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Natividad de la Virgen: Mons. Aguer celebró, con sus hijos sacerdotes, 19 años en La Plata.

 

Mons. Aguer con sacerdotes ordenados por él (8 de Septiembre de 2017).

 

Como lo hace todos los 8 de Septiembre, fiesta de la Natividad de María, en el  19°aniversario del comienzo de su ministerio episcopal en La Plata, el Arzobispo, Mons. Héctor Aguer, celebró la Eucaristía con los sacerdotes por él ordenados. La Santa Misa se ofició, al mediodía, en la Catedral; y, seguidamente, el prelado y los presbíteros compartieron unas empanadas en la curia.

Desde el 8 abril de 2000, Mons. Aguer lleva ordenados 46 sacerdotes. Dios mediante, ordenará otros tres (Bonifacio Rossi, Huarte, y Reyes Toso) el próximo sábado 9 de diciembre, a las 10.30, en la Catedral. Y ordenará tres diáconos, en camino al Sacerdocio, el sábado 17 de marzo de 2018, a las 10.30, también en Catedral.

Este es el texto completo y oficial de la homilía del prelado platense:

Jesús con María; nosotros con ellos

Concelebración del arzobispo con los presbíteros por él ordenados.
Capilla de Ntra. Sra. de los Dolores de la Iglesia Catedral. 8 de septiembre de 2017

Desde la Edad Subapostólica la contemplación de la Iglesia comenzó a posarse con admiración y amor en la Madre del Señor. Es verdad que las noticias que nos brindan los Evangelios contienen implícitamente una mariología; María y Jesús están estrechamente ligados en el misterio de la encarnación redentora. Lo atestigua el texto de Mateo que acabamos de escuchar, así como el resto de su relato de la infancia del Señor, el paralelo complementario de Lucas y aquellas dos escenas teológicamente vinculadas del escrito joánico: Caná y el Calvario. Los Apócrifos se prodigaron en datos maravillosos, y aun extravagantes, pero expresaban la piedad del pueblo cristiano, y contienen algunas verdades asumidas por la Gran Tradición de la Iglesia. Al Protoevangelio de Santiago, precisamente, debemos la mención de la Natividad de María y sus circunstancias.

En Oriente -todo comenzó de aquel lado del horizonte- las fiestas marianas se fueron multiplicando a partir del concilio de Éfeso, el tercero de los ecuménicos, celebrado el año 431. En él se estableció como verdad inconmovible de la fe que en Cristo, el Verbo encarnado, la divinidad y la humanidad se unen en una coyunda secreta e inefable, en la Persona eterna del Hijo del Padre; María es entonces la Theotókos, la Madre de Dios, la que engendró y parió virginalmente al Dios hecho hombre.

La Natividad está atestiguada desde mitad del siglo VI, fijada en este día 8 de septiembre. En Roma se introdujo a fines de la centuria siguiente, junto con otras tres solemnidades de Nuestra Señora: la Anunciación, la Purificación (la Hypapante de los griegos) y la Dormición, celebrada como su diez natalis. Esta última apunta a la Asunción corporal a la gloria; por entonces se decía que sufrió la muerte, pero que esta no pudo retenerla.

La Natividad significa la primera aparición visible de aquella en la cual nos sería dada la salvación. La creación entera -cualquiera haya sido el tiempo y el modo de la producción de la que existe- se dirige hacia Cristo, que es su Pr?tótokos, el Primogénito de toda ella. La aceleración hacia Cristo se verifica a partir de la elección de Israel, ese extraño capricho de amor del Dios verdadero por todos los hombres de todos los tiempos, judíos o gentiles. La génesis de Jesús, Mesías de Israel y Salvador de todos los hombres, es decir su generación, tiene las raíces expresadas en el libro de su génesis o genealogía, que traza un camino accidentado de progresiva purificación y crecimiento hasta llegar a San José. Debía acabar allí, en el padre, como correspondía. El último eslabón de la cadena, ese joven trabajador y silencioso, completó las ceremonias del matrimonio con María y sin que hubiera hecho vida en común con ella –ouk egín?sken se dice en griego- fue testigo del misterioso nacimiento y, según también correspondía, puso al Salvador el nombre que significa Salvador. Así se cumplió la profecía de Miqueas (5, 1-4) que hemos escuchado y que sentencia: wehayah dzeh Shal?m, él será la Paz.

