Reflexión y oda a las/los catequistas
Hoy queremos contemplar, porque nadie celebra si no es capaz de contemplar.
El Maestro
En este día del catequista, contemplamos sobre todo al Jesús maestro, el Jesús catequista. Es el Señor que distribuye el pan de su Palabra y siembra su vida en los corazones de la gente. Es el que se detenía a catequizar a la samaritana, a Nicodemo, a Zaqueo. Pero esto significa no sólo imitarlo en mi tarea, sino dejarle que sea mi Maestro, permitirle que me enseñe cada día, dejar que él me siga educando a mí. Y eso supone que no me dé por muerto, que siga vivo, dispuesto a crecer, a dejarme enseñar y transformar todavía más.
Pero cuando el catequista contempla a Jesús Maestro, cuando lo adora y dialoga con él, en esa misma oración se siente impulsado a ser catequista como Jesús; allí mismo brota el deseo del encuentro catequístico.
La Palabra
Cuántas veces uno escucha el Evangelio en la Misa y lo lee como diciendo: “a eso ya me lo sé”. Uno olvida que es la Palabra viva del Maestro que sigue hablando, que es eficaz y tiene fuerza para seguir haciendo su obra en la propia vida.
Si detrás de la Palabra de Dios uno reconoce el rostro del Maestro que está hablando, que está enseñando, todo cambia. Esto hace que el catequista, en su relación con la Palabra, sea muy sincero, muy abierto, muy sensible.
Y cuando hay algo de esa Palabra que no comprende, que no le dice nada, que no le motiva, en lugar de escapar de estas dificultades escondiéndose en una abstracción o en una explicación fácil y rápida, el catequista reacciona pensando en sus catequizandos: “Si esta Palabra ya no me dice nada ¿cómo voy a motivarlos a ellos para que la reciban sinceramente”? Entonces comienza a implorar la ayuda de la gracia, y hace un nuevo intento personal por dejarse hablar por la Palabra, por dejarse tocar y movilizar personalmente.
Los rostros
Hay algo más que se contempla. Se contemplan unos rostros que uno no puede separar de Jesús: los rostros de los catequizandos. En la intercesión del catequista no está presente genéricamente el mundo entero, sino que predominan unos pocos rostros, los de sus catequizandos, con sus historias muy concretas y personalísimas.
Y cuando va a Misa y se acerca a comulgar, no vive un encuentro con Cristo meramente intimista. No puede evitar incorporar a sus catequizandos en ese encuentro, le brota espontáneamente la actitud de entregarlos al Señor, de pedirle por sus necesidades, de ofrecer su comunión por ellos, de entregarse como instrumento para que esa vida de la gracia llegue a ellos. Porque si la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, también es fuente y cumbre de la actividad catequística.
Pasión por el crecimiento
Contemplando a Jesús Maestro, el catequista vive el gozo y el deseo del crecimiento. La catequesis es un ministerio para ayudar a crecer. El misionero hace el primer anuncio, y el catequista lo retoma y lo hace madurar, profundizar.
Por consiguiente, todo catequista ha de ser un enamorado del crecimiento, capaz de apasionarse ante la invitación de Dios a desarrollar la vida que Él nos regala. Y su mayor gozo es ver crecer a los catequizandos. Díganme si no es verdad que hay una gran alegría cuando un catequista vuelve a encontrar un catequizando después de varios años y ve cómo ha crecido, más todavía si ve que ha madurado en su fe.
Paciencia y confianza ante el misterio
Pero un catequista no pretende controlar y medir ese crecimiento, porque se sabe un limitado instrumento de algo que lo supera por todas partes. Porque sabe que el Espíritu hace su obra secretamente, misteriosamente, sin que sepamos cómo.
El catequista siembra la Palabra y, como dice el Evangelio, se va a dormir, deja que Dios trabaje como quiera. Las semillas del Espíritu van germinando también en medio de la cizaña (cf Mt 13, 24-30) de un modo misterioso, que no siempre puede ser apresurado ni medido con criterios externos (cf Mc 4, 26-32). Esta convicción debería estar marcada a fuego en el corazón del catequista, de manera que pueda respetar y esperar pacientemente los tiempos de las personas.
Por eso mismo no hay que obsesionarse por cumplir a rajatabla los programas, por dar todos los temas sin que falte algo. Se trata de provocar un encuentro que despierte deseos de más, no de decirlo todo. Porque no somos Dios.
Contemplar al Maestro en comunión
Cristo nos quiere unidos, nos reúne, no quiere discípulos aislados, sino en comunión. Así quiso a sus discípulos. Por eso hoy nos unimos a celebrarlo juntos.
Pero eso implica que los catequistas vivan esta espiritualidad de comunión entre ellos, configurando una verdadera comunidad educativa que esté impregnada de espíritu comunitario y que esté abierta a una comunidad eclesial más amplia.
Esto implica revisar nuestra concepción de Iglesia e imaginarla como una casa acogedora donde todos puedan vivir como hermanos y aprendan constantemente a ser más fraternos. Ojalá los catequizandos puedan visibilizar de algún modo a la comunidad de catequistas de su parroquia o de su colegio, porque el verlos unidos es un estímulo para la fe. Viendo a los discípulos del Maestro unidos, ellos se sentirán convocados a la comunión en la Iglesia.
Que el Señor bendiga a todas/os las/os catequistas en su día, e infunda en ellos su Espíritu Santo para que puedan vivir esta espiritualidad bien catequística.
Por último, permítanme que les obsequie esta oda:
Oda a las/los catequistas
Te enamoraste de Jesús, el Maestro.
Lo contemplaste en el Evangelio
enseñando a orillas del lago,
echando la semilla en los corazones,
prestando atención a cada uno,
con paciencia y cariño.
Y el Maestro te cautivó.
Soñaste ser como él,
quisiste darle una mano en su siembra sagrada.
Por eso sabés que no sos el centro,
el centro es él.
Tu pasión es llevar a otros
más y más al encuentro con él.
Más y más.
Tu catequesis es eso: llamar a crecer.
¡Qué gozo y que fiesta!
Es ver crecer a Jesús en la vida de los otros,
intuir cada paso que van dando,
como si fueran hijos tuyos que maduran.
Es percibir la acción secreta del Espíritu
en medio de los límites humanos.
Tu ministerio está hecho
de paciencia y de ternura,
esperando sin angustia que el fruto madure.
Está hecho de encuentros
donde cada uno es importante y valioso
con su libertad tocada por la Palabra,
convocada por el Evangelio.
Sos como el pastor de un pequeño rebaño
que la Iglesia te encomienda,
y respetás a cada uno
con su historia y sus sueños.
Caminás con ellos
y adaptás tu paso a la marcha de ellos
para enseñarles el camino del amor,
para llevarlos poco a poco a verdes prados.
En tu soledad,
el corazón se puebla de sus rostros
y frente al Señor dejás sus vidas,
los entregás como ofrenda de amor.
Allí también, junto al Maestro,
sanás tus cansancios, fracasos,
insatisfacciones, heridas.
Y en cada Eucaristía
es como si ellos, junto a vos
recibieran el alimento de la gracia.
Cristo no te abandona,
él trabaja a tu lado
y te llama a la comunión fraterna
con los demás catequistas
y con el pueblo de Dios.
No hay catequesis
sin ese gozo fraterno,
sin la comunidad de fe.
Porque la catequesis no es tuya,
es de la Iglesia que te convoca
y te pone en los brazos de María.
¡Fuerza y alegría catequista!
Sólo queda agradecer,
y seguir soñando
y seguir sembrando.
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