Skip to content

Homilía de Mons. Aguer en el Retiro de Catequistas.

En el ofertorio de la Misa celebrada en Sagrado Corazón de Jesús, de Los Hornos.

 

Plano general de la Eucaristía.

 

Catequistas llevando en procesión la imagen de la Virgen María.

 

Ampliando lo que adelantamos el pasado 24 de febrero, publicamos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa de clausura del Retiro Arquidiocesano de Catequistas. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

Mensaje a los catequistas

Homilía preparada para la misa del retiro de los catequistas de la arquidiócesis, que fue pronunciada solo parcialmente.

24 de febrero de 2018

                            Es una iniciativa muy conveniente, necesaria  incluso, comenzar la actividad catequística del año con un retiro espiritual, aunque sea de un solo día. Esta práctica se ha tornado habitual para nosotros por decisión de la Junta Arquidiocesana, y se extiende también a otras áreas pastorales. Los políticos nos han plagiado, y usurpan el nombre “retiro espiritual” para designar a sus reuniones de planeamiento de la acción gubernativa. ¿O serán los periodistas quienes las han bautizado así? En realidad ellos, unos y otros- dicho esto con todo respeto- no tienen ni idea de lo que es un verdadero retiro espiritual. El retiro no consiste en alojarse en una cómoda quinta  y lucir descontracturados, sino en la soledad y silencio del corazón para tratar íntimamente con Dios; es espiritual porque en esas ocasiones intentamos abrir nuestro espíritu al Espíritu Santo a fin de disponernos cada vez mejor, más objetivamente, para captar y seguir con alegría y gratitud sus inspiraciones. A veces también nosotros extendemos el uso del nombre y llamamos retiro espiritual a una cita comunitaria que convendría con mayor propiedad designar encuentro. Sea como fuere, en esta celebración eucarística damos gracias al Señor y ponemos en sus manos las reflexiones y las plegarias de este día; ustedes, queridos hermanos, representan simbólicamente a todos los catequistas de la arquidiócesis, la mayor parte de los cuales, es justo destacarlo, son mujeres.

En nuestro hemisferio sur la cuaresma nos pilla en verano  y de vacaciones; pero también coincide más o menos en su mitad, o aún más avanzada, con el inicio de los trabajos organizados anualmente, que siguen el ritmo del calendario escolar. Una buena oportunidad, entonces, para preparar lo mejor posible nuestro empeño pastoral de este 2018.

En la primera lectura de esta liturgia, tomada del final del Código Deuteronómico (Dt. 26, 16-19), se exhorta a los fieles a obedecer los mandamientos, ya que esa obediencia asegura la posesión de la tierra bajo la protección de la bondad divina. El pasaje que hemos escuchado equivale a un doble juramento de fidelidad a la Alianza, una doble declaración: el pueblo le hace  declarar a Dios que Él, Yahweh , será su Dios, y por su parte el Señor le hace declarar al pueblo que será pueblo de su propiedad exclusiva, consagrado a su Dios. Doble declaración y recíproca posesión: Israel es el pueblo del Señor, el Señor es el Dios de Israel. Se trata de un don de la misericordia de Dios y de su gratuita elección, que llegó a la plenitud en la encarnación  y la pascua del Hijo eterno del Padre y en la efusión pentecostal del Espíritu. La Iglesia es el nuevo y definitivo Israel, pueblo de Dios, consagrado a él; no es pueblo en un sentido sociológico o político, ni se identifica con un sector determinado de la sociedad; caben en él pobres y ricos –calificados así según  las categorías económicas y culturales- justos y pecadores, gente brillante, destacada en los ámbitos de su actuación, y la multitud de hombres y mujeres sencillos de nuestros barrios. Todos los miembros de ese pueblo, que es el de los bautizados, están llamados a la santidad, a la perfección del amor; a un conocimiento cada vez más explícito de Jesucristo y a una inserción participativa en la vida eclesial. Cada Pascua renovamos, con las promesas bautismales, nuestra dichosa condición de pueblo de la Alianza, destinado a la felicidad celestial después de este destierro. Hacia allá nos dirigimos, para alcanzar ese fin nos esforzamos.

