Mons. Aguer y el sentido profundo de la conversión cuaresmal.
Como ampliación de lo que publicamos el pasado 1º de Marzo, Miércoles de Ceniza, trascribimos seguidamente la homilía que pronunciara ese día el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la misa del monasterio Regina Martyrum y San José, de las Carmelitas Descalzas, en 7 y 35. Hizo referencia en ella al sentido profundo de la conversión cuaresmal, y a los presentes desafíos de los cristianos.
Este es el texto completo y oficial de su mensaje:
Cuaresma: sacrificio espiritual de la misericordia
Homilía en la celebración del Miércoles de Ceniza. Carmelo Regina Martyrum y San José
1º de marzo de 2017
Por cuatro días locos que vamos a vivir… Así titulaba el diario local la crónica del festejo carnavalesco en Meridiano V, del que habrían participado más de 40.000 personas. La frase debía terminar: te tenés que divertir. Así cantaba, cuando yo era niño -creo, o poco más- el entonces popular Alberto Castillo, con su voz y estilo singularísimos. Parece que semejante alegrón, con abundante derroche de espuma, se repitió en estos días de Carnaval. Descuento las otras y numerosas celebraciones que empeñaron a carrozas, comparsas y murgas. Siempre ocurrió más o menos lo mismo en los tres días que preceden al inicio del Tiempo de Cuaresma. Los disfraces eran infaltables aun en los discretos corsos de los barrios, sencillos, familiares, donde no se registraban escándalos. No se conoce con exactitud el origen del Carnaval; los etnólogos y los expertos en folclore lo han relacionado con ritos soteriológicos dedicados a divinidades de Frigia como Attis o Cibeles, egipcias como Isis y Osiris, o griegas como Démeter y Dionisos. Soteriológicos significa que aquellos ritos eran sostenidos por mitos de salvación. Al parecer, la fecha y la índole coincide con las Saturnales y Bacanales de Roma. Raíces míticas, por tanto. Existen también interesantes interpretaciones psicológicas, que sugieren que en estas fiestas, en las que no faltaban desbordes sexuales y orgiásticos, se manifestaban la búsqueda de plenitud personal y las ansias de nivelación social a través del desborde de la conducta y el escape de la pasionalidad. Esos días podía permitirse cualquier cosa, y todos se mezclaban en la algarabía común, hasta amos y esclavos. En la actualidad ocurre más o menos lo mismo: el desenfreno intenta en muchos casos llenar o más bien disimular el vacío de la inteligencia y del corazón. Como es evidente, aquellas invenciones antiquísimas perduraron en los siglos cristianos. Se podría pensar benévolamente que se trata de una especie de desahogo antes de asumir la seriedad y los rigores de la Cuaresma. Aunque hoy día no abrazan la observancia cuaresmal las multitudes que se han divertido mal o bien en esos días previos y para muchos todo el año es Carnaval. Pero el calendario no miente: después de tales feriados viene la Cuaresma.
La preparación de cuarenta días para la celebración de la Muerte y Resurrección del Señor en la Pascua anual, se fue desarrollando progresivamente y queda constituida en el siglo IV con el elemento infaltable del ayuno, herencia de la espiritualidad judía que han adoptado después los musulmanes. Bien entendido, claro está; ya San León Magno alertaba que el ayuno consiste en la privación de los vicios más que de los alimentos. Desde siempre la Iglesia insistió en que la moderación en el comer debe ir acompañada de la oración y del ejercicio efectivo de la caridad. La tríada procede asimismo de la Antigua Alianza. Lo que se nos demanda en realidad es una reflexión sobre la orientación de nuestra vida que pueda sacudir la instalación en la modorra espiritual; la metánoia -que así se llama en el griego del Nuevo Testamento lo que traducimos “conversión”- significa exactamente cambio de mentalidad. Incluye el pensar, una inteligencia nueva de nosotros mismos que sirva de base a la decisión voluntaria de tender de veras a la santidad, a la perfección del amor, que es nuestra vocación. Si vamos a vivir cuatro días -la canción acertaba en señalar la brevedad de nuestra existencia terrena- que no sean locos sino sensatos, y las diversiones auténticamente humanas, no disparates espasmódicos para llenar el agujero del alma. No es cuestión de programas complicados en la Cuaresma cristiana; la referencia previa a San León el Grande era el final de un párrafo de su Sermón 6 sobre el período que hoy se inicia: lo que cada cristiano ha de hacer en todo tiempo ahora debemos hacerlo con más intensidad y entrega, para que así la institución apostólica de esta cuarentena de días logre su objetivo mediante nuestro ayuno. Quedamos invitados, entonces, a revisar nuestras provisiones -las que devoramos, quiero decir- y establecer de qué tenemos que ayunar. En su Sermón décimo sobre el período litúrgico que hoy comenzamos el Papa León se refería al amor al prójimo, a la caridad, y sugería: que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos; quería significar, seguramente: nuestros amores y nuestros odios, o en todo caso nuestra indiferencia para con el vecino, de modo que podamos prepararnos a la Pascua mediante el sacrificio espiritual de la misericordia. ¡Qué expresión tan bella y exacta, y hoy en día paradojalmente actual!
