Skip to content

Jueves Santo 2014: Homilía de Mons. Aguer en la Misa de la Cena del Señor.

El amor de Cristo nos lava y alimenta

Homilía en la Misa de la Cena del Señor. Iglesia Catedral, 17 de abril de 2014.

En la tarde del Jueves Santo iniciamos la celebración del triduo pascual, es decir, de lo que el Evangelio que hemos escuchado llama la Hora de Jesús, su paso de este mundo al Padre. Es la hora de su amor hasta el fin, del cumplimiento total de su misión en el trance de la pasión y la muerte, la hora de su triunfo definitivo en la resurrección. El rito de esta Misa de la Cena del Señor nos invita a contemplar dos acciones que confluyen en significar la entrega de Jesús y su efecto en nosotros. Me refiero a la institución de la Eucaristía y el lavatorio de los pies a los discípulos. Hemos escuchado en la segunda lectura el relato de la institución transmitido por San Pablo en su primera carta a los corintios, que se suma a la noticia que presentan en sus respectivos evangelios Mateo, Marcos y Lucas. El texto de San Juan, que en el capítulo 6 ofrece el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, en el relato de la Última Cena describe el gesto servicial del Señor, signo de su amor que purifica. Porque es el amor del Señor el que nos lava. El triunfo de los elegidos aparece pintado en el libro del Apocalipsis como superando la gran tribulación y revestidos de túnicas blancas, lavadas en la sangre del Cordero (cf. Apoc. 7, 14). No se trata de una pureza meramente moral, sino del mismo ser de los discípulos, de los cristianos, que hemos recibido el don del encuentro con Dios en Cristo, regalo que nos ha transformado en nuevas criaturas.

El gesto de Jesús, que se arrodilla ante los doce para lavarles los pies es la obra de un sirviente, a lo que se aviene el Señor según la lógica de la encarnación: es un sacramentum; el término latino significa, dicho aquí, una acción sagrada, un misterio, que tiene una secreta afinidad con la Eucaristía: la entrega del Señor que nos redime del pecado y nos hace suyos, nos abraza en la comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Pero es también un exemplum, imitación debida de su amor: si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros; les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes (Jn. 13, 14 s.).

Nosotros reproducimos hoy el gesto de Cristo. Lo haré yo con doce jóvenes, pero todos ustedes, queridos hermanos, se unen espiritualmente a mí para venerar el misterio y para comprometerse al ejemplo. Así manifestamos el amor del Señor que se nos comunica en la Iglesia y señalamos, poniéndolo de relieve, un rasgo propio de la vida de cada comunidad cristiana. El entonces Cardenal Ratzinger comentaba en una ocasión la escena que vamos a realizar seguidamente, y decía: que el poderoso del mundo aprende a ver que el poder o los bienes le han sido dados como una misión para convertirse en sirviente; y agregaba: en esas palabras sobre el grande que debe ser servidor, y en los gestos con que Jesús obra, está la auténtica revolución que podría y debería cambiar el mundo. Dios es el poder por excelencia, y él se arrodilla ante nosotros para cambiarnos, para impulsarnos hacia la verdad, hacia lo alto; quiere liberarnos de nuestras ideas sobre el poder y el dominio, que se imponen tantas veces en la altivez con que afrontamos sencillas peripecias cotidianas; lo grande es ponerse al servicio de los demás.

Otra aplicación es posible a nuestra existencia ordinaria de cristianos. Como aparece en el relato evangélico, los apóstoles estaban recién bañados; se habían preparado bien para tan solemne ocasión; sólo necesitaban que el lavado de los pies eliminara el polvo del camino que pudo haber entrado a través de las sandalias. Nosotros también hemos recibido el baño del bautismo; pero necesitamos periódicamente lavarnos los pies –necesitamos que el Señor lo haga- en el sacramento de la reconciliación, donde confesamos nuestros pecados. Vale a este propósito esta cita de la primera carta de Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad (1 Jn. 1, 8 s.).

Detengámonos ahora en la institución de la Eucaristía. En la cena pascual judía el padre de familia –ya que era una celebración familiar- pronunciaba una plegaria de bendición y acción de gracias por los dones que Dios concedía a su pueblo. Hemos escuchado en la primera lectura las prescripciones referidas a aquella circunstancia tan significativa: el sacrificio y la comunión en la comida del cordero. Aquella, la del éxodo, fue la primera pascua. Lo nuevo en la Última Cena de Jesús está en que es él mismo quien se entrega a sí mismo y se reparte; es el Cordero de Dios que en la cruz quitará el pecado del mundo, el que anticipó su don en el pan convertido en su Cuerpo y en el vino convertido en su Sangre. Esa autodonación anticipada es también profecía de su resurrección: él tiene poder para ofrecer su vida y para recuperarla (cf. Jn. 10, 18), para hacerla presencia y don permanentes en la Eucaristía. ¡Que él nos conceda hambre y sed insaciables, para saciarla sólo en la comunión con él, que nos conduce al Padre y nos da a beber de su Espíritu cada vez que se nos brinda en alimento! Hoy tendríamos que repasar pausada y profundamente nuestra vida eucarística, nuestras relaciones con él en este sacramento de su amor hasta el fin. Todos recordamos, seguramente, nuestra primera comunión y quizá guardamos una foto de aquel momento feliz. Pero ¿cómo ha sido luego, y cómo es en la actualidad nuestra relación con Cristo en la Eucaristía? Pienso no sólo en nuestras comuniones, a veces tan rápidas y semidistraídas, sino también en la adoración de la Presencia en nuestras visitas silenciosas ante el sagrario, en la preparación de nuestras comuniones y en la prolongación de nuestra acción de gracias después de comulgar. Hoy, como también la solemnidad de Corpus Christi son circunstancias propicias para ese examen de nuestra conciencia eucarística y para una posible y oportuna resolución.

Finalmente, aunque no es un tema menor, contemplemos el designio de amor que se prolonga a partir del hagan esto en memoria mía. Junto con la Eucaristía el Señor instituyó el ministerio que la perpetúa en el tiempo. La Iglesia Católica recuerda el jueves Santo el origen del sacerdocio de la Nueva Alianza, que está ligado a la sucesión apostólica y que incluye el anuncio de la Verdad del Evangelio y el cuidado pastoral de los fieles, aunque tiene su culminación sacramental en el misterio eucarístico, en el cual el sacerdote hace las veces del Señor repitiendo en primera persona las palabras de la Cena. Oremos por nuestros sacerdotes, por su santificación, con la decisión de apoyarlos en su entrega al servicio para el cual han sido ordenados. Pidamos también por nuestros seminaristas, para que se preparen con esmero y crezcan cada día en santidad. Muchos adolescentes y jóvenes católicos nutren intenciones generosas en su corazón. Que el Señor los llame claramente, que les hable al corazón y los invite a seguirlo; y que ellos no tengan miedo ni se hagan sordos a ese llamado; muchas veces la vocación sacerdotal es al principio sólo una secreta al insinuación que para concretarse necesita arrojo, y en definitiva, amor. Que la Virgen Santísima y los Santos Apóstoles nos ayuden intercediendo por estas intenciones.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *