Mons. Aguer expuso sobre la relación Confirmación – Eucaristía, en Tucumán.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, expuso en el Congreso Teológico, que se está realizando con el marco del XI Congreso Eucarístico Nacional, de Tucumán, sobre La relación Confirmación – Eucaristía en el proceso de la iniciación cristiana. Allí hizo referencia a las decisiones adoptadas en la Iglesia platense, hace más de una década, para que la Primera Comunión se reciba después de la Confirmación. Dijo, al respecto, que «la secuencia Bautismo, Confirmación, Eucaristía puede ser observada –en mi opinión debería siempre serlo- en un ciclo catequístico trienal en el que la Reconciliación aparezca, en relación al Bautismo, como paenitentia secunda, ya que en el símbolo de la fe confesamos que la finalidad del Bautismo es la remisión de los pecados, la penitencia o reconciliación primera».
Destacó, igualmente, que «es un asunto de máxima seriedad pastoral averiguar, si fuera posible hacerlo, por qué la mayor parte de los bautizados, una amplísima mayoría, y confirmados muchos de ellos, no participan del culto divino». Este es el texto completo y oficial de su ponencia:
La relación Confirmación – Eucaristía
en el proceso de la iniciación cristiana
La cuestión teológica encerrada en el título de esta comunicación tiene inmediatas repercusiones pastorales. De hecho su abordaje por mi parte incluye la experiencia de las decisiones adoptadas en la Arquidiócesis de La Plata hace más de una década.
Al comenzar la temática correspondiente a la Eucaristía, el Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece la siguiente descripción: La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor. (CCE 1322)[1]. El orden de los sacramentos de iniciación allí expresado corresponde a la concepción originaria del proceso por el cual una persona “se hace” cristiana y a la lógica teológica que preside el orden sacramental; los tres ritos pueden separarse en el tiempo –como ocurre en la tradición latina – pero no existen razones intrínsecas para alterar la sucesión Bautismo – Confirmación – Eucaristía. Cada uno de los tres sacramentos está abierto a la continuidad de un crecimiento dinámico hacia la plenitud del ser cristiano que ha de actualizarse luego de modo permanente en la participación asidua del memorial del Señor.
En las últimas décadas las transformaciones culturales y sociales han incidido en las orientaciones pastorales de la Iglesia; me permito remarcar especialmente una tendencia a interpretar de modo subjetivista y psicologista las realidades objetivas de la fe y del orden sacramental. Además, en el caso que me interesa tratar de la ordenación de la Confirmación a la Eucaristía, el influjo de algunas tendencias teológicas ha inclinado a hacer insólitamente del “sello del Espíritu Santo” una especie de compromiso optativo, reservado a quienes se deciden a convertirse en militantes y que sólo sería posible en la adolescencia y aun en edad más avanzada. Sobre todo en el ámbito escolar es frecuente presentar así el ofrecimiento de la Confirmación, aun cuando las estadísticas prueban que semejante desplazamiento del orden objetivo de la iniciación no se compensa con una mayor perseverancia ulterior de los jóvenes en la práctica de la vida cristiana y con su inserción activa en la comunidad eclesial.