Me permito la alusión a una paradoja porque se me ocurre que el concepto leoniano de sacrificio espiritual de la misericordia puede acercarse a otro, teológico también pero posterior: el de reparación. Reparar significa arreglar algo que ha sido estropeado, y también desagraviar al ofendido. La difusión de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, especialmente en el siglo XIX y en la primea mitad del XX incluía como gesto muy valioso la reparación por los pecados, por los propios de los fieles que apelaban a la misericordia del Corazón herido del Señor, y por los del mundo, esto es, por los pecados de los otros. Mezclo nuevamente un recuerdo de mis años mozos: los jóvenes -y los viejos, o más bien viejas, lo mismo da- nos turnábamos en los días de Carnaval, ante el Santísimo expuesto para adorarlo en reparación por los pecados que se cometían contemporáneamente. Así pensábamos, y era verdad. El término reparación no faltaba en las oraciones que los fieles dirigían al Corazón divino-humano (a la persona) del Salvador. Estimo que ese lenguaje ha caído en desuso, y en su momento, en los años de la euforia renovadora alrededor del Concilio Vaticano II, era criticado como una pretensión excesiva que ubicaba a los “reparadores” en un sitio espiritual de presunta superioridad e incluía un juicio negativo sobre los demás, sentenciados entonces como “pecadores”. Es indudable que Jesús es el único reparador del género humano, pero él mismo nos exhorta a seguirlo con la cruz y a participar de su sacrificio de reparación uniendo a los suyos nuestros sufrimientos. Admito que esa espiritualidad, que llevaba la marca de los años ochocientos, podía favorecer un elitismo y un individualismo inconscientemente poco evangélicos. Pero, por contraste, el “buenismo” de la actualidad y el mirar para otro lado ante los males del alma confunde todo y colabora en la defección de la vitalidad misionera, conquistadora, del catolicismo.
Sé que estas adjetivaciones pueden disgustar a algunos, a muchos: proceden de mi convicción, no ideológica, sino fruto de la experiencia, de que la Iglesia Católica en los últimos cincuenta años ha retrocedido en todos los frentes (uso otro término del ámbito bélico, ¡horror!): ha perdido miles y miles de miembros que han pasado al evangelismo o a cosas peores; cayó de modo abismal el número de matrimonios sacramentales; ha disminuido el número proporcional de sacerdotes y de vocaciones sacerdotales en relación con las concentraciones poblacionales; carece de políticos sólidamente unidos detrás de su Doctrina Social, con posibilidades de que ésta inspire la práctica concreta de los vaivenes político-económicos, y ¿dónde están los medios católicos de comunicación y nuestros reconocidos hombres y mujeres en el mundo de la cultura y de las artes? Se han impuesto leyes inicuas que destruyeron al matrimonio y a la familia según el orden natural y cristiano, y el balance podría continuar negativamente. ¿Culpa de quién? ¿Avatar inevitable de una historia que, por supuesto, no manejamos? Véalo quien deba verlo. Por mi parte rezo: mea culpa, me culpa, mea máxima culpa; son lo peor esas mis responsabilidades incumplidas y no los pecadillos que como cualquier cristiano puedo llevar al sacramento del perdón.