Todo católico teje la trama de su vida en relación a Cristo y a María; se entromete, podríamos decir, en la relación recíproca de Cristo con María, de ella con él. También nosotros sacerdotes, y quizá con mayor razón, aunque no seamos santos, pero que sabemos -eso si- que debemos serlo y que la posibilidad se nos ofrece en aquella intromisión. El Cardenal de Bérulle detalla la relación de la Madre con su Hijo: María influye en la vida de Jesús que está en su seno; conserva la vida del niño, consuma y perfecciona su vida natural, orienta su conducta, la conserva constantemente en su corazón, guarda con amor cada palabra suya; permaneciendo siempre en estado de Madre es su primera discípula: lo escucha y lo sigue. Compadece y languidece junto a él y por fin reina con él en la gloria. Ella hace suyos los estados de Jesús; la palabra état es clave en la escuela francesa de espiritualidad: situación, disposición, manera de ser, es el fondo mismo del misterio de Cristo. Ella, la Madre, es un arquetipo que se reproduce en la Iglesia y en cada cristiano. Cito textualmente al creador del Oratorio de Francia: Jesucristo es una capacidad divina de las almas y es para ellas fuente de una vida que ellas viven de él. Esta fórmula se explica aproximadamente así: él contiene en sí a todas las creaturas, que se encuentran en una profunda dependencia de él y de Dios, pero es sobre todo capacidad de las almas elegidas, a las que atrae, hospeda en sí, da vida y subsistencia, las hace crecer hacia la plena consumación.

He dicho antes: con mayor razón nosotros, sacerdotes. Me refiero a la retroescena de nuestro ministerio, al alma de todo apostolado, para usar la expresión de Dom Chautard. No somos eficaces funcionarios eclesiásticos; aun si fuéramos realmente eficaces, algo faltaría, y esa carencia de un modo o de otro habría de notarse en la medianía de unos frutos equívocos. La regla de la santificación personal es asimismo la regla de una misteriosa eficacia de nuestro ministerio: darse, abrirse, abandonarse a la gracia, hacer nuestros con María los estados de Jesús, no sólo cuando en la oración los contemplamos, sino en todos los trabajos y cruces de nuestro ministerio, en el encuentro con los hombres y mujeres que se nos acercan, o a los cuales nos acercamos. Hagamos nuestros aquellos tres años intensos de entrega de Jesús a la gente, su andar de aquí para allá: también a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado (Lc. 4, 43). Ustedes procurando cubrir con su presencia, iniciativas, esfuerzos, el territorio de sus respectivas parroquias, yo y mis auxiliares el de la Arquidiócesis; ahora se nos reclama ocuparnos de las periferias, geográficas y existenciales. Cuando rezo el tercer misterio luminoso del Rosario suelo pensar: ¿qué haría la Virgen mientras tanto? Y me respondo: iría espiritualmente con él, y él la llevaría consigo; quizá también algunas veces se sumaría a la caravana de los discípulos, pero lo más importante habrá sido la unión de los corazones, la secreta participación de ella en la obra de la redención. Aunque no fue sacerdote. ¡Nosotros lo somos, y compartimos con el Señor el encargo que le impuso el Padre: para eso hemos sido enviados.

Cumbre de nuestro ministerio es la misa. El eximio mariólogo René Laurentin, en su librito Notre Dame et la Messe (1954) explicaba el rol de María, que después del de Cristo precede y supera a todos los otros. Escribió: Este sacrificio le pertenece más que a nadie, y ella intercede de manera más eficaz que cualquier otra persona. Ella ha hecho suyas mejor que nadie esa carne inmolada, esos sufrimientos, esas intenciones redentoras. Continúa explicando que el sacrificio de la misa pertenece a María a título de la Encarnación, porque es el sacrificio de su Hijo, cuya carne y sangre ha formado; a título de la Redención, de la que ha tomado parte porque ha estado junto a Cristo, unida a él. Incluye en su argumentación dos bellas citas; una del Pseudo-Epifanio, que alaba a María por habernos dado a Cristo, Pan celestial para el perdón de los pecados; otra del Canon de la Iglesia Etíope, que dirigía a la Virgen Madre esta expresión de agradecimiento: ¡Gloria a María, que nos ha dado la Eucaristía! Cuando celebramos, en cada misa, ella nos acompaña; la mención que de ella se hace en las plegarias eucarísticas no es puramente ceremonial; se refiere, es verdad, al encaminamiento escatológico de la Eucaristía, pregusto del gozo del Reino, donde nos encontraremos con ella, San José y todos los santos. Pero esa referencia a ella podría entenderse de modo más profundo. En la Escuela Berulliana surgió la idea de celebrar en (o según) las intenciones de la Virgen; es decir, remitir a ella los frutos de la misa que ordinariamente están afectados a una intención particular. De este modo, uno se concentra en los grandes fines del sacrificio. Laurentin resuelve así las dificultades que plantearon en su momento muchos liturgistas: celebrar en las intenciones de la Reina equivale a celebrar en las intenciones del Reino. Estos planteos nos ayudan a reconocer y a percibir mejor, con la inteligencia y el corazón, la profundidad del misterio eucarístico.

