Skip to content

Mons. Aguer presidió el Tedeum por el 9 de Julio, en la Catedral.

untitled (5)

 

Al presidir en la Catedral el Tedeum por el 9 de Julio, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, sostuvo que «en varios períodos de nuestra historia las grietas ideológicas y sus efectos culturales y sociales desgarraron dolorosamente la unidad nacional; la discordia parece ser nuestro vicio crónico por excelencia. La desavenencia de los ánimos sigue inevitablemente si no se busca la verdad con sinceridad. Los vaivenes reiterados con fatalidad periódica, la sucesión de oligarquías y demagogias, han hecho fracasar las inmensas posibilidades de nuestros recursos naturales y humanos; millones de pobres –prefiero no arriesgar una cifra- aguardan todavía poder vivir dignamente con el fruto de un trabajo genuino».

En su homilía, titulada Nostalgia de futuro, agregó que «con el bicentenario puede arrancar un nuevo ciclo; poseemos valores culturales eximios y hay mucha más gente honrada que vivillos, aprovechados y mafiosos. ¿Por qué han de prevalecer siempre éstos? ¿Por qué han de repetirse los engaños electorales que mancillan la república? Las iniquidades que se van develando precisamente en estos días de nuestro bisecular aniversario tienen que desengañar a muchos y que activar los resortes de la decencia y del reclamo de una población sufrida a la que una justicia distraída no ha servido como era su deber».

Dijo, igualmente, que «podemos permitirnos, en este solemne aniversario, un sentimiento de nostalgia, con todo derecho y razón. Nostalgia significa “pena de verse ausente de la patria”, y también “tristeza originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Nóstos, en griego, quiere decir regreso, vuelta a la patria; el nombre implica que es posible volver, ponerse en salida, comenzar el viaje. Volver a lo mejor de nosotros mismos, al espíritu de aquellos hombres que nos dieron la independencia. Tenemos que regresar hacia el futuro, hacia el cumplimiento de un ideal que no se alcanzó todavía plenamente, pero al cual podemos, más aún, debemos llegar, como respuesta lógica a la sobreabundancia de dones que hemos recibido».

Este es el texto completo y oficial de su mensaje:

 

 

Nostalgia de futuro

Homilía en la celebración de acción de gracias por el

bicentenario de la Independencia Nacional.

Iglesia Catedral. 9 de julio de 2016.

 

Los aniversarios que se cumplen  en cifras redondas resultan particularmente significativos; la celebración se prepara con esmero y se realiza con una alegría comunicativa que expresa una participación gozosa en el recuerdo del acontecimiento. Existen también, es verdad, aniversarios luctuosos que concitan la comunión en el dolor, en el llanto, pero análogamente a los primeros marcan hondamente la vida de personas, de familias, de naciones. Hoy nos reúne la conmemoración del bicentenario de la independencia nacional, aquí y ahora con el rito tradicional del tedeum. Lo que deseamos expresar con este gesto es, sencillamente, la gratitud a Dios por aquella decisión de los congresales de Tucumán en 1816; pero también porque su Providencia nos ha dado esta patria, por el hecho de ser argentinos. Cuando en un religioso silencio escuchemos el célebre tedéum de Mozart, y luego cuando de viva voz elevemos al cielo nuestras preces, recogeremos en el corazón y en la palabra nuestra azarosa historia en un acto de aprobación. Los alardes patrioteros no dan cuenta de la verdad; cuanto más sobrios seamos mejor alcanzaremos el espíritu de la conmemoración. Pero tampoco corresponde esa especie de desgano que oculta el encogimiento pesimista de quienes están dispuestos a renegar de la Argentina. La patria nos es dada. Es literalmente, la tierra de nuestros padres; la nación en cambio –me atrevo a proponer- es a la vez dada y construida en la historia porque a lo largo del tiempo se forja el talante de un pueblo, implicando en ese proceso innumerables decisiones. ¿Puede una nación fijarse un proyecto, darse a sí misma comunitariamente un camino a seguir, una meta a lograr? La declaración de nuestra independencia fue un acto inicial, aunque entonces no comenzó a existir una nación de la nada, porque se recogía la herencia cultural de la hispanidad, el humanismo que nos legaron Grecia y Roma y la religión católica. Así pensaban y sentían los hombres que dieron aquel paso; vale la pena recordar que más de una decena de ellos eran sacerdotes.