Valga esta larga digresión para valorar el concepto leoniano de sacrificio espiritual de la misericordia, una inclinación del corazón hacia la miseria ajena, que podemos ejercitar no porque seamos nosotros mismos inmaculados, exentos de miseria, sino porque hemos sido precisamente agraciados con la misericordia del Señor. Y estamos dispuestos a compartirla. En la Carta a los Hebreos se explica que el oficio propio de un arjieréus, pontífice o sumo sacerdote es ofrecer thysías, sacrificios por los pecados, y que es eso lo que hizo Jesús, quien consumado su propio sacrificio, el del Hijo Eterno que como hombre se ofreció en obediencia al Padre, se constituyó en causa de salvación eterna para cuantos creen en él e imitan su sumisión (cf. Hebr. 4, 8 ss.). Con nuestro sacrificio espiritual de misericordia, no solamente intentamos “reparar” o “desagraviar” al Señor frívolamente olvidado, sino que unimos a su único sacrificio el nuestro, los nuestros, aunque sean pequeños, casi insignificantes) para que en esa misteriosa agregación lleguemos a ser, en la superación de nuestra impotencia por la gracia divina, con Él, por Él y en Él, también causa de salvación. Así lo intentaron, así lo hicieron los santos. Entonces, nuestras pobres observancias cuaresmales, aún las menores, inspiradas por un amor universal, serán provechosas para nosotros mismos, y en el misterio de la Providencia lo serán asimismo para muchos, quienes, donde y cuando quiera el Señor.
Las observancias cuaresmales han ido cambiando con el tiempo. La principal desde el origen de este período litúrgico fue siempre el ayuno, que en la disciplina actual se reduce como estricto deber al día de hoy y el Viernes Santo, junto con la abstinencia de carne; ésta última debe señalar también con su ejercicio que todos los viernes del año son días penitenciales. Sin embargo, el canon 1249 enuncia una ley general, de raigambre evangélica y apostólica, dice: todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia. Penitencia, en el griego del Nuevo Testamento, suena -como ya lo he indicado- metánoia: cambio de mentalidad y de vida: así en la imprecación del Bautista: produzcan el fruto de una sincera conversión, metanoias (Mt. 3, 8); lo mismo en la lamentación de Jesús y su recriminación a las ciudades de Galilea en las que había hecho más milagros: no se convirtieron (ou metenó?san, Mt. 11, 20) y al dar su opinión sobre unos accidentes sobre los cuales le habían comentado: si ustedes no se convierten (eàn m? metano?site, Lc. 13, 5) todos acabarán de la misma manera. La fórmula de imposición de la ceniza intralucida en el rito renovado, asume el inicio de la predicación de Jesús: conviértanse (metanoîte Mc. 1, 15) y crean en el Evangelio. Hoy hemos recibido las admoniciones del profeta Joel y del Apóstol Pablo en orden a nuestra plena renovación, la que Dios realiza en nosotros si lo dejamos hacer; como ordena el mismo Apóstol, hay que dejarse reconciliar con él y por él, que siempre tiene la iniciativa (cf. 2 Cor., 5, 20).
Que nuestras observancias cuaresmales, sencillas o mayores, las que el Señor inspire, desde la simple tolerancia de las incomodidades, se dirijan a aquella meta de nuestra más profunda y definitiva conversión, y sean un sacrificio de misericordia para tantos hermanos nuestros que sufren sin sospechar el sentido de sus carencias y pruebas en los cuatro días locos que van a vivir. Esta Cuaresma no es, entonces, para solos nosotros, sino también para ellos. El Evangelio que hemos escuchado, en un pasaje fundamental del Sermón de la Montaña, nos precave contra la posibilidad de una interpretación farisaica de la Cuaresma y sus observancias (MT. 6, 1-6. 16-18). Lo que nos enseña el Señor es que procuremos que nada de eso se note, digamos: ¡que no hagamos “bandera”! La referencia inmediata del texto es a las clásicas acciones judías de religiosidad: ayuno, oración y limosna, que siguen vigentes para los cristianos; hypokrit?s, significaba en el uso lingüístico griego “actor teatral”, pero transferido al dominio de la ética se torna negativo: alguien que hace o es algo diferente a lo que dice; se entiende muy bien en el lenguaje popular, en continuidad al de los espectáculos: “se manda la parte”. Parece algo vil, pero podría ocurrirnos, siquiera parcialmente. Jesús nos remite a la sola, silenciosa, misteriosa, mirada del padre; estamos siempre bajo ella, pero pongámonos cuaresmalmente bajo ella, sin buscar ni una brizna de autosatisfacción o vanidad. Que no haya nada de philautía, amor propio, sino que todo sea caridad; así exhortaba Evagrio el Póntico, gran maestro espiritual del siglo V. Que sea un sencillo y humildísimo sacrificio espiritual de la misericordia, para conversión de nuestros pecados y de los de todo el mundo, por la unión estrecha de nuestras pequeñeces con la cruz del Salvador. Y no olvidemos que hemos de hacerlo con alegría.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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