponde a un pastor de la Iglesia?- se dirige a personas, varones y mujeres, que viven, piensan, sienten y actúan sumergidos en una cultura. Las ovejitas no flotan en la estratósfera. En este sentido, se puede decir que pastoral es pastoral de la cultura, y ésta no se reduce al trato con intelectuales, con académicos, y a meter las narices en los ámbitos literarios, artísticos o lo que fuere. La identificación vale sobremanera en el caso de una pastoral de la cultura popular. La gente sencilla, primera destinataria de nuestro amor de pastores, es la más expuesta a recibir y absorber influjos que la alejen de Dios; queda inerme sin nuestra ayuda.
     No es mi propósito ahora desencadenar una discusión sobre este asunto, pero tanto mis estudios cuanto la experiencia acumulada en casi 25 años de episcopado, y la anterior como presbítero, me autorizan a opinar que la tal cultura, que baña a las comunidades cristianas y penetra fácilmente por los poros en cada uno de sus miembros, está profundamente descristianizada, y por consiguiente deshumanizada. Dios ha sido desplazado y el hombre ha sido entronizado en su lugar; así le va. Por otra parte, los católicos seguimos viviendo en la luna, y nuestra ausencia cuasi total en los medios donde se crean las nuevas vigencias culturales constituye una penosa muestra de nuestro atraso pastoral.
     Una antropología sin referencia a Dios, sapientísimo y paterno Creador del ser humano, se empantana en el desconocimiento o el rechazo de la auténtica identidad del hombre mismo, de su naturaleza, del lógos o razón que es la base de su libertad, dignidad y derechos. No se acepta el concepto y la realidad de la naturaleza, que ha sido remplazada por la construcción, la autoconstrucción a través de procesos culturales, especialmente los desencadenados en las últimas décadas. La ideología de género es uno de sus productos más difundidos y cuenta con poderosísimos medios de imposición.
     Me parece oportuno ofrecer a los lectores una breve presentación de lo que sigue en este cuadernillo. El título de la publicación asume el del primero de los textos, la conferencia pronunciada el 5 de agosto pasado en el Congreso de INIBIO (Instituto de Investigaciones Bioéticas), organizado por la Universidad Libre Internacional de las Américas y la Universidad Católica de La Plata.
     He ubicado luego el artículo ‘Culto y desprecio del cuerpo’, que envié al diario ‘La Nación’ en septiembre u octubre de 2015, y se publicó finalmente el 8 de enero del presente año.
     ‘La fornicación’, escrito que desencadenó una bulla inesperada, apareció en ‘El Día’ de La Plata, el 23 de agosto. No tengo que modificar nada de lo allí apuntado, porque es la verdad, y es dicha oportunamente, oportunísimamente. Las expresiones que parecen haber molestado a algunos son literariamente correctas, y respetuosas. Una veta irónica no podía faltar en una nota de ‘crítica de las costumbres’. Me he expresado con la libertad que me corresponde usar como ciudadano y como obispo.
     ‘Habla el bruto’ es una secuencia del artículo anterior, que no quise publicar de inmediato pro bono pacis, a la espera de que se aquietaran las aguas. Quien me llamó bruto fue el Sr. Lanata, periodista omnisciente y juez universal; con todo, debo agradecerle que haya reconocido mi derecho a decir lo que pienso. En esta nota me refiero también a la situación eclesial. La cantidad apabullante de adhesiones recibidas me deja tranquilo. Estoy en la Iglesia, como algunos innominados objetores; no soy la Iglesia, sino de ella. Tampoco esos disconformes son la Iglesia; pertenecen a ella lo mismo que yo.
     Mientras trazo estas líneas estalla, por un caso penoso ocurrido en Italia, una nueva situación que daría argumento para añadir unas páginas más a este librito: la pornovenganza. Parece que el conflicto consiste en que algunas mujeres (¿señoras?, ¿señoritas?, ¿cómo llamarlas?) se fotografían desnudas o en situaciones íntimas, es decir, manteniendo relaciones sexuales con su ocasional pareja (me dicen que en el doloroso caso de la chica italiana era con dos o tres a la vez). Cuando la pareja despareja se deshace, lo que ocurre fácilmente a causa de la precariedad de semejantes vínculos, la ex (pareja quiero decir, pero se trata de él) sube a las redes sociales aquellas fotos de extremo narcisismo compartido: es una pornovenganza. Se plantea ahora un problema de vacío legal: las leyes -el complejo sistema judicial argentino en nuestro caso- tendrán que definir qué pena le cabe al culplable y qué satisfacción puede reclamar la damnificada. Como me encanta recurrir al Diccionario, leo: pornografía: ‘tratado acerca de la prostitución; carácter obsceno de obras literarias o artísticas’. Obsceno viene del latín: ‘impúdico, torpe, ofensivo al pudor’. Porno… viene del griego: en esa lengua, pornéia significa prostitución (¡Ah, se trataba de eso!).
     Otra noticia recentísima me concierne de cerca, porque la protagonista es una joven de 20 años que vive en City Bell. No me animo a reproducir lo que se describe en la Sección Sociedad del diario ‘El Día’; seré discreto. La chica comparte con 30.000 seguidores en Twitter fotos de su desnudez y de lo que hace en ese estado. Da mucha pena. Una amiga suya, de un barrio platense, exhibe para miles de curiosos una escena que la muestra teniendo sexo con un chico de 14 años. Parece que en este caso interviene la justicia, porque la parte masculina es un menor. Esta moda que arrastra a muchos adolescentes se llama sexting.
     ¿Será este un tema que pueda preocupar hoy a la Iglesia, empeñada en el diálogo, la cultura del encuentro y el intento de colaborar en el remedio de tantos males sociales?. Entre tantas otras preocupaciones, ¿no tendríamos que salir al encuentro de estas personas para dialogar con ellas y acercarles el remedio de un ofrecimiento de conversión, de los ideales bellos y nobles que colmen el vacío en que viven y esa autorreferencialidad enfermiza?. ¿No sería oficio nuestro hablarles del amor verdadero del varón y la mujer, de la castidad, del sano noviazgo, del matrimonio y la familia, de la amistad con Jesucristo, del amor de Dios?. Estas personas, dije: las decenas de miles entrampadas sin saber lo que hacen en el camino de la degradación. Jesús lo hizo, ciertamente, se ocupó de los pecadores y nos encargó continuar su obra (cf Lc 7, 36- 55).
     La primera ocupación es avisar. ‘Cuando yo diga al malvado: ‘Vas a morir’, si tú no se lo adviertes, si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, y de esa manera salve su vida, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre’ (Ez 3, 18). Así lo conminó el Señor al profeta Ezequiel. Los diez mandamientos, sin excluir el sexto, son un aviso, además de una orden. También el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 27 – 32). Y toda la tradición de la Iglesia. Pero resulta que ahora nosotros descubrimos la pólvora y ponemos la atención en sus ruidosas explosiones. Así ligamos algún aplauso del mundo.
     P.S: Pido indulgencia por las repeticiones, inevitables tratándose de escritos independientes entre sí. Aunque no me parece inoportuno machacar sobre estos asuntos que no preocupan demasiado a los autores católicos. Ojalá mi impertinencia sirva.
     Para obtener este trabajo de Mons. Aguer, se puede dirigir al Arzobispado de La Plata, calle 14, Nº 1009. Tel: (0221) 425-1656.

 

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