La retroescena de nuestro ministerio, la condición de su cumplimiento y eficacia verdaderamente sobrenaturales es la oración, la contemplación la adoración, con su tiempo y su silencio irremplazables, pero este estado en el que ha de ubicarse nuestra conciencia, nuestro corazón, lo más profundo de nuestro yo, no nos exime del trabajo, de la acción. Las dos dimensiones se encuentran señaladas en los relatos evangélicos de la vida de Jesús. Por otra parte, los apóstoles revelan en sus cartas que así comprendían su ministerio, el encargo recibido en la vocación, en el llamado que les hizo el Señor. Hay que trabajar, y hacerlo con inteligencia y amor; aunque no nos tocase en suerte sobrellevar grandes sufrimientos, el seguimiento de Cristo implica siempre la cruz. Como leemos en la Carta a los Hebreos: después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta la sangre (12, 4: méjris háimatos). Contra el pecado propio y el ajeno, el pecado del mundo, porque la acción incansable del ministerio es un martirio. Antag?nídzomai es el verbo que significa luchar con las armas en la mano. San Pablo escribe a los Corintios: las armas de nuestro combate no son carnales, pero, por la fuerza de Dios son suficientemente poderosas para derribar fortalezas (2 Cor. 10,4); y a los mismos: con la palabra de Dios, usando las armas ofensivas y defensivas de la justicia (2 Cor.6,7). Según el original griego, las ofensivas se tomaban con la mano derecha, y las defensivas con la izquierda. Indica el uso de todos los recursos y la disposición a afrontar todas las situaciones: sea que nos encontremos en la gloria o que estemos humillados; que gocemos de buena o mala fama; que seamos considerados como impostores, cuando en realidad somos sinceros; como desconocidos cuando nos conocen muy bien; como moribundos cuando estamos llenos de vida; como castigados cuando estamos ilesos; como tristes aunque estamos siempre alegres; como pobres aunque enriquecemos a muchos; como gente que no tiene nada, aunque lo poseemos todo (2 Cor. 6, 8-10). Esas contradicciones o alternativas van juntas: nos Pasa lo uno y lo otro: kái en griego. Fue así en la época apostólica y lo es en nuestro tiempo, tan distinto y que empero se le parece tanto. El segundo miembro de cada par es la realidad profunda, interior, sobrenatural, que vivimos reproduciendo en nosotros los estados de Cristo y su Madre: la gloria en la abyección y el cielo en la tierra.

Todo lo definitivo, el ésjaton, despuntó cuando aquella Niña apareció en la Tierra, por eso la Iglesia celebra desde hace siglos su cumpleaños. Era una niña como otras, pero distinta de todas, reservada por Dios para él. Dichosa fiesta la del aniversario de su nacimiento, aunque no conozcamos con seguridad que fue este día. Ustedes habrán hecho números, queridos hermanos e hijos: este día es el aniversario 19° de mi llegada a La Plata; yo elegí esa fecha para ponerme al amparo de Nuestra Señora, ya que había nacido en otra fecha suya, la del Auxilio de los cristianos. El silenti opere de mi blasón está tomado de la poscomunión de la octava misa del Misal Mariano; se refiere al trabajo por el Reino, silencioso por dentro, aunque cause bulla por fuera. Si Dios quiere, firmaré mi renuncia al arzobispado, cediendo al delicado “ruego” del canon 401, el 8 de Mayo próximo, solemnidad de Nuestra Señora de Luján. Siempre bajo su refugio: sub tuum praesidium. Quizá sea el de hoy nuestro último encuentro. Pero abrigo la esperanza de que se acordarán cada tanto de este más que indigno arzobispo que les impuso las manos. Por una especie de genética sacramental, bueno o malo, yo soy su padre. Queden seguros que esté donde esté, los recordaré siempre y rezaré por ustedes, como lo hago, como lo hice por cada uno desde el día de cada ordenación. Jáire, kejaritoméne, Ave María purísima.

 + Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata 

 

 

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