Quedó muy lejos aquel 9 de julio. Desde las luchas civiles y los debates sobre la organización de país se manifestaron posturas contrastantes, más el entrevero de interesas parciales, contrarios al bien común, locales y foráneos. En varios períodos las grietas ideológicas y sus efectos culturales y sociales desgarraron dolorosamente la unidad nacional; la discordia parece ser nuestro vicio crónico por excelencia. La desavenencia de los ánimos sigue inevitablemente si no se busca la verdad con sinceridad. Los vaivenes reiterados con fatalidad periódica, la sucesión de oligarquías y demagogias, han hecho fracasar las inmensas posibilidades de nuestros recursos naturales y humanos; millones de pobres –prefiero no arriesgar una cifra- aguardan todavía poder vivir dignamente con el fruto de un trabajo genuino. Con el bicentenario puede arrancar un nuevo ciclo; poseemos valores culturales eximios y hay mucha más gente honrada que vivillos, aprovechados y mafiosos. ¿Por qué han de prevalecer siempre éstos? ¿Por qué han de repetirse los engaños electorales que mancillan la república? Las iniquidades que se van develando precisamente en estos días de nuestro bisecular aniversario tienen que desengañar a muchos y que activar los resortes de la decencia y del reclamo de una población sufrida a la que una justicia distraída no ha servido como era su deber.

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos ofrecen la actualidad permanente de la Palabra de Dios. Las advertencias que hizo Pablo a su discípulo Timoteo reflejan la situación de las primeras comunidades cristianas y de sus entornos; el apóstol describe con precisión vicios congénitamente humanos: en concreto, el amor al dinero, el orgullo impune de los ricos. Los datos proceden de la organización económica del siglo I; sin embargo son asombrosamente aplicables a la complejidad de la nuestra, y sobre todo a la extensión funesta de la corrupción que ha inficionado todos los órganos del Estado y que obviamente se extiende a vastos sectores de la sociedad en una especie de viva la pepa universal que escandaliza a la gente honrada, que de una manera u otra paga las consecuencias de los latrocinios conocidos y de los que restan aún por conocer.  La avaricia es la raíz de todos los males, dice el apóstol, que vincula con este pecado las ambiciones innumerables, los desatinos que precipitan a la ruina y a la perdición. A los cristianos se nos exhorta a ser ricos en buenas obras, a dar con generosidad y a compartir las riquezas (cf. 1 Tim. 6, 6-11. 17-19). El drenaje del dinero que es de todos al bolsillo de los avivados –sean funcionarios estatales o miembros de las corporaciones- es causa principal del atraso, imposible de disimular, que padecemos. No estoy enunciando un simple propósito moralista; se trata del nivel ético fundamental sin el cual no puede haber una verdadera democracia. Me permito un juego de palabras: en casos como el señalado hay más krátos (poder, y abusivo) que démos (pueblo de ciudadanos respetados); el pueblo resulta defraudado por los que ha elegido para ejercer el poder y que debían servirlo. Ha ocurrido algunas veces (¿o muchas?), pero no debe volver a repetirse.

