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Homilía de Mons. Aguer en la Misa por el centenario del Consejo de Educación Católica de Buenos Aires.

 

 

 

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.

 

Ampliando lo que adelantamos en un informe anterior, publicamos seguidamente la homilía de Mons. Aguer en la Misa por el centenario del Consejo de Educación Católica de la provincia de Buenos Aires. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 

Pasado, presente y futuro

de la educación católica bonaerense.

 

Homilía en la Misa de Acción de Gracias por el centenario del Consejo de Educación Católica de la Provincia de Buenos Aires.

Iglesia Catedral, 26 de febrero de 2018.

 

Van pasando los años, y finalmente llegan los aniversarios redondos y solemnes. Hoy recordamos el centenario de la creación del Consejo de Educación Católica de la Provincia de Buenos Aires. El 12 de diciembre de 1917, Monseñor  Juan Nepomuceno Terrero y Escalada, segundo obispo de La Plata, instituyó el Consejo Superior de Enseñanza Católica; por entonces la jurisdicción diocesana abarcaba dos provincias, Buenos Aires y La Pampa. En septiembre de 1920, el mismo Terrero renovó el organismo y lo llamó Consejo Superior de Educación Católica. Cinco años más tarde, el episcopado argentino determinó instituir un Consejo Nacional de Educación Católica. Para evitar confusiones, Monseñor Francisco Alberti, tercer diocesano platense, modificó el nombre de la organización local y la designó Consejo Diocesano de Educación Católica. En esos tramos iniciales la  dirección estuvo a cargo del pbro. Andrés Calcagno. En 1937 Alberti, siendo ya arzobispo metropolitano, nombró para conducir los asuntos educativos al Pbro. Alberto Escobar, un hombre interesantísimo, a quien tuve el gusto de tratar cuando era yo joven sacerdote. Con el tiempo se reformaron los estatutos y se creó el Consejo de Educación Católica de la Provincia de Buenos Aires; el arzobispo de La Plata designaría al presidente y al asesor, y los demás cargos serían elegidos por los representantes de los colegios. Monseñor Antonio José Plaza, a quien tanto debe la educación católica en la Argentina, estableció varios secretariados en el seno del Consejo, lo que permitió dinamizar y profundizar su acción. El mismo arzobispo Plaza, en 1957, promovió la Fundación de Escuelas Libres para contrarrestar las campañas laicistas de aquellos años. Además de laicistas habría que llamarlas estatistas y totalitarias. Finalmente, la así llamada Ley Domingorena, bajo el gobierno del presidente Frondizi cortó el lazo que asfixiaba la libertad de enseñanza y la oprimía con el monopolio estatal. Recuerdo muy bien –estaba avanzado en el bachillerato- los entreveros de “la laica” y “la libre”, como se decía entonces, y la huelga decretada por las organizaciones estudiantiles; yo era uno de los pocos rompehuelgas, y una vez ligué una buena pateadura por ello. Para concluir esta breve historia del CEC y su correlato platense, añado solamente que para el ámbito arquidiocesano, Mons. Plaza creó la Junta Regional de Educación Católica, y nombró presidenta a la profesora Hilda Errecarte, quien lo fue por unos cuantos años; quizá está hoy aquí presente.

 

La acción educativa de la Iglesia, con sus más y sus menos es decisiva en la cultura nacional. ¿Quién se atreverá a negarlo? Estamos haciendo el “aguante”, desde hace varias décadas, en favor de nuestro pueblo, cuando el sistema estatal no consigue repuntar. Lo señalo con dolor; nunca cursé en un colegio religioso, y a la humilde primaria de Mataderos y al Nacional de Flores les debo gran parte de lo que soy. En 35 años de democracia, la educación estatal no ha dejado de caer. Abel Posse, diplomático, escritor y fugacísimo Ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, sitúa el inicio del derrumbe bastante más atrás, a fines de los 60 del siglo pasado, en consonancia con el célebre Mayo francés. Las reformas y las reformas de las reformas han acelerado la catástrofe. ¡Dios nos libre de una “revolución educativa”!. Pedro Luis Barcia, que tiene autoridad indiscutible en la materia, suele decir que lo que hace falta es una restauración: esta palabra tiene mala fama, pero significa reparar, renovar, poner las cosas en su sitio; no volver al pasado –lo que es imposible- sino recrear mirando al presente y al futuro.

