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Homilía de Mons. Aguer en el Carmelo platense.

 

 

El monasterio «Regina Martyrum y San José» está en La Plata desde 1931.

 

Ampliando lo que adelantáramos en su oportunidad, publicamos a continuación la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la solemnidad de la Virgen del Carmen, en el Carmelo platense. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 

La hermosura del Carmelo

Homilía en la Solemnidad de Nuestra Señora del Carmen

Carmelo “Regina Martyrum y San José”, 16 de julio de 2017

         Karmel, el nombre hebreo, significa jardín de árboles. El Monte Carmelo es una sierra de 20 km. de largo situada entre el mar Mediterráneo y la llanura de Yizreel; su cima más alta alcanza 552 metros. Hoy se lo llama yebekarmel, o sea Monte Carmelo, y también yebel mar ely?s, título que recuerda al gran profeta: Monte de San Elías. El agua era escasa en esa montaña; en verano lucía pelada y seca, pero en invierno se cubría de maravillosas flores. Las dos situaciones evocan respectiva y simbólicamente en el Antiguo Testamento, por un lado la mayor destrucción y desgracia del pueblo de Israel, y por otro su liberación y felicidad. Un pasaje sugestivo del libro de Isaías reza: le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón (Is. 35,2) El Carmelo es equiparado, en su período de esplendor, al Líbano, cordillera costera de Siria, famoso por sus cedros y demás coníferas, riqueza explotada ya por griegos, seléucidas y romanos, dañada hasta el extremo por árabes y turcos. Ni quiero pensar cómo lucirá en nuestros días. El otro compañero del encomio isaiano es el Sarón, una llanura que se extiende entre Yaffá y el Carmelo mismo, región muy fértil donde prosperaban la vegetación y las viñas. Otra descripción, esta vez terrible: la tierra está de duelo y desfallece, el Líbano pierde color y se marchita, el Sarón se ha convertido en una estepa, el Basán y el Carmelo se deshojan ( Is.33,9). En este pasaje del primer Isaías se asocia el Basán, habbashán en hebreo, altiplanicie fecunda, famosa por sus pastos y ganado, con bosques habitados por fieras, igualmente imagen de riqueza y felicidad.

 

Quizá el texto más expresivo referido al yebelkarmel es el versículo del Cantar de los Cantares que pondera la belleza física de la Amada: tu cabeza se yergue como el Carmelo, tu cabellera es como la púrpura, ¡un rey está prendado de esas trenzas! (Cant.7, 6). Es sabido que en la lectura cristiana la Amada representa a la Iglesia, y también al alma fiel. Muchas veces, asimismo, se han aplicado a la Santísima Virgen expresiones de ese libro, uno de los más hermosos y extraños del Antiguo Testamento.

 

La belleza del Carmelo, su cumbre erguida, que figura la cabeza de la Amada, provocan para el autor del cántico el estremecimiento, el entusiasmo que puede conducir de lo bello físico, concreto, realísimo, a la Belleza en sí misma, con mayúsculas. Platón lo describió en su diálogo Fedro; allí al amor lo llama eros, nombre que connota el movimiento de ascensión. Nosotros diríamos que es la trepada de la libertad cristiana, la subida del agápe, de la caridad. Belleza en la criatura, en el cristiano, significa bondad, perfección integral, complejo espiritual de todas las virtudes atraído en una aspiración de semejanza por la belleza de Dios. Es la santidad.

Una digresión permitirá comprender mejor –así lo espero- la igualación que acabo de hacer de términos y realidades al parecer tan diversas entre sí. El autor del relato de la creación que abre el libro del Génesis describe cómo a partir del caos original de la tierra y el cielo, obra de sus manos, Dios va llamando a la existencia lo que no existe. A cada paso, el Señor contempla su obra y la aprueba: vio que era bueno (tob en hebreo); finalmente, después de la plasmación del ser humano (varón y mujer, no 54 o más géneros, como aparecía en Google hasta hace poco) se deleita en el conjunto y comprueba que es muy bueno (tob meod). La versión griega de “los Setenta” no traduce tob, bueno por agathán, como podía expresarse, sino kalón, que significa primeramente bello; y a la visión total se la califica como kalá lían: todo es muy bello. Saltando al Evangelio: Jesús se define a sí mismo como el Buen pastor, tal es el título al que estamos acostumbrados; pero el texto dice kalós: Yo soy el pastor bello, auténtico, ideal (cf. Jn.10, 11).