El Evangelio que ha sido proclamado contiene la célebre sentencia: Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt. 22, 21). Esta frase ha suscitado interpretaciones diversas; podemos decir que Jesús no sólo recomienda pagar el impuesto, sino que valora positivamente el papel del Estado, ya que la fuente de la autoridad legítima está en Dios. Para los congresales de 1816 no cabían dudas; ellos obraron movidos por su patriotismo y por su fe. Habría que recordar siempre cómo nació la Argentina. En la apertura del Congreso, el 24 de marzo, de aquel año, todos juraron a Dios y prometieron a la Patria conservar y defender la religión católica, apostólica y romana; esa fue la fórmula. Luego se proclamó a Santa Rosa de Lima patrona de nuestra independencia.

Doscientos años después, ¿cómo puede pagar a Dios lo que le debe una república democrática, en la que conviven creyentes de diversas confesiones y también no creyentes? La organización del Estado y las leyes que lo rigen deben respetar el orden de la creación, que se funda finalmente en la sabiduría y el amor del Creador, y asumir el lógos, la razón propia de la naturaleza humana. No se pueden fundamentar los derechos del hombre en el irracionalismo y en los caprichos individualistas reivindicados por los lobbies. En los últimos años se han sancionado leyes injustas, que desconocen la objetividad de la naturaleza del hombre –varón y mujer- con la consiguiente destrucción de la autenticidad del matrimonio y de la constitución de la familia. Más aún, recientes decisiones judiciales han vulnerado el derecho de los niños a ser criados y educados por un padre y una madre. Los enciclopedistas anticatólicos del siglo XVIII quedarían horrorizados ante semejante abuso. El poder del César tiene límites que no se pueden franquear como si fueran un estorbo para el progreso de la sociedad; al contrario, semejantes aventuras nos hunden en la tiniebla de la deshumanización. Los argentinos hemos estado siempre tentados a imitar lo peor que se implanta en otros pueblos, con el aplauso y la vocinglería de quienes se consideran progresistas.

El bicentenario es un punto de llegada y un punto de partida; es posible, es necesario recoger como inspiración en la marcha lo mejor de la argentinidad. La comparación de épocas hace resaltar la diferencia: hubo tiempos mejores, no se puede negar. Podemos permitirnos, en este solemne aniversario, un sentimiento de nostalgia, con todo derecho y razón. Nostalgia significa “pena de verse ausente de la patria”, y también “tristeza originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Nóstos, en griego, quiere decir regreso, vuelta a la patria; el nombre implica que es posible volver, ponerse en salida, comenzar el viaje. Volver a lo mejor de nosotros mismos, al espíritu de aquellos hombres que nos dieron la independencia. Tenemos que regresar hacia el futuro, hacia el cumplimiento de un ideal que no se alcanzó todavía plenamente, pero al cual podemos, más aún, debemos llegar, como respuesta lógica a la sobreabundancia de dones que hemos recibido. Lo quisieron los fundadores de la Argentina, y también los inmigrantes pobres, iletrados, que llegaron a esta tierra generosa, soñaron con m’hijo el dotor al igual que nuestros viejos criollos, y lo consiguieron. Hoy son de otra estirpe los que llegan, porque nuestra Constitución abre las puertas a todos los hombres del mundo que quieran habitar este suelo. Ellos también tendrán que ver cumplidos sus anhelos.

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Le corresponde al César respetar la verdad y la justicia, y hacerlo por reverencia a Dios. Tenía razón Sartre al postular que si Dios no existe todo está permitido, no hay parámetro alguno para distinguir el bien del mal. Nuestra nostalgia de futuro reclama el regreso a Dios, fuente de toda verdad y justicia, como dejaron establecido los constituyentes de 1853. El principal cometido de la Iglesia es llevar los hombres al Dios que se ha revelado en Jesucristo; no le ahorra trabajo al César, que debe cumplir con lo suyo, lo mismo que cada ciudadano. Sin embargo, los creyentes estamos seguros de lo que afirma el proverbio salomónico: La bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade nuestro esfuerzo (Prov. 10,22). Por eso ahora imploraremos esa misericordiosa bendición en el tedéum.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata      

También te podría gustar...