Corresponde ahora decir algo sobre la identidad propia del sacramento de la Confirmación. Eludo las cuestiones históricas acerca de su institución y de la configuración concreta del rito[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que en los primeros siglos, generalmente, la Confirmación constituía una única celebración con el Bautismo, y cita a San Cipriano, que hablaba de un “sacramento doble” (1290). Santo Tomás recoge en su estudio una amplia tradición originaria resumida en la cita de una carta del Papa Melquíades (311-314) a los obispos de España, en la que aparece el término clave: el Espíritu Santo, que en el Bautismo nos otorga la regeneración para la vida, en la confirmación nos fortalece: in baptismo regeneramur ad vitam, post baptismum roboramur (III q.72 a 1 c.). Ese vigor equivale a la plenitud de la gracia, o de la comunicación del Espíritu, que nos lleva a la adultez de la vida espiritual. Se aplica a este don posterior al Bautismo la noción natural de crecimiento (motus augmenti). Se suceden en los tres primeros artículos de esa cuestión 72 fórmulas equivalentes: in hoc sacramento datur plenitudo Spiritus Sancti (a. 1 ad 1); la Confirmación es sacramentum plenitudinis gratiae (a 2, ad 4); es necesaria para la salvación en cuanto operatur ad perfectionem salutis (ad 3). En el artículo segundo se halla esta fórmula más completa: in hoc sacramento datur plenitudo Spiritus Sancti ad robur spirituale, quod competit perfectae aetati. Es interesante señalar que robur es el nombre latino del roble, de allí que el sustantivo signifique asimismo fortaleza, firmeza, dureza, solidez, constancia de ánimo. Otra expresión a retener: el olivo, de donde sale el aceite, utilizado para la elaboración del crisma, es siempre verde en su fronda, y por tanto virorem et misericordiam Spiritus Sancti significat (a.2 ad 3). Llama la atención que el gran doctor de la Iglesia relacione el verdor con la misericordia; ha pensado quizá que la misericordia del Señor dura para siempre. A partir del artículo cuarto el Aquinate añade la finalidad específica para la cual se recibe la plenitud del Espíritu que lleva al cristiano a la madurez objetiva del don recibido en el Bautismo: es la lucha. Para ello se le confiere una potestas, un poder diverso de la capacidad bautismal. Hoy hablamos del testimonio, quizá sin advertir que esta actitud, o mejor, esta acción que de hecho compete al cristiano, conlleva afrontar la contradicción, muchas veces en situaciones sumamente conflictivas y penosas. Tomás lo enuncia así: confirmatus accipit potestas publice fidem Christi verbis profitendi, quasi ex officio (a. 5 ad 2). Es el oficio que le corresponde. El Catecismo de la Iglesia Católica cita este pasaje en el n. 1305. Según el Aquinate batallar contra los enemigos invisibles compete a todos; lo que corresponde a los confirmados en cuanto tales es hacer frente a los enemigos visibles –persecutores fidei-; para eso, para confesar el nombre de Cristo han sido llevados espiritualmente a la edad viril (a. 5.c.). Recuerdo que en el lenguaje pastoral se decía comúnmente que la Confirmación hace al cristiano soldado de Cristo. Digamos de paso que no corresponde, para una interpretación actual de estos términos, aplicar la perspectiva de género: es obvio que en el texto se habla de varones y mujeres y que parece corresponder a la naturaleza de las cosas calificar de viril el poder y la fuerza. Las santas mujeres –pienso, por ejemplo en Santa Teresita del Niño Jesús y en la infancia espiritual que vivió y enseñó- fueron espiritualmente viriles. La situación que afronta todo cristiano en la sociedad de nuestros días requiere efectivamente mucha fuerza espiritual, no sólo para difundir la fe, sino también para no perderla el cristiano mismo. Es muy bello lo que indica Santo Tomás, a saber: que en la edad infantil el hombre puede alcanzar la perfección de la vida espiritual (a. 5 ad 2). Otra vez el Catecismo (1308) cita al Angélico (III, 72, 8 ad 2) para advertir que no se debe confundir la edad adulta de la fe con la edad adulta del crecimiento natural.
Una última referencia tomasiana sobre la identidad del segundo rito de la iniciación. La Confirmación es quasi ultima consummatio sacramenti baptismi: por el Bautismo los fieles son edificados, por la Confirmación son dedicados como templo del Espíritu Santo; ellos eran como una carta espiritual a la que la Confirmación pone como firma el sello de la cruz (a. 11 c.). Se alcanza entonces como un total acabamiento del Bautismo.
Hace ya más de medio siglo, Louis Bouyer, que estudió detenidamente las cuestiones referidas a la iniciación cristiana, escribió: el Bautismo y la Confirmación tienen en el interior de la gran unidad eucarística una conjunción absolutamente especial. Para decir verdad, no son sino dos fases sucesivas pero inseparables de una sola y única iniciación; eso es lo que brota maravillosamente de los textos litúrgicos más venerables[3]. El autor llama aquí a la iniciación “gran unidad eucarística”, análogamente a como se puede designar agápe al conjunto sobrenatural de la realidad cristiana: la fe, los sacramentos y la vida según el Evangelio.