 

Existe en la Sagrada Escritura, y en la Tradición eclesial, muy marcada en oriente, una teología de la belleza, es decir, de la santidad, obra del esplendor sobrenatural de la gracia que se asienta sobre la belleza, verdad y bondad del ser creado por el Dios Trino. En el rostro de Cristo, Primogénito de toda la creación (Col. 1,16), destella singularmente la belleza de Dios, y cada uno de nosotros, a pesar de los veranos del Carmelo, participa de ella.

 

En su “Fenomenología de la religión”, G. van der Leeuw anota: Hay montañas sagradas en todas partes del mundo, ya sea que simplemente se les atribuya potencia, ya que se conciba el poder como demonio o dios; las montañas lejanas, inaccesibles, con frecuencia volcánicas, lóbregas, siempre majestuosas, se apartan de lo cotidiano y por eso tienen la fuerza de lo completamente otro. El Dios bíblico también parece preferirlas: en alturas fueron transmitidas la revelación del Decálogo y la nueva y definitiva de las Bienaventuranzas. El Carmelo fue habitado desde la edad de piedra. Allí se ejerció culto a Baal; Elías acabó con esos sacerdotes tirios y purificó el lugar con el culto a YHWH, el Dios verdadero. Fue en una terraza rocosa llamada el-majraká, sitio que se intenta identificar con precisión, quizá situado abajo del actual convento. Desde los primeros siglos del cristianismo se veneró el lugar, y perduró siempre el recuerdo de los profetas Elías y Eliseo. La vida religiosa carmelitana tiene un  origen legendario;  históricamente a los carmelitas se los descubrió después de las Cruzadas. Cuando pasaron a occidente recibieron una primera aprobación, en el siglo XIII, de parte de San Alberto Avogadro.  Se sucedieron cambios diversos, y reformas para estimular el fervor después de períodos de languidez y decadencia. La reforma por excelencia fue la de la gran Teresa, que también se atrevió con los frailes, ayudada por San Juan de la Cruz. San José de Ávila fue el modelo; en la Santa Madre, en su persona –gran caminadora- su obra y sus escritos, se revela una dichosa tensión entre contemplación y misión, la soledad inspirada  del desierto y la ansiedad por la suerte de la Iglesia. Como la Iglesia, que es la misma, idéntica en todo tiempo, y a la vez reformanda semper, siempre necesitada de corrección y ajustes, así también cada comunidad cristiana y cada uno de nosotros.

La palabra reforma, o mejor, la realidad que designa, es delicada y peligrosa; este año se recuerdan los quinientos años de la Reforma por antonomasia, la protestante, que fue una calamidad para la Iglesia. Se puede reformar al revés, alterando la esencia, y con intención de sencillez y Evangelio plegar la Iglesia al mundo, desnaturalizándola de su naturaleza sobrenatural. El Carmelo vivió la gracia, y no hace mucho, de la reforma de la Santa Maravillas de Jesús, que confirmó la vocación contemplativa y misionera de estas comunidades, llamadas a ser el amor en el corazón de la Iglesia para la salvación del mundo. ¡Dios nos libre de “reformas” que alteren esta esencia y que so pretexto de encuentro, comunión y testimonio, mundanicen lo que, para el bien del mundo, debe distinguirse claramente de él!

 

Eludiendo la celebración del Domingo XV del Tiempo Ordinario, con toda razón y derecho conmemoramos aquí a la Reina del Carmelo, que acumula toda su hermosura: decor Carmeli. La devoción y culto a Nuestra Señora del Carmen están registrados por lo menos desde el siglo XIV, y luego se añadió el uso del escapulario. Esta advocación mariana es una de las más difundidas y populares, aun cuando ha surgido luego de muchas otras, algunas de ellas de sospechoso origen, o menos centradas en lo esencial. Con todo, debemos alegrarnos de que el pueblo cristiano, y sobre todo el más sencillo, ame tanto a la Madre del Señor. Tengo grabada en la memoria la imagen de mi abuelita materna, que llevaba con devoción el escapulario; recuerdo especialmente uno grande y bello, reservado para el 16 de julio. Nuestro empeño pastoral debe ejercitarse, con paciencia y delicadeza, en purificar expresiones aisladas del conjunto de la vida cristiana, sesgadas o teñidas de superstición, para que nuestros fieles que aman a María se dejen llevar por ella a Jesús, a su seguimiento total a partir de una sincera conversión. Hoy podemos rogar a Nuestra Señora del Carmen por tantos, tantísimos, que viven como si Dios no existiese,  hundidos en la fealdad de la incredulidad y el pecado. Que no se olvide de nosotros, necesitados de su ayuda para no caer. Y que por su intercesión este Carmelo “Regina Martyrum y San José” florezca como el yebelkarmel, y su belleza resplandezca.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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