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Mons. Aguer llamó a «no esperar otro diluvio» para trabajar por el bien de la ciudad

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, al presidir en la Catedral el solemne Tedeum por el 131º aniversario de la fundación de la capital bonaerense, llamó a «no esperar otro diluvio», como el trágico del pasado 2 de Abril, para trabajar «por el bien permanente de la ciudad». Y exhortó a «considerar la manifestación espontánea de vecindad de tantas personas e instituciones que de inmediato, en la inundación, se dispusieron a ayudar. Esa reacción fue un síntoma de buena salud social».

Sostuvo, asimismo, que «en la ciudad contemporánea -y digamos, más concretamente, en la Argentina de hoy- se hacen sentir dolorosamente defectos, carencias, verdaderas lacras: la agresividad descontrolada, la violencia, en un contexto más amplio de discordia, de dificultad creciente para la escucha recíproca, el diálogo y la búsqueda de consensos; los atentados contra la vida y la dignidad humana en la trata de personas, la difusión de la droga, el abandono en la marginalidad y las disimuladas formas de explotación. Son males reales que proceden del extravío de la libertad, de la ausencia de solidaridad, de la pérdida del sentido de la vecindad, de ‘projimidad’; no son fenómenos fatales de la naturaleza.

Este es el texto completo de las palabras de nuestro Arzobispo:

A Dios lo que es de Dios

Homilía en la celebración de acción de gracias

en el 131º aniversario de la fundación de La Plata.

Iglesia Catedral, 19 de noviembre de 2013.

En un nuevo aniversario de la fundación de La Plata estamos dando a Dios lo que es de Dios. El evangelio que acabamos de escuchar (Mateo 22, 15-21) nos ha recordado que además de otorgar una valoración positiva a las realidades temporales, a la organización política de la sociedad, al papel del Estado, a lo que es del César, debemos reconocer el carácter provisional de todo eso y su referencia última al Señor, fuente de toda autoridad, y a su Reino, que ya está inaugurado y que avanza a través de la historia. Le damos a Dios lo que le pertenece y corresponde en nuestra profesión de fe y en nuestra oración de acción de gracias, que alaba y bendice a su adorable Providencia.

Los platenses, tanto los nativos como quienes lo somos por adopción, admiramos con toda razón a nuestra ciudad, en la cual se concretó con ingenio superior y con pujanza un proyecto de excelencia. La generación fundadora y quienes continuaron la obra –una ciudad nunca está terminada, es una realidad viva que se perfecciona o decae– nos han transmitido una herencia preciosa. Fue aquel de la implantación en La Plata de un designio político que tuvo una maravillosa realización urbanística, dotada de obras arquitectónicas que son objeto permanente de atracción y sorprendido agrado. Para mencionar sólo una de ellas, digamos que mucha gente viene a La Plata atraída por la fama de belleza de esta catedral.

Pero como sabemos muy bien, una ciudad es mucho más que la materialidad de su traza, sus edificios, su historia, que puede estar cargada de sucesos relevantes. En una teoría de la ciudad no se soslayan los capítulos referidos al soporte territorial, el enfoque propio de la antropología cultural, los aspectos institucionales y socio-políticos, pero en puridad hay que decir que lo que define a una ciudad es la comunidad que habita en ella y el conjunto de bienes compartidos que sus habitantes reconocen como su propio bien común. En esto cifra, precisamente, la identidad de una ciudad.

A la ciudad contemporánea se le plantean problemas de diversa magnitud y urgencia; se me ocurre que uno nada menor es el de no quedarse en el tiempo, es decir, progresar de veras, permaneciendo en su identidad, afianzándola. La cuestión podría formularse así: cómo seguir siendo, cómo ser cada vez mejor una comunidad de vecinos. Parece difícil que los habitantes de una megalópolis puedan sentirse y reconocerse como una comunidad, que puedan experimentar la vecindad. Juguemos un momento con algunas palabras. Municipio se llamaba entre los romanos a la ciudad principal y libre cuyos vecinos gozaban de los privilegios y derechos de los ciudadanos de Roma. Nosotros somos munícipes. El mismo sentido de comunidad de vecinos se quiere expresar cuando se habla de comuna –para designar a la ciudad o a la municipalidad– o de comunas, para denominar a los sectores, departamentos o delegaciones en que se articula el conjunto de la ciudad. En España se llama ayuntamiento –que viene de juntar o juntarse– al gobierno municipal. En todos estos modos de hablar se apunta a una realidad comunitaria, a la semejanza, la cercanía de conocimiento y de trato que corresponde a la calidad de vecino.

La mala vecindad ha existido siempre. En la ciudad contemporánea –y digamos, más concretamente, en la Argentina de hoy– se hacen sentir dolorosamente defectos, carencias, verdaderas lacras: la agresividad descontrolada, la violencia, en un contexto más amplio de discordia, de dificultad creciente para la escucha recíproca, el diálogo y la búsqueda de consensos; los atentados contra la vida y la dignidad humana en la trata de personas, la difusión de la droga, el abandono en la marginalidad y las disimuladas formas de explotación. Son males reales que proceden del extravío de la libertad, de la ausencia de solidaridad, de la pérdida del sentido de la vecindad, de “projimidad”; no son fenómenos fatales de la naturaleza. La Plata ha sufrido este año la calamidad de la inundación, cuyos efectos se hacen sentir todavía penosamente. Muchos se interrogan acerca de las responsabilidades crónicas que han determinado la falta de preparación de la estructura urbana para soportar sin graves daños una lluvia copiosa. Pero reconforta considerar la manifestación espontánea de vecindad de tantas personas e instituciones que de inmediato se dispusieron a ayudar. Esa reacción fue un síntoma de buena salud social.

Pero no hay que esperar otro diluvio. Todos, autoridades, instituciones de la sociedad civil, vecinos –sin más– todos debemos empeñarnos en el bien permanente de la ciudad, que es nuestro bien común. En la preocupación por las necesidades comunes, en la participación para encaminar soluciones, se ejerce la ciudadanía, la condición de quienes no sólo viven amontonados e ignorándose en una ciudad que puede albergar a cientos de miles, sino que moran, habitan vecinalmente, como verdaderos ciudadanos. En este primer nivel se ensaya y ejerce la participación política auténtica. Recordemos, de paso, que política viene de pólis, que en griego significa ciudad.

Al comienzo de la celebración se ha leído un pasaje de la Carta del apóstol Santiago (3, 13-18) que nos previene contra los males de la rivalidad y la discordia, que conducen al desorden y dejan campo abierto a la proliferación del mal. Se nos propone cultivar y ejercitar una sabiduría pacífica, benévola, conciliadora, basada en la sinceridad y en la disposición a hacer el bien. Pidámosle al Señor que nos la conceda como un don, y que abramos la inteligencia y el corazón para recibirlo.

La dimensión religiosa de la ciudad es insoslayable, como lo demuestran los estudios sobre el origen de la concentración urbana y su desarrollo histórico. En el caso de La Plata el signo por excelencia es esta catedral, pensada y erigida en el corazón de la ciudad. Por eso, en el aniversario de la fundación, nos reunimos aquí para dar a Dios lo que es de Dios, reconociendo que de la referencia a Él brota la posibilidad efectiva de redención de la ciudad, del rescate de su auténtica identidad. Al darle gracias le pedimos nos ayude a ser buenos vecinos, buenos ciudadanos; actualizamos en nuestro dificultoso y a la vez apasionante presente, lo que se hizo en este recinto en el tedéum de tantos aniversarios.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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