La felicidad a la que aspiramos comienza aquí, aun sobrellevando las muchas  dificultades propias de esta vida mortal, porque emprendemos el camino intachable de los que siguen la ley del Señor, como recita el Salmo responsorial. La liturgia de hoy incluye un fragmento de ese poema, el más extenso del Salterio, el número 118, que es una meditación sapiencial y agradecida sobre la grandeza de la ley del Señor, a la vez que expresa el deseo de abrazarla y cumplirla identificándonos sin vergüenza con ella. ¡Ojalá yo me mantenga firme en la observancia de tus preceptos! Este propósito del salmista, que hacemos nuestro, nos compromete a considerar con humildad qué quiere Dios de nosotros, a examinar la fidelidad de nuestro corazón y la espontaneidad y sinceridad de nuestra alabanza (cf. Sal. 118, 1-2. 4-5. 7-8). En algunas circunstancias puede desanimarnos la comprobación de que el pecado, y su raíz más honda, el olvido de Dios y la indiferencia o el desprecio por sus mandamientos, se extienden como un hecho cultural. La conciencia de las multitudes parece obnubilada, confundida, como si ya fuera incapaz de distinguir rectamente el bien  del mal, y de reaccionar en consecuencia; una opinión generalizada se impone tiránicamente determinando las costumbres. El catequista tiene que tomar ánimo y prepararse para suscitar la búsqueda de Dios y para transmitir las verdades fundamentales de la fe que esclarecen la condición del hombre y su destino. ¡Menuda tarea, en este tiempo en que hasta los niños, y estos cada vez más tempranamente, pueden acceder por los medios electrónicos a toda la basura del mundo! Blas Pascal hacía notar, en el siglo XVII, como una marca de la miseria del hombre, que la costumbre se convierte en una segunda naturaleza que destruye la primera. “Todos lo hacen”, es el lema, o sea: es verdad, es bueno, se puede hacer. El mismo pensador advertía acerca del poder engañoso de la imaginación, a la que llamaba maestra del error y de la falsedad. Son estas observaciones de cuantía para la educación catequística, sobre todo de los niños, que nacen ya con el telefonito en las manos. La palabra del catequista tiene que ser clara, sencilla, sustancial, adecuada a sus oyentes; en ella debe resonar la verdad inalterable de la fe, y ha de ser dicha con paciencia y amor, avalada por la ejemplaridad de la vida.

En el Evangelio Jesús nos ha trazado un camino que puede parecer excesivo para las fuerzas humanas. La experiencia personal de cada uno, el conocimiento del ambiente que nos rodea y una noticia siquiera somera de la historia  de la humanidad hacen resaltar la dificultad de amar a los enemigos, a los que no nos quieren bien, nos critican o nos miran con indiferencia. El amor no se reduce al sentimiento; no se trata de estrujar el corazón para que salga. El apóstol Juan escribe: no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn. 3,18). Esta objetividad realista del amor cristiano supera las obligaciones de justicia, imita la misericordia del Creador y las actitudes de Jesús; es el amor mismo de Jesús que al ser acogido por nosotros se convierte en don, amor y vida. Tenemos que trabajar arduamente en la educación cristiana de nuestro pueblo; por desgracia, en muchas personas, en sectores sociales y en algunos ambientes políticos, se ha hecho carne la norma proclamada por un célebre líder: ¡al enemigo, ni justicia! Jesús, en cambio, nos enseña una forma nueva y superior de justicia: amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores, así serán hijos del Padre que está en el cielo, imitando su bondadosa misericordia (Mt. 5, 43 ss). Hablar de la misericordia es fácil- amar con la lengua- ; practicarla requiere el doloroso vencimiento del orgullo y del amor propio. Ese es el camino trazado en el Evangelio, que nos revela que estamos llamados a la perfección, cuyo modelo se encuentra en el Padre celestial (cf. Mt.5, 48).

El llamado a la perfección es inherente a la vocación bautismal, es posible acogerlo e intentar vivirlo si nuestra libertad está dispuesta a plegarse a la gracia de Dios, a colaborar sincera y sostenidamente con ella; no se logra con una pura gimnasia del esfuerzo, aunque éste sea imprescindible. Si el llamado a la perfección va dirigido a todos los cristianos, con mayor razón debemos acogerlo quienes desempeñamos en la Iglesia, en diversos órdenes, la tarea delicadísima de instruir a los demás. En las circunstancias actuales, el catequista va abriendo paso en la sociedad al estilo cristiano de vida, fuente de auténtica humanización. Porque es la gracia de Dios, prenda de la felicidad del cielo, la que nos concede acceder a nuestra plena humanidad. San Ignacio de Antioquía, discípulo del Apóstol Juan, escribió: cuando llegue allá seré verdaderamente hombre.

