Skip to content

Texto completo y oficial de la homilía de Mons. Aguer, en el Carmelo platense.

Este es el texto completo y oficial de la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en el Monasterio Regina Martyrum y San José; con ocasión de los votos perpetuos de la Hna. María de los Ángeles de Jesús Sacramentado, OCD. Como adelantamos en un anterior servicio, el prelado puso de relieve en la celebración la notable importancia de la vida religiosa en la Iglesia. Y advirtió, en consecuencia, sobre los ataques que recibe desde distintos ámbitos, en particular, de algunos medios de comunicación.

Elegir la eternidad

Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen. Profesión solemne en el Carmelo Regina Martyrum y San José.
15 de agosto de 2015.

No encontraremos, por mucho hurgar en la Biblia, formulada allí la verdad católica de la asunción de María. San Epifanio, que a fines del siglo IV planteó la cuestión acerca de cómo concluyó la vida terrena de la Madre del Señor, dice que la Escritura guarda silencio para no agobiar de asombro a los hombres con un prodigio tan grande. La proposición del problema, la intuición de que aquel final entrañaba un misterio, dio lugar al desarrollo de argumentos teológicos para tantear una respuesta y también a la difusión de relatos fabulosos, inverosímiles. Como en otros casos, la celebración litúrgica, la contemplación del misterio en el culto eclesial, ayudó a ir clarificando la cuestión. La fiesta del dies natalis de María, el recuerdo de su nacimiento al cielo, aparece en Oriente en el siglo VI y se la encuentra en Roma en el VII. El Espíritu Santo iba guiando la fe de la Iglesia y la devoción de los fieles hacia la luminosa explicitación de la verdad.

Los Santos Padres fueron acopiando argumentos. San Juan Damasceno, un testigo privilegiado de esa tradición, insiste en la múltiple conveniencia de que el cuerpo de María no se disolviera en la tumba. Convenía –dice– que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de corrupción. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda creatura como Madre y esclava de Dios. El énfasis retórico deja ver una sincera piedad y la certeza teológica fundamental: el carácter único, excepcional, de María en relación a Cristo y al misterio de la redención.

La definición dogmática pronunciada por Pío XII en 1950 se expresa con exquisita sobriedad: María, al término de su vida terrena fue asumida en la gloria celestial en cuerpo y alma. Al término de su vida terrena, porque no sabemos si murió o no; en Oriente se habla de la Dormición. Los motivos exhibidos por aquel Papa en la bula Munificentissimus Deus, evocan de algún modo las conveniencias apuntadas por el Damasceno y las afirmaciones de otros Padres de la Iglesia. Esas convicciones multiseculares son asumidas con rigor teológico: el cuerpo de la Inmaculada preservada de todo pecado, el cuerpo de la Theotókos que engendró y dio a luz al Hijo del eterno Padre, el cuerpo que el Espíritu Santo preservó intacto en la concepción y en el parto no podía sufrir la corrupción del sepulcro. Fue asumida, tomada por Dios, análogamente a como en el Antiguo Testamento se habla del fin misterioso de Henoc, uno de los patriarcas antediluvianos (Gén. 5, 24) y del profeta Elías (2 Re 2, 11), arrebatados al cielo.

La Biblia guarda silencio pero no está muda. La Iglesia ha elegido para la liturgia de la Palabra de la que hemos participado textos sugestivos. El fragmento del Libro del Apocalipsis (Apoc. 11, 19; 12, 1-6) presenta dos figuras que la tradición –más allá de la exactitud del sentido literal– ha referido a la Madre del Señor: el Arca de la Alianza, en la que habitaba la shekinah, la presencia de Dios, y la Mujer revestida de sol. María es el Arca en la que Dios se ha acercado a los hombres, en la persona del Hijo encarnado en su seno, para habitar junto a ellos. Ella es también la Mujer que resume y representa al Pueblo de Dios, a la Iglesia en el estado definitivo de su glorificación. Es la Reina, como se canta en el Salmo, deslumbrante de belleza y adornada con joyas de refinada calidad (Sal. 44, 10-12. 15-16). En ella, en su inmediatez con Cristo resucitado, se anticipa el fin de los fines, los nuevos cielos y la nueva tierra que nosotros esperamos (cf. 1 Cor. 15, 20-27a). Todo es obra de la bondad de Dios, de la misericordia por la que El cumple las promesas y se inclina a levantar la pequeñez de quienes lo sirven. Así lo afirma líricamente la Virgen en el Magnificat que recogió San Lucas (cf. Lc. 1, 31-56).

