Misa Crismal del 1º de abril. Texto completo de la homilía de Mons. Aguer.
Todos los años, inmediatamente antes del sagrado triduo de la pasión, sepultura y resurrección del Señor nos congregamos en esta asamblea litúrgica llamada Misa Crismal. El nombre se refiere al hecho central que ocurrirá en ella: la consagración del crisma y la bendición de los óleos, materia de los sacramentos: bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos, signos eficaces de la comunicación de la gracia divina. El elemento constitutivo es el aceite, de oliva si es posible. Son innumerables los pasajes de la Biblia en los que aparece el aceite símbolo de santidad, de alegría, de prosperidad, de belleza, de curación y salud; su abundancia representa la plena bendición de Dios.
En la liturgia de la Palabra escuchamos la profecía de la consagración del Mesías, que Jesús se aplica porque se cumple en él: el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción (Lc. 4, 17ss). El profeta señalaba, además, que en el año de gracia del Señor llegaría la consolación de Dios a su pueblo, a los afligidos, como óleo de la alegría. Era una imagen de la redención. En el salmo responsorial se menciona a David, antepasado y figura de Cristo, ungido como rey con el óleo sagrado (Sal. 88, 21). Podríamos recurrir a muchos otros pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Por ejemplo: Moisés ungió la Carpa del Encuentro, el Arca del Testimonio y todos los objetos a emplear en el culto con una mezcla perfumada de aceite, mirra, cinamomo y caña aromática; ungió también a Aarón y a sus hijos como sacerdotes (Ex. 30, 31ss). Así se consagraba asimismo a los reyes, descendientes de David. Al rey en su boda se lo elogia, como dice el Salmo: El Señor tu Dios te ungió con el óleo de la alegría (Sal. 44, 8). El autor de la Carta a los Hebreos muestra que eso se decía de Cristo, Hijo de Dios y hermano de los hombres (Hebr. 1, 9). En realidad, todas las figuras bíblicas confluyen en Jesús, el Cristo, el Mesías, es decir el Ungido por excelencia. El nombre de Jesús es aceite derramado, perfume que se expande, como se lee en el Cantar de los Cantares (Cant. 1, 3).
Nosotros los cristianos –es decir, los ungidos- participamos de la unción, de la consagración de Cristo, el Ungido. En el Bautismo el óleo de los catecúmenos otorga la fuerza espiritual necesaria en la lucha contra el mal. El crisma –aceite perfumado- significa que al participar de la unción de Cristo somos otros cristos, incorporados al pueblo de Dios, pueblo de reyes, profetas y sacerdotes. En la Confirmación la unción exterior representa la unción interior del Espíritu Santo que configura más perfectamente con Cristo; el perfume del crisma indica la gracia de expandir el buen olor de Cristo entre los hombres. En la ordenación del obispo el crisma derramado en su cabeza refleja exteriormente la mística unción por la que participa del Sumo Sacerdocio de Jesús y es signo de fecundidad de su ministerio. Son ungidas las manos de los presbíteros, porque así reciben la fuerza del Espíritu Santo para santificar al pueblo cristiano y ofrecer a Dios el sacrificio.
Una mención especial merece la unción de los enfermos con el óleo, que bendeciremos enseguida. El buen samaritano de la parábola curó al herido con aceite y vino (Lc 10,34). En la primera misión de los doce, enviados por el Señor, ellos predicaron, exhortaron a la conversión, expulsaron demonios y curaron a numerosos enfermos ungiéndolos con óleo (Mc. 6, 13). En la Carta a Santiago encontramos un valioso testimonio del uso del sacramento en los tiempos apostólicos: Si alguien está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados le serán perdonados (Sant. 5, 14). También en este caso la unción confiere la gracia del Espíritu Santo que robustece al cristiano contra las tentaciones del enemigo y las angustias de la muerte; se obtiene la salud si contribuye al bien espiritual del enfermo.
Compartimos esta tarde, en esta fiesta de la gracia que se desarrolla al ritmo solemne, sereno y bello de la liturgia, nuestra pertenencia a la Iglesia, Cuerpo de Cristo que es nuestra Cabeza. Como enseña el Apóstol, constituimos un Cuerpo que recibe de Cristo unidad y cohesión, y gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros, crece y se edifica en el amor (Ef. 4, 16). Es esta una realidad profunda, misteriosa, que define nuestra identidad respectivamente como pastores y como fieles laicos; es una realidad interior que nos religa a Dios y nos une a todos en la adoración de Dios, impregna toda la vida, configura nuestra conciencia como cristianos, compromete nuestra voluntad en el seguimiento de Cristo y nos impulsa a asumir la responsabilidad correspondiente en la misión de la Iglesia. No todos vamos por el mismo camino, sin embargo todos estamos llamados a la santidad. Nosotros los pastores ejerciendo nuestra función de dispensadores de los ministerios; enseñando, santificando y conduciendo a los fieles con la autoridad de Cristo, apacentamos a la familia de Dios. Ustedes, los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo a Dios. Lo hacen en la vida cotidiana, en las ocupaciones ordinarias de la vida familiar y social; desde el entramado de las cosas del mundo, como un fermento. Además de este apostolado, ustedes tienen que ayudarnos a nosotros, los pastores de la Iglesia no sólo con la oración, sino también mediante una colaboración inmediata y estrecha en la obra de la evangelización. Acabo de repetir, simplemente lo que enseñaba hace cincuenta años el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium, cap. 4); se podría añadir el abundante magisterio de los Papas: Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Lo dicho es de plena actualidad y vigencia. Todos hemos sido consagrados para la misión.