El discurso acerca de la identidad de la Confirmación nos lleva a sostener que el bautizado que carece de aquel “sello del Espíritu” tiene algo inacabado en su Bautismo y por lo tanto resulta asimismo inacabada su eventual participación en la Eucaristía; el acabamiento implicaría –habiendo llegado a la mayor edad- un hacerse cargo personalmente de la condición bautismal, sobre todo si se tiene en cuenta la separación temporal de los tres sacramentos en el rito latino. No obstante, nos encontramos aquí en terreno peligroso, ya que ligar la Confirmación a una renovación de las promesas bautismales, si se posterga la recepción del sacramento para después de la primera comunión, equivaldría a una concesión absurda al planteo protestante: convertir la realidad objetiva del don del Espíritu (que la Reforma ha eliminado) en una iniciativa del sujeto que profesa la fe ante la comunidad. Para los católicos el ámbito adecuado para una solemne renovación de las promesas bautismales es la Vigilia Pascual. En aquella hipótesis quien se bautiza siendo adulto no necesitaría de la Confirmación.
El Bautismo es llamado con razón la puerta de los sacramentos; la Confirmación –según lo reconoce Santo Tomás- participa de esa cualidad, ya que este segundo paso de la iniciación también ordena al culto divino; en cierta manera, quodammodo indica el Aquinate, lo cual por otra parte ya está insinuado en el uso que hago del vocabulario de la participación, que no se encuentra en el texto (III q. 63 a. 6 c.). Esta indicación remite a otra: todos los sacramentos se ordenan como a su fin a la Eucaristía, que es el principal, potissimum. El Bautismo tiene por fin la recepción de la Eucaristía, y en eso el bautizado es perfeccionado por la Confirmación. El texto de la Suma (III q. 65 a. 6) reza: in quo etiam perficitur aliquis per confirmationem, ut non vereatur se subtrahere a tali sacramento. Esta referencia al temor (vereatur) le parece muy poco a Jean-Hervé Nicolas[4], que comenta con sorpresa el pasaje aquí citado. Es verdad que el vigor y la inclinación a la Eucaristía constituyen una cualidad objetiva propia del plus de la perfección que otorga la Confirmación; se trata por tanto de una ordenación sobrenatural propia de las relaciones intrínsecas en el orden sacramental. El verbo vereor significa también respetar, venerar, reverenciar; es probable que la observación de Tomás se refiera a la situación religioso-cultural de su época: el reconocimiento de la grandeza de la Eucaristía y de la indignidad propia del posible comulgante de suyo lo retraen. La Confirmación lo impulsa. Es un asunto de máxima seriedad pastoral averiguar, si fuera posible hacerlo, por qué la mayor parte de los bautizados, una amplísima mayoría, y confirmados muchos de ellos, no participan del culto divino.
El ordenamiento del Bautismo y de la Confirmación a la Eucaristía puede expresarse utilizando la categoría del votum, el deseo, con tal que se lo entienda como una inclinación objetiva, más aún, un reclamo o necesidad propia de la estructura sacramental de la iniciación cristiana. El Bautismo comprende el deseo de la Eucaristía y por tanto asimismo comprende el deseo (votum) de la Confirmación. Digamos entre paréntesis que por eso el simple bautizado puede participar plenamente de la Eucaristía. Pero si atendemos a lo ya dicho con abundancia acerca de la Confirmación como complemento y perfección del Bautismo, corresponde que el orden de los sacramentos en la iniciación cristiana sea: Bautismo, Confirmación, Eucaristía. Esta secuencia puede ser observada –en mi opinión debería siempre serlo- en un ciclo catequístico trienal en el que la Reconciliación aparezca, en relación al Bautismo, como paenitentia secunda, ya que en el símbolo de la fe confesamos que la finalidad del Bautismo es la remisión de los pecados, la penitencia o reconciliación primera.
Las cuestiones relativas al orden de los sacramentos de iniciación y a la edad en que corresponde recibirlos, especialmente la edad adecuada para celebrar la Confirmación, están estrechamente vinculadas, tanto en la historia de los ritos como en la argumentación teológica más reciente. Concretamente, el problema de la edad de la Confirmación se relaciona con la planificación de la catequesis de los niños y con el lugar asignado a la Primera Comunión en el itinerario de la formación cristiana. En 1910 el Papa San Pío X, reaccionando contra ciertos resabios de jansenismo, estableció que debía admitirse a los niños a la Confesión y a la Sagrada Comunión llegados a la edad de la discreción, que describe así: aquella en la cual el niño empieza a razonar, esto es, hacia los siete años, ya algo después, ya también algo antes. En su decreto Quam singulari no se menciona la Confirmación, aunque era bastante común que precediera a la Primera Comunión, ya que ésta quedaba postergada hasta el comienzo de la adolescencia. En el Catecismo prescrito por el mismo pontífice en 1905 se indica como edad conveniente para recibir el “sello del Espíritu” hacia los siete años. Se exhiben estas razones: porque ya entonces suelen comenzar las tentaciones y además de conocer suficientemente el niño la gracia del sacramento, puede luego acordarse de haberlo recibido[5]. Cuando el acceso a la Eucaristía fue permitido a los niños a muy temprana edad, se fue dejando la Confirmación para más tarde. Sin embargo, no era en absoluto necesario que su recepción se dilatara mucho más, puesto que, si bien la tradición latina separa en el tiempo la Confirmación del Bautismo y sugiere que el “sello del Espíritu” sea diferido hasta una edad en la que el niño pueda participar personalmente, no se ve por qué haya que exigir mayores requisitos para la Confirmación que para la primera recepción de la Eucaristía. Durante la renovación catequística de los años 60 del siglo pasado se sostuvo tenazmente la opinión de que la Confirmación debía postergarse hasta la adolescencia y esa práctica se extendió bastante. Todavía subsiste en algunos lugares. Se impone, en mi opinión, entonces recuperar el orden originario y ubicar la Confirmación antes de la Primera Comunión. Tal es el lugar exacto que le corresponde, como lo expresa la lex orandi en el primer prefacio que aporta el Misal para la misa de la Confirmación: Tú, en el Bautismo, das nueva vida a los creyentes, y los haces participar en el misterio pascual de tu Hijo. Tú los confirmas con el sello del Espíritu Santo mediante la imposición de manos y la unción del crisma. Tú invitas a la mesa del banquete eucarístico a quienes han sido renovados a imagen de Cristo, el ungido por el Espíritu Santo y enviado para anunciar la salvación, y los haces testigos de la fe en la Iglesia y en el mundo. Es propio del cristiano plenamente formado por el Espíritu Santo participar de la mesa del Señor en la asamblea eucarística. No corresponde alterar el dinamismo propio de la iniciación cristiana y someterlo a dudosos arbitrios pastorales.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
[1]CCE: Catechismus Catholicae Ecclesiae
[2] Es curiosa la opinión sostenida en la Suma Alejandrina (part. IV, q. 9 memb.1) a la que adhiere San Buenaventura (IV Sent. Dist. 7, a.1, q. 1 ad 1; q. 2): la Confirmación habría sido instituida en el Concilio de Meaux el año 845. Santo Tomás alude a esta opinión diciendo que quidam opinaron que el sacramento no fue instituido ni por Cristo ni por los apóstoles sino tiempo después en un concilio.
[3] Bouyer, Louis, VAA 29 (1954) pág. 170.
[4] Jean- Hervé Nicolás: Syntèse dogmatique, Ed. Univ. Fribourg Suisse – Ed. Beauchesne, 1985, pág. 867
[5] Catecismo Mayor, prescrito por San Pío X, 3ra ed. Madrid, Magisterio Español, 1973. La respuesta se encuentra en el n° 590. En los viejos catecismos –como el célebre Ad parochos del Concilio de Trento, era muy común tratar los sacramentos como entidades separadas, como si se hubiera perdido de vista el complejo sacramental de la iniciación cristiana.
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