Mons. Aguer advirtió sobre el ruido, el desagrado y el fastidio que invaden plaza Moreno.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, advirtió sobre el ruido, el desagrado y el fastidio que invaden la céntrica plaza Moreno, y sus adyacencias. Y que perturban gravemente, incluso, el culto en la Catedral. «A ese ruido oficial o semioficial -agregó- se suma el atentado nocturno, y hasta la madrugada, de coches que circulan o se detienen en la zona con las ventanillas bajas y la música al máximo volumen… Además, las motos que parecen tirar bombas con sus escapes acondicionados. ¿Qué harán esos noctámbulos al día siguiente sino dormir, después de haber impedido dormir a los vecinos?».
En el artículo La plaza del ruido, publicado en el diario El Día, el prelado remarcó que «no se ve por qué en plaza Moreno deba concentrarse todo lo ruidoso, y a menudo lo que causa desagrado y fastidio. Se realizan también allí ferias y exposiciones muy valiosas, pero desvalorizadas muchas veces por los gritos chillones de locutores y animadores. Mayor molestia causan los frecuentes recitales que duran hasta cuatro o cinco horas, y a deshora».
Con respecto al culto, indicó igualmente que «con frecuencia, la divina liturgia debe ser celebrada allí en medio del estrépito, que penetra a través de las puertas de la Catedral y lo invade todo. La perturbación no perdonó ni a la Semana Santa. Especialmente grave fue lo que ocurrió durante la solemne Vigilia Pascual de la noche del sábado; el Lucernario, rito bellísimo que se realiza en el atrio se vio saboteado por una bulla municipal que impedía pronunciar y cantar audiblemente las palabras sagradas»
Este es el texto completo de su artículo:
En ningún tiempo de la historia humana ha sido la vida tan ruidosa como en el nuestro . Así comienza el Ensayo sobre la vida privada de Manuel García Morente, que continúa en su primera página: en nuestros días, la vida suena y truena como nunca . La obra fue escrita en la primera mitad del siglo XX, en 1935. El gran filósofo español había desarrollado cursos en nuestro país en 1934; lo hizo también en 1938. Podemos pensar que en el juicio que expresó sobre el tiempo ruidoso tuvo en cuenta su experiencia en la Argentina. Pero ¿cómo reaccionaría hoy don Manuel si tuviera que soportar los ruidos nuestros?
La cultura actual no conoce la serenidad sino la excitación y el estrépito, una excitación artificial que es lo contrario de la paz y de la verdadera alegría. Ofrece, sobre todo a los jóvenes -y a los que no lo son tanto- una felicidad engañosa que se consuma en el instante que pasa; su disfrute disimula el vacío interior, la carencia de sentido de la vida. La búsqueda del éxtasis en el que se abisman la personalidad y la intimidad propia del hombre verdadero permite pensar, sin suspicacia, que en tal experiencia se verifica la constatación de Freud: ese placer oculta un instinto de muerte. Basta mencionar las riñas a la salida del boliche, las “picadas” de autos y motos, la alienación que provocan el alcohol y la droga aun cuando se trata de probar nomás, cándidamente. No existe el sosiego, sino la violencia, y agazapada tras ella la muerte. Falta la plena salud, psíquica y espiritual. No estoy exagerando; remito a lo que enseña una recta antropología.
Me referí de paso, en el párrafo anterior, al influjo dañoso sobre los jóvenes de la cultura vivida hoy día. En determinados sectores de la sociedad existe una cierta complacencia en ese fenómeno; es notoria en la desidia de los padres en cuanto a orientar y cuidar a sus hijos adolescentes. No advierten el cambio que mañosamente se va produciendo en ellos. La moda, “lo que hacen todos”, se impone sobre los muchachos y las chicas ante el desconocimiento y la negligencia de quienes deben velar por ellos. Se suma la inercia y aun la complicidad de las autoridades y la avidez de los comerciantes de almas. En otros ámbitos, la pobreza extrema, la descomposición de la familia, la falta de una educación integral, empujan a muchos jóvenes al delito. Hay que proteger a la presente generación de la caída en la banalidad y el desconcierto. De este salvataje depende el futuro de nuestra sociedad. Disculpe el lector este largo prólogo, que no es una digresión; plantea un asunto a pensar con gravedad. Pero debo dar razón del título de esta nota; voy al grano.