Queridos catequistas: en esta ocasión tan oportuna de dirigirles unas palabras, deseo recordarles brevemente unos pocos puntos, sobre los cuales ya me han oído hablar otras veces. Como proemio diré: ¡gracias, muchas gracias! El crecido número de catequistas, si contamos a todos los que colaboran en esta tarea fundamental de la Iglesia,  indica la necesidad de Dios que manifiesta nuestro pueblo. Aspiramos a que sean muchos más, a que se sumen especialmente muchos jóvenes. Luego me detengo en tres áreas que siempre es preciso recordar.

Ante todo, el estudio y conocimiento, que necesitamos ampliar y profundizar, de la doctrina de la fe, tal como la trasmite nuestra Madre la Iglesia. Tenemos a nuestra disposición un instrumento admirable y eficacísimo: el Catecismo de la Iglesia Católica. Léanlo continuamente; estúdienlo hasta saberlo casi de memoria, si es posible. La Junta Catequística Arquidiocesana, además, ofrece periódicamente cursos de capacitación y perfeccionamiento. No faltan catequistas que emprenden estudios superiores en el Instituto de Teología; los animo a que avancen sin miedo por esa ruta. El estudio de la doctrina no puede separarse de la oración; se la comprende cada vez mejor en la intimidad con el Señor Jesús que nos ilumina en la contemplación de su Palabra, Él que es la Palabra en la cual el Padre nos habló definitivamente.

Un segundo asunto es la pedagogía catequística. Fijémonos en la etimología  de estas dos palabras que, a través del latín proceden de la lengua griega y cuyos significados se acercan y sobrecubren. Catequizar es hacer resonar  de viva voz, y de allí, instruir; hay un matiz interesante en el original: por medio de preguntas y respuestas. Pedagogía, y los otros términos de la misma familia, equivale a conducir a los niños, orientarlos, educarlos. Viene de páis-paidós, que equivale a niño.  Pensemos en la multitud de niños que acuden a nuestras parroquias, capillas y centros de evangelización; ese contacto con ustedes, queridos hermanos, puede ser decisivo en sus vidas, la de ellos y las de sus familias. Me he extendido ampliamente sobre el tema en las dos Instrucciones Pastorales publicadas juntas bajo el título Para que tengan la vida abundante. Les pido que las relean, y si no las conocen que las consigan y estudien cuidadosamente. Estoy al tanto de las enormes dificultades que es preciso superar para llevar adelante la acción catequística; que ellas no hagan caer nuestro compromiso y nuestro entusiasmo. Muchas veces he propuesto una meta relativamente modesta, pero en realidad desafiante y quizá excesiva en el contexto socio-religioso actual: que un diez por ciento de los niños que concluyen el trienio catequístico con la Primera Comunión, perseveren en la vida cristiana y se integren a una de nuestras comunidades. Podemos señalar una meta previa: que durante la catequesis asistan  a misa todos los domingos. En esos tres años tenemos que ofrecer una catequesis paralela: de los niños y de sus padres o responsables, a estos, por lo menos, instarlos a participar de un encuentro mensual. Luchamos contra un atavismo nacional: los bautizados no van a misa.

Por último, deseo subrayar la dimensión misionera de la catequesis. El catequista es un misionero, un enviado para hacer presente al Señor en los ámbitos en los que se ofrece o es solicitado para colaborar en la obra común de toda la Iglesia. Recordemos el inicio de la predicación de Jesús, que la liturgia cuaresmal proclama repetidamente: Conviértanse y crean en la Buena Noticia (Mt. 1, 15). La labor catequística transmite ese mensaje mostrando el amor misericordioso de Dios que perdona y transforma la vida. Lo hace- muestro simplemente dos extremos- en las periferias geográficas presentándoles a los pobres la riqueza del don de Dios, y en las que podríamos considerar periferias existenciales: en el corazón de la city, donde la vida se vacía a causa de la ausencia de Dios. Es patético comprobar que en tradicionales colegios religiosos  haya adolescentes del último año del secundario, que han cursado en la institución desde “salita de tres”, y que se declaran ateos.

Demos gracias al señor, que nos ha llamado a sumarnos a aquella dichosa cadena de testigos que desde los tiempos apostólicos trabaja para extender el Reino. Que nos ayude la intercesión de la Santísima Virgen y de San José, a quienes vivió sujeto Jesús durante treinta años (cf. Lc. 2, 51).

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

También te podría gustar...