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Homilía de Mons. Aguer en la Misa de recepción de los nuevos seminaristas.

Foto de conjunto de Mons. Aguer con los nueve ingresantes (15 de febrero de 2018).

 

Mons. Aguer con los seis nuevos seminaristas platenses (15 de febrero de 2018).

 

Ampliando nuestro informe del pasado jueves 15 de febrero, publicamos a continuación la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la misa de recepción de los nuevos seminaristas. Este es el texto completo y oficial de sus palabras en el Seminario Mayor San José.

 

Al comenzar el camino

Homilía en la Misa de recepción de los nuevos seminaristas

Iglesia del Seminario, 15 de febrero de 2018.

Ayer hemos iniciado el período penitencial que la Iglesia recorre en preparación a la solemnidad pascual; nos ofrece incorporarnos a esa marcha para disponernos, concretamente, a renovar nuestras promesas bautismales en la Santa Vigilia, la noche de la espera, la decisión y la alegría. La ceniza impuesta sobre nuestra cabeza nos recordaba la condición mortal: el ser humano, el Adam, procede de la adamá, la arcilla, el polvo de la tierra, y volverá a él, en su realidad corpórea será finalmente ceniza. El soplo de la vida es un regalo de Dios y nos destina a la eternidad. En ese gesto litúrgico que hemos repetido, procedente de la piedad judía, pero que tiene un significado universal, se nos exhortaba a la conversión: ¡conviértanse! –metanéite, Mc. 1, 15-; la metánoia es el cambio de mentalidad y de orientación de la vida, necesario para abrazar el Evangelio que conduce al cielo. A propósito de la Cuaresma, San Francisco de Sales decía que el principio es la ceniza y el fin es el cielo, prefigurado en la alegría de Pascua.

La lectura que hemos escuchado del Antiguo Testamento nos ubica, como miembros del pueblo de Dios que es la Iglesia, en la situación del viejo Israel -nosotros nuevo- cuando se aprestaba a entrar en la tierra prometida. Moisés le presentó los dos caminos posibles: el primero consistía en escuchar, amar y cumplir; el amor al Señor que los liberaba imponía atender a sus mandamientos, es decir, obedecerlos con fidelidad y así entrar en la vida, poseerla como una bendición del Dios único a quien se debe adorar, a Él solo. El otro era la ruta tortuosa de la perdición, más fácil quizá si se cedía a la presión del paganismo de las culturas vecinas, pero el adentrarse en ella frustraba la realización de las promesas hechas a los patriarcas y destinadas a su descendencia (cf. Dt. 30, 15-20). El primero de los poemas del Salterio, que se cantó a continuación, proclama la bienaventuranza del hombre que se complace en la ley del Señor, el que se encamina por la senda de los justos -justicia se entiende aquí en un sentido plenario, totalizante, como vida según el amor de Dios-; la alternativa funesta es aventurarse en el camino de los malvados. Es este uno de los temas centrales de la Biblia, que en el Salmo es ilustrado mediante dos imágenes también contrastantes: la vitalidad de un árbol regado por las aguas y la sequedad de la paja infructuosa arrastrada por el viento (Sal. 1, 1-4.6).

El camino, para el cristiano, es seguir a Jesús -ya que el mismo Jesús es el Camino, cf. Jn. 14, 6-; marchar detrás de él, reeditando la antigua figura del grupo de discípulos que iba en pos de su maestro escuchando admirado su enseñanza para identificarse con su vida. Al anunciar por primera vez que debía sufrir la Pasión -lo hizo tres veces- el Señor impone las condiciones del seguimiento: renunciar a uno mismo y cargar la propia cruz. Esto lo dijo a todos, a la multitud (MC. 8, 34); los cristianos, si queremos ser dignos de este nombre, debemos conformarnos a tales exigencias. El debe alude al designio del Padre, que envió, entregó, a su propio Hijo; Jesús debía asumir todos los sufrimientos de los hombres y cargar, siendo inocente, con los pecados del mundo, para revelar y realizar el plan trazado por el amor de Dios en el cual entramos libremente nosotros cuando nos decidimos al seguimiento del Crucificado. En el misterio de la fe, al perder la vida se le gana. En esta enseñanza del Evangelio se revela la auténtica interpretación de la existencia humana, qué somos, quiénes somos, cuál es el sentido de nuestro estar en el mundo. Es un rayo de luz que trae esperanza y alegría en la noche de una cultura como la que hoy se extiende en la sociedad, en la cual el hombre, orgullosamente encapsulado en sí mismo, vive a pesar suyo una Cuaresma sin Pascua.