Esta fiesta, que nos conmueve y suscita en nosotros la alegría propia de la fe, la esperanza y el amor, ofrece el marco justo para el acontecimiento del cual somos y seremos testigos. En realidad lo que ocurre hoy aquí es algo extraño, misterioso, incomprensible para la mayoría de la gente. Una mujer joven elige encerrarse aquí para siempre, elige la soledad y el silencio, promete dedicarse –subrayemos otra vez: para siempre– a la oración asidua, a una generosa penitencia, al trabajo humilde, a las obras santas. El mundo no puede entender esto; me refiero a la noción bíblica, evangélica, de mundo, que habría que recuperar sin falsos pudores. Este monasterio es hoy, notoriamente, un rincón ínfimo, una periferia social y existencial. No cabe en el mundo de la “modernidad líquida” que describió el sociólogo Zygmunt Bauman. La decisión de la Hermana María de los Ángeles, más allá del ensayo previo, del estadio provisorio de su consagración, la hace ser radicalmente ella misma, ser definitivamente lo que Dios pensó de ella. Su elección es un acto por excelencia de la fe que la conecta singularmente con la eternidad. Un extraordinario pensador cristiano, Soeren Kierkegaard, anotó esta frase en su “Ejercitación del cristianismo”: lo absoluto consiste únicamente en escoger la eternidad. Nuestra Hermana elige la eternidad y empieza a vivir en ella. Se me ocurre que lo dicho ilustra qué significa votos perpetuos, los que ella profesa solemnemente; la perpetuidad de una promesa, de una elección, que en el acto mismo de profesarlos, como una flecha atraviesa el tiempo y se clava en la eternidad, abandona la indiferencia de lo universal y recala en lo singularísimo de lo personal, se hurta de la fluidez de lo relativo y se somete a lo absoluto de la Verdad.

Dije antes que el mundo y en general lo que llamamos “la gente” no puede entender esto. No quiero exagerar ni dramatizar; así lo siento. Va una prueba: en nuestra sociedad farandulizada de la modernidad líquida nos farandulizan también a nosotros. En estos días hace furor, en sus versiones teatral y televisiva, una novela titulada “Esperanza mía” que presenta el amorío de un curita y una monjita –así en diminutivo, así de infantil y adolescente, y destinada a corromper subrepticiamente a la platea infantil y adolescente. No podría jamás la farándula representar los dramas, las luchas y las muertes del amor verdadero y del pecado. La obra es un éxito de taquilla y de pantalla, y para completar el fenómeno de economía de mercado el disfraz de monja es reclamado por las niñas, y por supuesto las mamás se lo compran; hay medidas para las chicas entre 3 y 13 años y se venden a un precio triple al de cualquier otro disfraz. He leído que un sociólogo califica así este boom de la moda: hay una reapropiación sarcástica del traje de monja. El Señor nos advirtió que todas las naciones nos odiarán a causa de su nombre. Pero en esta Argentina líquida ni siquiera eso… ¡nos toman en solfa!

Es perfectamente compatible la seriedad de lo que estamos haciendo aquí, la sencilla y tremenda seriedad, con la verdadera alegría, con el gozo en el Espíritu Santo. Como corresponde a la vocación cristiana y, después de todo, a la aventura de la vida humana. No sólo es compatible, sino complementario, inseparable, necesario lo uno y lo otro. Por eso estamos tan contentos, porque nos damos cuenta de lo que esta consagración significa para el monasterio, para la arquidiócesis, para la Iglesia entera, para el mundo que sin saberlo tiene sed de redención. Es la grandeza de la pequeñez. Hermana María de los Ángeles de Jesús Sacramentado: quedás colgada de la gracia de Dios, sobre el abismo; que no hay sin coraje consagración verdadera. Pero la Virgen Santa desde el cielo, donde está corporalmente glorificada, te mira y te sonríe. Amén.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *