Mons. Aguer se refirió a Santo Tomás y a la tradición tomista del Seminario platense.
Santo Tomás en el Seminario Platense
Homilía en la misa de comienzo del año lectivo. Iglesia del Seminario
7 de marzo de 2017
¡Ay de la Iglesia de un solo doctor! Esta exclamación quejosa resonaba en los años del Concilio Vaticano II; no recuerdo si su autor fue un obispo o uno de los teólogos que por entonces tallaban. Se refería, obviamente, a Santo Tomás de Aquino y a la recomendación que los Papas hicieron de la obra de aquel humilde fraile dominico, especialmente para la formación filosófica y teológica de los futuros sacerdotes. No le fue tan mal a la Iglesia con esa preferencia, y en cambio le fue muy mal después, cuando desoyendo la voz de esa Gran Tradición se impusieron de hecho, en nombre del “aggiornamento”, la confusión, el menoscabo de la transmisión de una filosofía del ser que forma la cabeza y enseña a pensar, el positivismo en la interpretación de la Escritura, y las plurales teologías poco teológicas que destruían la certeza de las verdades centrales de la fe. La gran asamblea eclesial, el Concilio del siglo XX recomendó a los presbíteros nutrirse en el cultivo de las ciencias sagradas frecuentando no sólo la Palabra revelada, sino también el estudio de los Santos Padres y Doctores y de los otros monumentos de la Tradición (Presbyterorum ordinis, 19). La frase que he citado al comienzo era un slogan, una gansada malévola; nunca la Iglesia se recluyó en la autoridad de un solo doctor. En cuanto católico soy tomista, agustiniano, bernardino, bonaventuriano, etc, etc. Pero la recomendación de Santo Tomás, especialmente a los estudiantes, quedó expresa en el decreto Opatam totius del Vaticano II: se los insta a profundizar en los misterios de la salvación y a descubrir su conexión, por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás (n.16). El texto remite a una nota en la que se cita a Pío XII y a Pablo VI. Del primer pontífice la siguiente aclaración: La recomendación de la doctrina de Santo Tomás no suprime, sino que excita más bien y dirige la emulación en la investigación y divulgación de la verdad. Del segundo, este enorme elogio, pronunciado en 1964 en la Universidad Gregoriana, que nunca fue –digamos- “territorio tomista”: es tanta la penetración del ingenio del Doctor Angélico, tanto su amor sincero de la verdad, y tanta la sabiduría en la investigación explicación y reducción a la unidad de las verdades más profundas, que su doctrina es un instrumento eficacísimo no sólo para salvaguardar los fundamentos de la fe, sino también para lograr útil y seguramente los frutos de un sano progreso. En cuanto a la formación filosófica, el Concilio postula un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez (n.15). En este punto el texto remite a la encíclica Humani generis de Pío XII, donde se nombra expresamente a Santo Tomás en relación con el genuino progreso del pensamiento y como garantía para no ligarse incautamente a cualquier efímero sistema filosófico. Mirando hacia atrás en el tiempo, se comprueba el testimonio favorable de los Papas: Clemente VI, Nicolás V, Benedicto XIII, San Pío V, Clemente XII, Inocencio XII, Benedicto XIV, entre otros. Inocencio VI, en un sermón suyo, llegó a exaltar en la obra del Aquinate la propiedad de las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de tal suerte que nunca a aquellos que la siguieron se les verá apartarse del camino de la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnara.
La renovación de los estudios tomistas y el afianzarse en el concierto filosófico de una escuela de ese nombre a lo largo del siglo XX, se deben al impulso restaurador expresado por León XIII en su encíclica Aeterni Patris, de 1879, y a la Studiorum ducem, que Pío XI publicó en 1923 para conmemorar el sexto centenario de la canonización del Aquinate, y en la que destaca especialmente en su personalidad un modelo de unión de la doctrina con la virtud. Para abreviar la lista y las referencias, menciono una intervención del Beato Pablo VI con ocasión del centenario de la muerte: le atribuye en máximo grado el coraje de la verdad, la libertad de espíritu al afrontar los nuevos problemas y le reconoce una genial intuición profética al conciliar la secularidad del mundo y la radicalidad del Evangelio, evitando la tendencia innatural de negar el mundo y sus valores, pero sin menoscabar las supremas e inflexibles exigencias del orden sobrenatural. Por su parte, San Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio dedica un largo párrafo a la novedad perenne del pensamiento de Santo Tomás de Aquino. No he tenido tiempo para buscar todas las veces que el bonaventuriano Papa Ratzinger habló de él.
