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Vigilia Pascual 2014: Homilía de Mons. Aguer, en la Catedral.

La novedad de la Resurrección

Homilía en la celebración de la Vigilia Pascual.
Iglesia Catedral, 19 de abril de 2014.

La primera parte de esta sagrada Vigilia se llama Lucernario; es una liturgia del fuego y de la luz que culmina en el anuncio pascual, un poema teológico bellísimo. Su primera palabra es Alégrese –en latín Exsultet– porque se trata precisamente de una invitación a la alegría. Hace el elogio de la noche, de esta noche en la que estalla la luz del Resucitado: ¡Noche verdaderamente feliz!; sólo ella mereció saber el tiempo y la hora en que Cristo resucitó del abismo de la muerte. En esta frase se alude a un secreto, y al carácter misterioso de la resurrección, que no tuvo testigos en el instante mismo de su realización. Los testigos fueron quienes posteriormente vieron y tocaron al Resucitado, hablaron con él, y por ese contacto quedaron profundamente transformados, penetrados de luz y dotados de una fe inconmovible. Se trataba de una experiencia única, de una conexión, una relación con el mundo celestial. Porque la resurrección de Jesús no fue la mera reanimación de un cadáver; Jesús no volvió a la vida que llevaba antes, sino que pasó a un nuevo modo de existencia, a una forma de vida totalmente nueva. Ese paso es la Pascua.

En una homilía pronunciada en una circunstancia como ésta, Benedicto XVI se permitió usar el lenguaje de la teoría de la evolución, y mediante esa analogía presentó la resurrección de Cristo como la mayor “mutación”, el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión completamente nueva que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos. Un salto de un orden absolutamente distinto, que nos afecta y que atañe a toda la historia. Con la resurrección de Cristo se instala en la tierra una nueva dimensión diferente, la dimensión del cielo, y en el tiempo la de la eternidad. La vida que amaneció en Jesús resucitado era la vida indestructible, que había de expandirse en los creyentes mediante el don de la gracia; en ella se encerraba el germen de un universo que será transformado en nuevos cielos y nueva tierra.

En el relato del Evangelio de Mateo, que hemos escuchado, todo indica que es Dios quien interviene en la historia; es una actuación milagrosa e inesperada. Dios toma parte en el hecho mediante la aparición del ángel, que hizo rodar la piedra que cerraba el sepulcro y en un gesto soberano se sentó sobre ella. Santo Tomás comentó ese pasaje diciendo que el ángel se sienta no como alguien que está cansado, sino como un maestro en su cátedra, y lo llama doctor de la resurrección. El evangelista no describe la acción que se cumple en Cristo, porque es indescriptible, es un misterio real. Presenta a las mujeres ante el sepulcro vacío; la actuación divina no es visible ni objeto de un relato, aunque se manifestó en consecuencias que sí son efectivamente visibles y palpables y que resultan inequívocas: el ángel aparece en forma corporal, la tierra tiembla y la tumba se abre. Ésta ha sido para los guardias una experiencia de terror y de muerte; las mujeres, en cambio, superan el miedo gracias al mensaje del ángel y sus palabras de aliento. Jesús no está aquí porque ha resucitado como lo había dicho. La Pascua es la confirmación de la palabra y del camino de Jesús, cuyos avisos acerca de su suerte no fueron comprendidos por los discípulos; las mujeres ahora lo comprenden, lo ven. El mensaje que han recibido y la prueba de certeza que es el sepulcro vacío son la base de su fe. Pero además, a ellas se les encarga llevar el anuncio a los discípulos: serán apóstoles de los apóstoles. Desde muy antiguo, por lo menos desde el siglo III hay representaciones plásticas de las mujeres junto al sepulcro vacío. Una de ellas, verdaderamente ejemplar, es el mosaico de la iglesia San Apolinar Nuevo, en Ravena, Italia. Está datado alrededor del año 520; presenta el sepulcro como una construcción circular con columnas: el ángel está sentado a la izquierda con gesto orante y a la derecha hay dos mujeres que serían María Magdalena y “la otra María” con las manos extendidas señalando el sepulcro vacío. En la Iglesia oriental el ícono de la resurrección, que llaman la anástasis, representa el descenso de Cristo a los infiernos y el rescate de Adán y los patriarcas. Mucho más tarde se comenzó a pintar la resurrección como un suceso histórico, con el Resucitado como protagonista central e iluminando completamente la escena; hay expresiones bellísimas desde fines de la Edad Media.

Esta noche es una noche bautismal y eucarística; la liturgia expone con maravillosa elocuencia que la vida cristiana y la efusión del Espíritu brotan de Cristo resucitado. Nuestro bautismo ha sido la inserción de nuestro ser natural en el orden sobrenatural de la gracia que nos hace participar de la vida del Resucitado y nos destina a la resurrección. Y cada eucaristía, especialmente la Misa dominical, es una pequeña pascua en la que se ratifica y alimenta colmadamente nuestra participación en la vida del Señor mediante la comunión con su sacrificio, el del Cordero pascual que quita el pecado del mundo. Corresponde esta noche, con total propiedad, que el pueblo cristiano renueve sus promesas bautismales; lo hacemos todos los años, pero no al modo de cumplir con una rutina, sino con la intención verídica y el deseo ardiente de que el gesto renueve eficazmente nuestra vida. No pensemos solamente en nosotros mismos, en nuestra intimidad; incorporemos a nuestra respuesta la decisión de que nuestra vocación cristiana resurja con noble vigor y nos inspire un testimonio espontáneo y coherente en nuestras actitudes cotidianas.

No hace falta convertirse en un investigador avezado para advertir la creciente descristianización de la sociedad argentina, de lo que solemos llamar la cultura nacional. Todos lo sentimos cuando nos enteramos de los índices de corrupción en los medios oficiales, como un mal ejemplo que contagia hasta las relaciones en diversos sectores de la sociedad; el incremento de la violencia y de los delitos, el abandono que sufren tantos inocentes, la pauperización de tantas familias, el olvido de las costumbres cristianas, apenas disimuladas por la periódica cobertura de gestos que no se sabe bien si son de religión o de superstición. No es fácil transformar esta realidad dolorosa, aunque en nuestra arquidiócesis nos estamos empeñando seriamente en el trabajo de una más profunda evangelización de los jóvenes y de una más amplia asistencia a los pobres. El Señor nos bendice, pero todos los fieles deben considerarse concernidos, comprometidos: con su oración, con su ayuda material, con su actuación en el ámbito cercano de su incumbencia y de su idoneidad; en casa, en la vecindad. Todos podemos hacer algo, en lugar de lamentarnos. Y todos debemos hacer crecer en nuestros corazones la esperanza pascual, la alegría de la resurrección. Hacia allí debe dirigirse nuestro ánimo en el momento de renovar las promesas bautismales: abrir el corazón para que el Señor lo lave y lo llene de su amor. La unión eucarística en la comunión estrecha nuestro encuentro con él. Él nos saluda, al venir con nosotros, como lo hizo al aparecer ante las mujeres, según el Evangelio; las saludó diciendo alégrense. Ellas se abrazaron a sus pies y se postraron delante de él. Que hoy recibimos el don de su alegría y nos abracemos al él humildemente y con mucho amor.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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