La Plata es una gran ciudad, bella y lamentablemente descuidada. Ese descuido no es un fenómeno reciente; viene de lejos. Tiene numerosas plazas y parques que permiten a los platenses refrescarse y respirar con más desahogo; son lugares aptísimos para toda clase de actividades: distensión, paseos, gimnasia y reuniones masivas de distinto tipo. Cuenta, además, con el magnífico bosque y el anfiteatro.
Se comprende que en un pequeño pueblo de campaña, donde existe una sola plaza, plantada en su centro, sea ese el escenario de todos los espectáculos. En La Plata, que no es precisamente un pueblo de campaña, no se ve por qué en Plaza Moreno deba concentrarse todo lo ruidoso y a menudo lo que causa desagrado y fastidio. Se realizan también allí ferias y exposiciones muy valiosas, pero desvalorizadas muchas veces por los gritos chillones de locutores y animadores. Mayor molestia causan los frecuentes recitales que duran hasta cuatro o cinco horas, y a deshora. La música que se toca parece siempre igual, en ritmos que invitan a saltar y vocear. En esa parafernalia no puede darse un encuentro interpersonal sino una especie de alienación colectiva, un proceso de transformación de la conciencia, por la cual el individuo se pierde en la masa, una especie de mística grupal: todos se identifican extáticamente con lo que sucede en el escenario. Propongo una interpretación mía, siempre sujeta a error, pero creo que no va descaminada. Ese es el manjar que se ofrece a multitud de jóvenes, aunque a veces la concurrencia es muy menor, que no justifica semejante despliegue. No pretendo que se toque allí música de Mozart o Beethoven, pero llama la atención, por ejemplo, la ausencia casi total de nuestro folclore y sus preciosas riquezas. No; siempre la calidad inferior, la percusión violenta, el canto inarmónico, el alarido. Nunca la tregua de algo distinto y popular, que lo hay. ¿Quién lo auspicia, lo organiza, lo paga?
A ese ruido oficial o semioficial se suma el atentado nocturno, y hasta la madrugada, de coches que circulan o se detienen en la zona con las ventanillas bajas y la música al máximo volumen. Música infrahumana, con voces que no dicen nada; sólo repiten incansablemente monosílabos. Además, las motos que parecen tirar bombas con sus escapes acondicionados. ¿Qué harán esos noctámbulos al día siguiente sino dormir, después de haber impedido dormir a los vecinos? Nos exime de la tortura la presencia ocasional de un patrullero.
Por último, me importa destacar la colisión del ruido con el culto. La fenomenología de la religión registra que el silencio está presente, y con primacía, en los ritos de cualquier sistema religioso desde la más remota antigüedad. En el silencio se da la plenitud, se hace posible el diálogo entre el hombre y Dios; es ese el ámbito propio del sacrificio y de la alabanza. La Plaza Moreno se extiende ampliamente frente a nuestra catedral, admirada pero no respetada. Con frecuencia, la divina liturgia debe ser celebrada allí en medio del estrépito que penetra a través de las puertas y lo invade todo. La perturbación no perdonó ni a la Semana Santa. Especialmente grave fue lo que ocurrió durante la solemne Vigilia Pascual de la noche del sábado; el Lucernario, rito bellísimo que se realiza en el atrio se vio saboteado por una bulla municipal que impedía pronunciar y cantar audiblemente las palabras sagradas.
Se justifica, entonces, que a ese enorme espacio lo llamemos la Plaza del Ruido. Quizá en los próximos meses nos alivie el invierno.
Hace tiempo que sucede lo que he reseñado; alguien tenía que decirlo.
(*) Arzobispo de La Plata Miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
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