Lo de novedad perenne no me parce una afirmación gratuita. Durante el siglo XX se registraron discusiones por demás interesantes dentro de lo que puede denominarse Escuela Tomista, por ejemplo, la reacción bien fundada del filósofo canadiense Charles de Konnick en defensa de la primacía del bien común contra el personalismo de Maritain. Además, el Padre Cornelio Fabro, en sus dos obras “La noción metafísica de participación” y “Participación y casualidad” produjo una renovación revolucionaria en la concepción de la metafísica tomista que dejó descolocados no sólo a los anquilosados manuales en los que “tomismo” se identificaba con “lo mismo”, vale decir, una repetición continua no chequeada en los textos del Angílico, sino también a distinguidos escolásticos en los que la noción de participación no encontraba cabida. Fabro supo interpretar asimismo el dinamismo de apertura y recreación propio del pensamiento tomista, lo cual lo condujo a la confrontación con el pensamiento moderno y al descubrimiento y traducción del gran cristiano danés Soeren Kicrkegaard, cuyo influjo se asoma en los estudios fabrianos sobre la libertad y en esa joya póstuma de los apotegmas recogidos en el Libro de la Existencia y de la Libertad Vagabunda. Así es un verdadero tomista.
Me permito ahora ofrecer un consejo basado en mi propia experiencia. Exagerando un poco diría: no hay que estudiar tomismo, hay que leer a Santo Tomás. Yo tuve la gracia, siendo adolescente, antes de entrar al seminario, de tomar contacto directo con la Suma Teológica. El Padre Julio Meinvielle reunía todos los domingos por la mañana, en la histórica Casa de Ejercicios de Buenos Aires ( la fundada por la Beata Antula, de la que era capellán) a un grupo de jóvenes al que me sumé por invitación de un amigo, precisamente para leer la Suma, que él sabía explicar magistralmente para nosotros, principiantes. Me costaba casi una hora de tranvía estar allá a las 10 –si no recuerdo mal esa era la hora-. Muchas veces escuché al Padre Julio insistir en que había que ir al texto, a los textos de Santo Tomás. Hablaba de exageración al comienzo de este párrafo porque luego leí a muchos comentadores de la obra tomista, tanto histórico –críticos cuanto especulativos desde el Cardenal Cayetano y Juan de Santo Tomás hasta Santiago Ramírez. Pero ensayé también un método de investigación en busca de esa ansiada meta de todo intérprete: llegar a descubrir gozosamente quid dicat auctor, lo que dice el autor. Se supone, para esto, que uno lo lee en el original; hay que estudiar latín, pues, al menos para comprender el sencillo –decadente dirían los puristas- latín medieval.
En este nuestro Seminario Platense, siempre se conservó la orientación tomista de los estudios filosóficos, a la que sirvieron grandes nombres, de los que sobrevive el del querido Monseñor Ponferrada, aquí presente. Es una tradición que habrá que continuar, con distintos niveles de aplicación y compromiso. Destaco la finalidad pastoral de esta tendencia: aprender a pensar, a argumentar, ordenar la cabeza y abrirla a la comprensión de nosotros mismos y de lo que ocurre a nuestro alrededor, alcanzar una ductilidad que permita el diálogo con los filósofos agnósticos o ateos y ayudar a tanta gente desconcertada y con el alma vacía.
La misa propia de Santo Tomás propone el bellísimo texto del libro griego, deuterocanónico de la Sabiduría, que hemos escuchado como primera lectura. El Doctor Angélico escribió repetidamente sobre la sabiduría. Recogió, en primer lugar, lo que Aristóteles había elucubrado y distinguido. Para el Filósofo la sabiduría es solamente cognoscitiva; según los teólogos es también directiva humanae vitae, ya que nuestra vida tiene por meta la fruición de Dios y es conducida por esa participación en la naturaleza divina que es la gracia (II-II, q.19 a 7 e.). Por eso para Aristóteles máxima sabiduría es la metafísica; para nosotros la teología. La referencia apunta siempre a las realidades y razones más altas. Una valiosa indicación nos deja Tomás en su comentario al Salmo 43: a cualquier hombre le es necesario escuchar, ya que nadie es per se perfectamente sabio. La adquisición de la sabiduría mediante el estudio es difícil y lenta; si se la recibe por inspiración, en cambio, es veloz y fácil. También comentando un salmo afirma que uno puede apacentarse en la meditación de la sabiduría de cuatro maneras: creyéndole a Cristo, haciendo caso a los sabios, alabando a Dios, y enseñando, como es el caso de los justos (In Ps. 36). Una distinción sutil permite no confundirla con la prudencia, que es una especie de sabiduría: esta versa sobre aquello que nos conduce a la felicidad; la sabiduría sobre su objeto aunque el ejercicio de la sabiduría en la vida presente no constituye la felicidad perfecta, sino sólo su incoación, ya que el objeto principal de la felicidad es Dios, y nuestros actos sólo lo alcanzan en este mundo imperfectamente (cf. I-II q.66 a. 5 ad 2). El don del Espíritu Santo que lleva el nombre de sabiduría nos dispone para seguir instintivamente al mismo Espíritu en el conocimiento de las cosas divinas y de las humanas (I-II q. 68 q.5 ad 1). Valgan estas escasas referencias para advertir el relieve que cobra en los escritos de Tomás el tema de la sabiduría. ¿Cómo un sabio no iba a ocuparse de ella? Su vida fue studium sapientiae. Studium no significa solamente estudio, sino también, y en este caso conjuntamente, aplicación, pasión, amistad, propensión, deseo, deleitoso ejercicio, amor. Los santos son los verdaderos sabios, aunque no hayan estudiado mucho, ni obtenido títulos.
El Aquinate comentó, completo, el Evangelio según San Mateo, o mejor dicho para respetar el título, hizo de él una Lectura. Evitando las divisiones y subdivisiones que proyecta sobre el texto según su método escolástico, quiero resumir, usando en lo posible sus mismas expresiones, cómo lee el pasaje que hoy se ha proclamando. En referencia al contexto, y tomando en cuenta que la invectiva de Jesús se produjo después de su ingreso triunfal en Jerusalén, hace notar que los escribas y fariseos quedaron heridos, disgustados, envidiosos, por aquella manifestación de gloria y que la sabiduría del Señor los había descolocado completamente; ahora en la presente diatriba, le arguye en toda justicia. Cuando Jesús enseña a sus discípulos les habla de realidades profundas porque ellos captan la verdad; a la gente, en cambio, se dirige usando de parábolas; a unos y otros, sin embargo, les expone lo necesario para la salvación. La discusión se plantea a propósito de las observancias judías. Tomás distingue los preceptos morales de la Antigua Alianza, que conservan su vigencia en el nuevo orden de cosas inaugurado por la venida del Mesías, de los mandatos legales o rituales, que eran provisorios, como sombra de los bienes futuros –según la Carta a los Hebreos; sería inferir una injuria a Cristo observarlos después de su venida. La crítica a los escribas y fariseos se entiende así: quien está constituido al frente del pueblo, no sólo debe enseñar con su doctrina, sino también con su vida, que ha de ser ejemplo para los fieles. Es lo que no ocurría con las autoridades judías, que con presunción añadían otras observancias a lo prescrito por Dios y hacían gala de indiscreción, severidad excesiva y violencia en el mandar. Sentencia Santo Tomás: como buscan su propia gloria, son incorregibles; recurre a una cita elocuente de San Bernardo: llevan ropa de santidad, que no es pesada. Recuerda también el Aquinate que Orígenes aplicaba aquellas censuras a quienes apetecen dignidades en la Iglesia.
En este contexto aborda el comentario del dicho del Señor sobre los maestros En realidad merece el título de rabbí, didáskalos, magister, el que tiene doctrina propia, no el que comunica la que ha recibido de otro. Aparece entonces una bien pensada distinción: el único maestro es Dios, de quien es propio enseñar con autoridad: muchos, en cambio, son maestros porque cumplen un ministerio; lo que les corresponde entonces es la humildad. Se inspira en San Juan Crisóstomo para dejarnos esta fórmula: unus magister est naturaliter, multi ministerialiter, uno solo es maestro naturalmente, muchos ministerialmente. Cristo se atribuye el ser maestro porque es el Verbo, la Palabra; enseñar es lo propio suyo porque se enseña por medio de la palabra. Es maestro también en su naturaleza humana, ya que hecho hombre fue enviado para enseñar. Solo para él resulta natural ser maestro. Los discípulos no deben estimarse como superiores, sino como servidores, como ministros; la distinción, o mejor la oposición superior-ministro destaca precisamente el valor imprescindible de la humildad. Es una lección para la Iglesia de todos los tiempos la que, siguiendo el Evangelio, Tomás nos deja, y en especial para quienes se preparan a ejercer el ministerio que el Señor encomendó a los apóstoles y del que todo sacerdote participa. Cuadra muy bien al comienzo de otro año lectivo en el Seminario.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
Comentarios recientes