 

Lo que acabo de trazar no es la malandanza del vecino, sino un mal nacional que no puede dejarnos indiferentes, y que nos afecta directamente a nosotros en la medida en que la libertad de educación no sea completa, total, sincera. El bendito aporte del Estado al subsistema educativo de la Iglesia –no hay que llamarlo subsidio-, la plata en suma, la innombrable plata no puede coartar nuestra libertad ni limitar mezquinamente nuestro esfuerzo. Tienen más importancia los contenidos de la enseñanza que la plata.  No somos mercaderes. Felizmente el gobierno provincial lo comprende y estamos trabajando con él en armoniosa colaboración; nos corresponde a nosotros “hacer buena letra” y evitar con cuidado incurrir en alguna de las típicas “agachadas” criollas. Comprendemos las dificultades presupuestarias de la Provincia, pero quiero pensar que las autoridades advierten que la inversión en nuestros colegios no es un favor que nos hacen. El más sencillo y barrial de los colegios parroquiales católicos tiene largas listas de espera, por algo será; por esto: numerosas familias huyen de la escuela estatal y aspiran a que  sus hijos ingresen en las nuestras, porque de las nuestras los chicos salen, por lo menos, sabiendo leer y escribir correctamente. Si la cobertura de la planta funcional fuera del 150 por ciento, podríamos ofrecer a nuestro pueblo bonaerense educación gratuita.

 

En este aniversario, queridos hermanos, me parece oportuno mencionar algunas metas hacia las cuales, a mi parecer, debemos tender con decisión.

 

En primer lugar: fortalecer los colegios de las zonas periféricas y fundar nuevos colegios, buenos colegios para los pobres, y especialmente colegios técnicos (¡ah la nostalgia del viejo “industrial”!), apostando a una educación de calidad que prepare para el trabajo y que presione a los políticos copados por economistas y magos de las finanzas, de modo que busquen con coherencia el bien común y el desarrollo nacional procurando crear trabajo genuino. La escuela católica tiene un rol político –uso esta palabra en el sentido nobilísimo que le dan Platón, Aristóteles y la Doctrina Social de la Iglesia- un empeño del cual no podemos desertar.

 

La finalidad esencial de un colegio católico es formar católicos; hombres y mujeres de fe, imbuidos de la Weltanschauung cristiana, de una visión cristiana del mundo, razonada y a la vez intuitiva y voluntaria. A ningún educador se le ocultan las dificultades: familias más o menos recompuestas –lo digo con respeto y cariño- que dejan a sus hijos en la puerta del colegio y sólo acuden para quejarse (de esta impresión se sigue que no podemos omitir la instrumentación de una seria y paciente pastoral familiar); otra: el influjo arrollador de la cultura vigente y de los medios de comunicación, que a menudo lo son de manipulación; y otra más: la computadora, la tablet  y el telefonito, que ponen a disposición de los niños toda la grandeza, la belleza y a la vez toda la basura del mundo. Hay que decir que, en cierto modo, los cristianos cultivamos un “pensamiento divergente”, como les ocurría a las primeras comunidades eclesiales en el mundo pagano. El problema mayor a afrontar hoydía es que debemos habérnosla con paganos bautizados. Entonces: prudencia, paciencia y mucho amor, para cultivar en los alumnos un sano sentido crítico como ejercicio del “olfato” católico.

 

En relación con esta meta señalo dos cuestiones que considero de enorme cuantía. En primer lugar los programas del currículo y los contenidos que nos “baja” el Estado. En esto debemos ser flexiblemente inflexibles y reivindicar siempre la libertad que nos ha ganado Cristo. Que no nos apuren las inspectoras.  Fijémonos especialmente en algunas materias más sensibles, por ejemplo lo que atañe a la organización de la familia y la sociedad, la relación de la fe y las diversas disciplinas científicas, la educación para el amor, la castidad y el matrimonio. Ahora bien, ¿quién es el que enseña?, ¿cómo piensa y vive la maestra o el profesor?, ¿de quién echamos mano para llenar una vacante? Este planteo me lleva a la segunda cuestión: los Institutos de Formación Docente. En los países serios hay cuatro o cinco –lo máximo-; en la Argentina son cientos, ¡y cuántos nuestros! Tendríamos que contar con pocos y óptimos, no con tantas fábricas de mediocridad  Es verdad que el oficio del docente –me gustaría más decir del maestro- está mal remunerado; así nos va. Para colmo, no sólo el Estado, sino que también nosotros tenemos que lidiar con los sindicatos y con una inspiración extravagante del derecho laboral. Siempre algo se puede hacer, de a poco; lo que importa en definitiva es que tengamos claro hacia dónde deseamos marchar.