Esa misión universal se concreta con rasgos específicos en esta Iglesia particular, la Iglesia platense. El Papa Francisco ha hablado repetidamente de “Iglesia en salida”. Esta exhortación es un eco del mandato de Jesús a los apóstoles: Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos (Mt. 28, 19). No dijo “a mucha gente”, sino “a todos los pueblos”. Nos debemos, por tanto, a la recristianización de nuestro pueblo. Quizá esta expresión sea exagerada; no quiero dramatizar la situación, pero el hecho parece evidente, sobre todo si arrojamos una mirada objetiva, descarnada, sobre la realidad. Consideremos, por ejemplo, la ideologización avasalladora del ámbito académico, universitario, que intoxica de modo irremediable a miles de jóvenes; la incompetencia y la corrupción institucional y política –con pocas excepciones-; la penosa decadencia de la cultura popular, que era una reserva resistente. A veces nos sorprende la impresión de que constituímos un pequeño rebaño en medio de un mundo indiferente u hostil. La descristianización lleva a la ruina del orden natural y provoca una pérdida del sentido de la vida y el vacío existencial, que son consecuencia del olvido de Dios. La alteración del matrimonio y de la familia, la aprobación de las perversiones mediante leyes inicuas, la desvergonzada propaganda del mal en nombre de la no-discriminación y de los derechos humanos arrasan con el resto del sentido común, del apego espontáneo a la razón y al bien. Basta releer el primer capítulo de la Carta de San Pablo a los Romanos para aplicar al mundo actual el juicio del Apóstol, severísimo, sobre la decadencia intelectual y moral de la sociedad romana de entonces: han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador (Rom. 1, 25)
Esta somera descripción de situaciones innegables no debe arrinconarnos en el pesimismo, en el desaliento; al contrario, debe enardecernos en el amor a Cristo y ratificar nuestra conciencia de ser consagrados para la misión. Con plena convicción, con serenidad y paciencia tenemos que abrirnos paso en esta sociedad tal como se encuentra para ensanchar el campo de la presencia eclesial. Nos alienta el ejemplo de las primeras comunidades cristianas, y podemos adoptar el método paulino, que se trasluce del discurso del Apóstol en el areópago de Atenas, durante su segundo viaje misionero: presentar a los hombres de hoy “el dios desconocido” (cf. Hechos 17, 22 ss). Apoyados en el feliz crecimiento de nuestras comunidades, en el acercamiento de muchos jóvenes y en tantos otros indicios de recuperación, redoblemos nuestra esperanza y la alegría de servir en la obra de la evangelización. La unción del Espíritu Santo nos habilita con su poder para “salir” a expandir el “buen olor de Cristo”, el perfume de su presencia. No es una tarea de promoción y propaganda; tiene su fuente en el amor al Señor, en la adoración del Dios Trino.
La “salida” eclesial puede fijarse múltiples objetivos. Señalo dos que me parecen prioritarios a la luz de lo que nos propone el Papa Francisco. En primer lugar la presencia en las periferias donde vive la gente sencilla, en su mayoría bautizados y afligidos por la pobreza. Debemos dedicarles una atención especial: ante todo ayudarlos a que lleguen a la plena conciencia de su bautismo y de su pertenencia a la Iglesia, a la fe y amor a Jesucristo y a su santísima Madre; a eso, que es lo primero, seguirá de inmediato el cuidado de sus necesidades materiales como gesto eclesial de comunión de bienes, de ejercicio fraterno de caridad. Por otra parte, podemos aprender mucho de ellos. Pero existe otra periferia: el mundo de la universidad, de la cultura, de la política y de toda la vida social. Urge atrevernos a poner una pica en Flandes, en ese amplísimo sector en general abandonado por nosotros. El camino es formar laicos que con competencia en sus respectivas profesiones y con plena fidelidad a la concepción cristiana del hombre y del mundo se hagan cargo del papel que les corresponde en la misión de la Iglesia. Sería, será, un precioso apostolado. Queridos hermanos, piensen en todo esto durante la bendición de los óleos y la consagración del crisma; en ellos se encierra potencialmente la fuerza de la gracia de Dios. No podemos nada sin ella, pero con ella lo podemos todo.
Y ahora unas últimas palabras –no las menos importantes por cierto- dirigidas a los sacerdotes del presbiterio platense. Palabras de afecto y gratitud. Sepan que cuentan con la confianza y la cercanía de sus obispos, y también con nuestras oraciones. Somos conscientes de que es propio de nuestro oficio cuidarlos fraternal y paternalmente y que algunas veces –pocas, gracias a Dios- tenemos que corregir a alguno, cuando esto es necesario, si lo fuera, lo hacemos, lo haremos, con respeto, con amor y dolor, buscando su bien. Son nuestros colaboradores inmediatos, imprescindibles; tal es la estructura del sacerdocio en la Iglesia. Estamos agradecidos por su trabajo y les pedimos que no se desalienten nunca y que no antepongan nada al ministerio recibido, al servicio empeñoso del pueblo de Dios. Para sostenerse en ese empeño vivan intensamente la intimidad con el Señor. De la contemplación se alimenta nuestro espíritu de fe, la pureza de nuestra entrega, el brío que deseamos poner en nuestra acción pastoral. Ahora los obispos recibiremos el “¡sí, quiero!” con el que ustedes ratificarán las promesas que los comprometieron el día de su ordenación, cuando fueron ungidas sus manos para que se desplieguen en el trabajo y se plieguen en la oración.
El final de ese rito es una súplica: El Señor nos proteja con su amor y nos conduzca a todos, pastores y ovejas, a la vida eterna. Toda la asamblea debe responder Amén.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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