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Mons. Aguer: «Así vamos mal… La Argentina necesita vivir su propia Pascua».

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, llamó a un «testimonio con obras, con la coherencia de una conducta intachable, en un medio que parece cada vez más descuidado, dañado y torcido». Al celebrar la solemne Misa de Pascua, en la Catedral, el prelado aclaró que «no es esta una queja escandalizada, sino el reconocimiento sincero y objetivo del estado en que se encuentra la sociedad argentina, más allá de cualquier posición política: sabemos que así vamos mal… La Argentina necesita vivir su propia Pascua, y nosotros debemos contribuir a que ese cambio sobrevenga contribuyendo con la nuestra, con nuestra propia Pascua».
Este es el texto completo de su homilía:

Como los discípulos de Emaús

Homilía de la Misa del Santo Día de Pascua. Iglesia Catedral, 20 de abril de 2014.

¡Gloria al Señor, ha llegado la Pascua! Es la fiesta por antonomasia, la más grande de las solemnidades de la Iglesia que celebra la resurrección de Cristo como desenlace de su pasión. Se extenderá primero por una semana –llamada litúrgicamente la octava– y luego durante cincuenta días, hasta Pentecostés, incluyendo a los cuarenta la celebración de la Ascensión. Pero no olvidemos que cada domingo es una pequeña pascua. En realidad, todo ha comenzado anoche como conclusión de una extensa Vigilia. Una de las notas características, que identifica este tiempo y nos recuerda que estamos en Pascua, es el canto del aleluya, que se había dejado de escuchar en la liturgia desde el Miércoles de Ceniza. Es una fórmula hebrea: hallelú Ja, que significa alaben a Yahvé y que aparece como estribillo en varios salmos bíblicos. Asumido por nosotros implica la identificación de Cristo como Dios; con él no alabamos solamente al Padre, sino también al Resucitado, y al Espíritu del Padre y del Hijo, vale decir, a la santísima Trinidad. Anoche, en esta catedral, lo cantó el diácono; profirió el célebre aleluya de la tradición católica que parte de un mi para ascender hasta el si y recae tres veces en sol antes de alcanzar la cima de un do. Es un carácter gozoso y pascual del aleluya es propio de la Iglesia de Occidente. Cito a este propósito un comentario de San Agustín: Nosotros cantamos el aleluya, que es dulce y gozoso, desborda de gracia y de ternura. Si lo repitiéramos sin fin, no nos cansaríamos. ¡Qué fiesta cuando retorna!.

En el Evangelio según Lucas (24, 13-35) hemos escuchado el encuentro de Jesús resucitado con los discípulos de Emaús. En el apéndice del texto de San Marcos, después de mencionar la aparición a María Magdalena, apunta: después se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado (Mc. 16, 12). Se refería con esta breve noticia al caso que voy a comentar. Cristo se aparece como viajero incógnito a los que van camino de Emaús. El relato intenta mostrar que la fe consiste en creer que Jesús resucitado. La escena se desarrolla con ribetes dramáticos y no faltan detalles vívidos y llamativos. A través de la conversación con el desconocido, Cleofás y su compañero van recibiendo, sin advertirlo, una revelación progresiva del Señor, que se les da a conocer poco a poco en su nuevo estado. No lo reconocen, al comienzo, porque están instalados en la incredulidad y en la tristeza, a causa de una visión exclusivamente humana de los hechos que no les permite recordar las palabras de Jesús, la enseñanza que como discípulos habían recibido de él. Ellos lo consideraban un profeta y habían pensado que podía ser el liberador de Israel. Pero ¿habían llegado a reconocerlo como Mesías? El Señor los corrige al brindarles una interpretación de los pasajes en los cuales los profetas de Israel se habían referido a él como el Mesías sufriente. No se nos transmiten esas citas, pero seguramente eran pruebas bien sólidas de la verdad bíblica acerca del misterio cristiano. Jesús catequizó a sus interlocutores y con su interpretación del Antiguo Testamento los acercaba a la fe. Ellos reconocerían después: ¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc. 24, 32).

Finalmente los discípulos lo reconocen en el gesto de partir el pan. Dice el texto evangélico que entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista; en realidad no lo vieron, los ojos que se les abrieron fueron los de la fe. Esta es la dimensión eucarística del encuentro. El relato recuerda exactamente lo sucedido en la Última Cena, y además presenta un paradigma de lo que será en adelante, después de la ascensión, el encuentro del Señor con los suyos: él se hará presente en la asamblea de los fieles mediante la fracción del pan. Ellos lo reconocerán porque él estará realmente presente en la Eucaristía. Los discípulos de Emaús no pertenecían al número de los Doce y por lo tanto no habrían participado de la Última Cena, pero quizá presenciaron la multiplicación de los panes, cuando el Señor alimentó con cinco panes y dos pescados a un gentío. San Lucas anota, en su descripción de aquel milagro, el gesto de Jesús, de connotaciones eucarísticas: tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud (Lc. 9, 16). En adelante, la comida de los creyentes sería el mismo Cristo.

Propongo ahora meditar brevemente cuatro frases del Evangelio que hoy hemos escuchado: la primera es un reproche del Señor, y las restantes exclamaciones de los discípulos. La incomprensión de los dos caminantes a los cuales se ha unido, hace intervenir a Jesús, que les echa en cara: ¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer…! (Lc. 24, 25). La reconvención, particularmente severa, se refiere a que los discípulos no alcanzan a comprender la relación entre el sufrimiento y la gloria en el itinerario del Mesías. Pero ¿no es verdad que el Señor podría interpelarnos a nosotros en esos términos, teniendo en cuenta nuestra poca fe, y el ánimo con que afrontamos nuestros pesares, especialmente si aprieta el sufrimiento? Ojalá que en esos trances nos salga al encuentro, camine con nosotros y nos recuerde misericordiosamente que son muy distintas las cosas si las miramos con los ojos iluminados por la fe.

¡Qué súplica tan bella, tan conmovedora, es la que emiten los discípulos cuando el Señor hizo ademán de seguir adelante (Lc. 24, 28)! Una plegaria que tendríamos que hacer nuestra cuando nos parece que todo se oscurece a nuestro alrededor y nos quedamos solos: quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba. Es una oración perfecta, expresión de humildad y de amor, que vale tanto para los momentos de angustia cuanto para aquellos en los cuales aspiramos a una unión más íntima con Jesús y advertimos que pasa el tiempo y no crecemos en nuestra entrega y amistad con él; vale también para cuando se van sumando los años y pesan sobre nuestras espaldas.

La tercera expresión es de sorpresa y comprensión: ¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc. 24, 32). También es una exclamación de gozo. Muchas veces nos ocurre a nosotros, en momentos de paciente lectura bíblica o en ratos de silenciosa oración en los que Dios nos habla al corazón. Podemos, además, pedirle que así suceda: que alivie nuestra aridez espiritual y se dé a conocer en un rapto de admiración y de amor, para comprender mejor su Palabra, y que ella nos ilumine la vida.

Por último, recojamos la exclamación entusiasta del encuentro, después de un regreso apresurado de los de Emaús con los Once apóstoles –Judas había desertado– y con los demás discípulos: Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón! (Lc. 24, 34). En ese clamor de alegría se proclama la verdad central de nuestra fe; es como la culminación de nuestro credo. No es una verdad para guardarla y disfrutarla solos. ¡Es un testimonio que debemos difundir a nuestro alrededor! No sólo con palabras, como un riguroso apostolado para acercar a Cristo a tantos contemporáneos nuestros, algunos quizá muy cercanos que necesitan saber que tienen creyentes a su lado. El testimonio necesario se profesa con obras, con la coherencia de una conducta intachable en un medio que parece cada vez más descuidado, dañado y torcido. No es ésta una queja escandalizada, sino el reconocimiento sincero y objetivo del estado en que se encuentra la sociedad argentina, más allá de cualquier posición política: sabemos que así vamos mal. De acuerdo al talante del observador se podrán formular juicios diversos, algunos desalentados, otros más optimistas; también importa –y muchas veces pesa demasiado la situación más acomodada o de algún alivio para no advertir la gravedad moral del porte con que tantísima gente gobierna su vida y dirige sus acciones. La Argentina necesita vivir su propia Pascua y nosotros debemos contribuir que ese cambio sobrevenga contribuyendo con la nuestra, con nuestra propia Pascua, ya que creemos que el Señor ha resucitado, se nos ha aparecido y renovó nuestra vida.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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