 

El “pensamiento divergente”, como lo he llamado, es decir, la serena reivindicación de la verdad cristiana y de la necesaria libertad para transmitirla, puede ir unido al cultivo sistemático de la innovación metodológica. Puede y debe. La tradición cristiana, a lo largo de los siglos, ha inspirado nuevas pautas pedagógicas; hubo pedagogos santos, y en la actualidad la fe, el estudio y el amor a los jóvenes educandos han de continuar ofreciendo a la sociedad los instrumentos más eficaces de formación integral del hombre y  la mujer argentinos. La sabiduría de la fe pone al servicio de la labor educativa medios renovados que no son ensayos arbitrarios, sino proyectos psicológica y antropológicamente comprobados.

 

Nosotros solemos llamar a nuestros colegios comunidades educativas. Trabajar para que lo sean efectivamente, pequeñas iglesias en las que reine el amor que el Señor nos ha regalado como don precioso para que nos una en Él, es la tarea de todos, aunque los directivos, los párrocos y capellanes tengan que esmerarse más que nadie en ese servicio. Servicio, sí, inspirado en la palabra y la gracia de Aquel que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud (Mt. 20, 28). Jesús ha sido nuestro diákonos, nuestro doúlos (ib. 27; cf. Fil. 2, 7), servidor y esclavo, ¿con qué cara quedaremos nosotros sentados orondamente a la mesa? (cf. Lc. 22, 27). El que ejerce un ministerio –leemos en la Primera Carta de Pedro- que lo haga como quien recibe de Dios ese poder (1 Pe. 4, 11) Muchas veces, los conflictos que se presentan responden a la pretensión de “mandonear”, de “prepotear”, y así se descarta la ejemplaridad que posee un innegable poder educativo. Se extiende cada vez más entre los niños el bullyng, que no es una inocente “cargada” sino un asedio en el que despunta una temprana crueldad. Bully significa intimidar, amedrentar; esa actitud de pequeños fanfarrones no sólo daña a quien la sufre, sino también a quien la ejerce, uno y otro, victimario y víctima, deben ser encarrilados hacia la vivencia del respeto, la justicia y la caridad.

 

Corresponde ahora que agradezca a cuantos han trabajado en el CEC y continúan haciéndolo con calidad profesional y fidelidad a la Iglesia; son beneméritos de la educación católica. No puedo nombrarlos a todos. Resumo la lista, simbólicamente, en un solo nombre: la profesora Ethel Meroni de Fabracci, una “histórica” del organismo, a quien no daremos tregua porque le impediremos todo intento de retiro. Monseñor Nicolás Baisi, el actual presidente, suma a su inteligencia y laboriosidad incansable la capacidad de animar el trabajo en equipo con espontaneidad y afectuosa cercanía a todos.

 

Estamos en una misa; no puedo omitir una breve referencia a las lecturas bíblicas. La del libro de Daniel nos ha ofrecido, dentro de una de las fantásticas visiones apocalípticas que lo caracterizan, una bella oración penitencial que podemos hacer nuestra en esta Cuaresma que avanza. La plegaria contiene una confesión de la fidelidad de Dios y el reconocimiento humilde, por parte de los fieles, cuya fidelidad muchas veces tambalea, de no haber escuchado la voz del Señor. Este tiempo litúrgico nos invita a la verdad, a deponer toda jactancia y a confiarnos a Aquel que nos conoce y nos revela el conocimiento de nosotros mismos y la realidad de lo que somos. ¡A tí, Señor, la justicia! A nosotros, en cambio, la vergüenza reflejada en el rostro… ¡Al Señor, nuestro Dios, la misericordia y el perdón! (Dn 9, 4-10). Este es el fundamento, el de la humildad, el único sobre el cual se puede construir sólidamente, sin hacernos ilusiones. El salmo responsorial, que refleja una situación semejante a la del texto de Daniel, concluye como un canto de alabanza y gratitud del pueblo del Señor, de las ovejas de su rebaño (Sal. 68, 13). Por último, en el Evangelio Jesús nos presenta una regla de oro: imitar la misericordia y la benevolencia del Padre, para recibir la medida sobreabundante de su generosidad. En el camino hacia la Pascua damos gracias por lo que la gracia nos ha permitido hacer en servicio de nuestros hermanos,  a pesar de nuestras múltiples deficiencias, y renovamos la esperanza de que aún se nos concederá, a partir de este centenario, trabajar más y mejor por la educación católica y por un futuro dichoso para la Patria. La esperanza impulsa a la oración para implorar la gracia, y es fuente de alegría; como escribió Bernanos al concluir su “Diario de un cura rural”, todo es gracia.

 

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

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