Todo cristiano, entonces, cualquiera sea su posición, la situación específica como miembro de la Iglesia, está llamado a seguir a Cristo con la cruz para realizarse auténticamente y aspirar a la gloria. En el caso de la vocación sacerdotal el seguimiento tiene como figura arquetípica la respuesta de los Doce Apóstoles, que fueron los discípulos más cercanos del Señor. Llamó a su lado a los que quiso relata San Marcos (3, 13); la elección es un gesto libérrimo de la voluntad divina, un signo de su amor que toca el corazón y como si señalara con el dedo dice al elegido: sígueme, como ocurrió con el recaudador de impuestos Leví, hombre de mala fama que se convirtió en el apóstol Mateo. Jesús sigue llamando a lo largo de los siglos, y hace participar a los presbíteros de su propio sacerdocio por medio del obispo, que posee la plenitud del mismo en cuanto sucesor de los apóstoles. En ocasiones ese llamado es una convicción espontánea que se afinca tempranamente en el alma de un niño; en otras surge en el muchacho durante una adoración eucarística, o es precipitada por la experiencia de un retiro o una misión; a veces debe remontar numerosos obstáculos, como por ejemplo la oposición de la familia, que no alcanza a comprender este fenómeno singular; siempre es objeto de un discernimiento que quizá lleva años, sobre todo cuando el elegido intenta distraerse y hurtarse a las señales que el Señor repite con insistencia. El llamado puede modelarse por referencia a la figura de un sacerdote, cuando la aspiración dice: “quiero ser como él”. Existen también “vocaciones tardías”; así se las llamaba antes aun cuando no lo eran tanto, simplemente que el joven no había entrado a los trece años a un Seminario Menor; en la actualidad las hay tardías, y excelentes, de profesionales bien dotados que pueden aportar mucho a la obra de la evangelización.

¿Cómo sabe uno que tiene vocación, que ha sido llamado y ha recibido la gracia de la vocación sacerdotal? Yo suelo decir que es posible reconocerla en dos elementos clave: querer y poder. El querer significa, obviamente, la voluntad, la aspiración y el deseo que se concretan en una decisión; ésta, en los años transcurridos en el Seminario tiene que purificarse y robustecerse con la ayuda de los formadores y el consejo de un padre espiritual. El poder indica que al candidato “le da el cuero”, como decimos vulgarmente; que él lo percibe así, y en el proceso de discernimiento se revelan condiciones básicas favorables. El currículo formativo, apoyado sobre ellas, ofrecerá los contenidos de orden intelectual, espiritual y pastoral que ayuden a configurar una personalidad sacerdotal. La vocación queda asegurada cuando el obispo llama y elige el día de la ordenación. Como escribió Bernanos al final de su “Diario de un cura rural”, todo es gracia.

Queridos muchachos: los recibo hoy con alegría y esperanza en el ingreso de ustedes a este histórico Seminario Mayor “San José”, que dio hombres insignes a la Iglesia. Ustedes, junto con los compañeros que van avanzando hacia la meta en distintos niveles, son el futuro. Sean fieles y dejen que Dios complete y perfeccione la obra que recién inicia, aunque los conoce, los ama y los ha elegido desde toda la eternidad. Los años de seminario están destinados a cerciorarse, ustedes y nosotros -los que por nuestro cargo somos responsables- de la realidad de esa elección.

Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús propone una dura exigencia: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, y habla de perder la vida por él (Lc. 9, 23 s.). En eso consiste la auténtica realización, la verdadera ganancia. Recuerdo a propósito unas expresiones de Benedicto XVI: quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace la vida libre, bella y grande. Sólo con esta amistad se abren de par en par las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. El pontífice hablaba a todos los jóvenes cristianos, pero creo que con mayor razón valen para aquellos que desean, como los apóstoles en la Última Cena, oír estas palabras del Señor: yo los llamo amigos… soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero (Jn. 15, 15 s.). Ya las han oído ustedes, y sin embargo ellas deben resonar más íntima y poderosamente a medida que crezcan y maduren en la amistad con Jesús. De eso se trata principalmente.

¿Qué más puedo decirles? Asuman con sencillez y alegría el ritmo de vida del seminario, la oración, el estudio y la caridad fraterna; cada día es importante, en él y en las pequeñas cosas se vive la entrega al Señor. Déjense formar, con humildad y obediencia a los sacerdotes que están al servicio de ustedes en nombre de Dios y por encargo del obispo. Yo estoy a disposición de todos; no vacilen, cuando quieran o lo necesiten en llamarme para conversar y exponer sus inquietudes. Los seminaristas saben que ocupan un lugar de privilegio en mi corazón. Me atrevo a apropiarme de las palabras que el apóstol Pablo escribió a los tesalonicenses: ¿Quién sino ustedes son nuestra esperanza, nuestro gozo y la corona de la que estaremos orgullosos delante de Nuestro Señor Jesús, el Día de su Venida? ¡Sí, ustedes son nuestra gloria y nuestro gozo! (1 Tes. 2, 19-20).

Ahora quiero dedicar unas palabras a los padres, hermanos y demás familiares de los nuevos seminaristas platenses y marplatenses; palabras de comprensión y cercanía dirigidas especialmente a quienes quizá les ha costado mucho aprobar la decisión del hijo, y de felicitación para todos. La decisión vocacional es un ejercicio de libertad, que no se puede censurar en un joven a quien la gracia de Dios ha dotado de una anticipada madurez. Algo análogo a lo que ocurre con el enamoramiento y la resolución de casarse, o de “vivir en pareja”, como desgraciadamente es frecuente hoydía. Es una figura clásica, real o ficticia, que las suegras detesten a las nueras. Pero en el caso de un seminarista, la “nuera” será, cuando se ordena, nada menos que la Iglesia. Porque el celibato sacerdotal es un desposorio místico con la Iglesia, simbolizado en el anillo del obispo. Una joya exquisita y costosa el celibato -digo- no el anillo, propia de la Katholiké, de la Iglesia Católica en la que se realiza la totalidad de lo humano en virtud de la Encarnación, de la humanidad santísima del Dios Salvador, Jesús.

La relación del seminarista, y luego del sacerdote, con su familia de origen será la misma, y a la vez distinta, de la que vivía antes de ser llamado. Ahora estos jóvenes se entrenarán para ser padres de la gran familia eclesial, y los fieles, en efecto, los llamarán “padre”. Pero su única familia carnal es y será aquella en la cual nacieron, que no debe interferir indebidamente en la vida y el ministerio del sacerdote, y sin embargo será su seguro reparo de confianza y cariño, a la vez que ella se enriquecerá espiritualmente con la gracia de una predilección divina. En suma, queridos padres, hermanos, familiares, no los pierden a Nahuel, Pablo, Martín, Valentín, Kevin y Nicolás, ni a los tres jóvenes de Mar del Plata; al contrario, Dios los toma para sí y ustedes los ganan para siempre. Por eso, ¡felicitaciones!

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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