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Homilía de Mons. Aguer el Domingo de Ramos.

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.

 

Ampliando lo que publicáramos oportunamente, trascribimos a continuación la homilía que pronunció el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Catedral, el Domingo de Ramos, 25 de Marzo de 2018. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

Meditando la Pasión

Homilía del Domingo de Ramos, 25 de Marzo de 2018

Este domingo, con el que se inicia la Semana Santa, se llama Domingo de Ramos en la Pasión del Señor; la traducción es difícil, y en latín parece al revés: in palmis, de passione Domini. La misa que estamos celebrando es una Misa de la Pasión. La entrada triunfal del Mesías en Jerusalén, que hemos recordado ritualmente, fue un momento provisorio de gloria; los mismos que lo aclamaron con su ¡hosana!, el viernes gritaron ¡crucifícalo! Así son de tornadizas las multitudes, a las que siempre alguien puede llevar de las narices. La Pasión del Verbo hecho carne, según el plan inefable del Dios Trino, fue necesaria para que aquel hosana se convirtiera en el aleluya definitivo de la Resurrección. Hosana es la expresión hebrea hoshía na, que significa ¡Salva ya! Y que se convirtió en un grito de alabanza, como ¡viva! o ¡hurra! Aquella inconsciente súplica de salvación se cumplió a través de la cruz.

Me detengo ahora a meditar con ustedes algunos episodios del drama que se ha leído solemnemente. Este año corresponde la versión de San Marcos, aunque aludiré a pasajes paralelos de los otros Evangelios. Después de aquella entrada mesiánica en la ciudad, los acontecimientos se precipitan. A pocos días de su muerte, Jesús estaba comiendo en casa de Simón el leproso, en Betania; irrumpió una mujer con un frasco lleno de un valioso perfume de nardo, un ungüento –mýrion– que derramó sobre la cabeza del Señor. Ante las críticas de los presentes, que lo consideraron un derroche, Jesús alabó a la mujer, que ungió –myríai– anticipadamente su cuerpo para la sepultura. El tema de la unción que consagra y santifica tiene gran importancia en el Antiguo Testamento. Moisés, por orden de Dios, ungió la carpa del Encuentro, el Arca del Testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el altar de los perfumes, la fuente con su base y los dos altares: el de los perfumes y el de los holocaustos. Yahweh le indicó asimismo: También ungirás a Aarón y a sus hijos y los consagrarás para que ejerzan mi sacerdocio (Ex. 30, 26-30). Los ungirás, timeshaj en hebreo, la misma raíz del título Mesías. En la peregrinación a Jerusalén se empleaba, entre otros cantos, el Salmo 132, que alude al óleo perfumado que desciende por la barba de Aarón hasta el borde de sus vestiduras. Ese buen aceite se llama shémej, otra vez la misma raíz del nombre Mesías. Otra referencia en el Salmo 44: el Señor tu Dios te consagró con el óleo de la alegría; te consagró –meshajaka– con el óleo –shémej– (v. 8). En el relato de la Pasión el gesto de aquella mujer desconocida es un símbolo de la unción sacerdotal del Mesías, que será sacerdote, templo, altar y víctima. El elogio de Jesús a aquella mujer será repetido cada vez que se predique el Evangelio, como un mn?mósynon, un perpetuo memorial de ella.

San Juan registra una tradición diversa. El episodio habría ocurrido el día anterior a la entrada en Jerusalén, muy cerca de allí, en Betania, y la protagonista no fue anónima, sino María, la hermana de Marta y de Lázaro el resucitado; la cena transcurrió en la casa de los tres hermanos (Jn. 12, 1-11).

Sigue la traición de Judas. Según Marcos, cuando el apóstol fue a tratar con los dirigentes judíos, ellos se alegraron (Mc. 14, 11) y prometieron pagarle el servicio; a partir de entonces Judas aguardaba una ocasión para consumar su crimen. Según Mateo, el traidor pidió una recompensa y ellos fijaron el precio en treinta siclos; esa cantidad de monedas de plata era lo que se pagaba por un esclavo. Judas vendió a Jesús como un esclavo. El Señor, el Rey del Universo, se hizo esclavo por nosotros. El primer Evangelio narra que Jesús desenmascaró al traidor en la Última Cena, ¿habrá participado de aquella primera Eucaristía? San Juan no nos transmitió la institución del Sacramento; según él, al recibir Judas el bocado de comida que le ofreció Jesús, Satanás entró en él, y él salió inmediatamente. El Evangelista apunta: era de noche (Jn. 13, 30). Judas entró en su propia noche. En los cuatro Evangelios el signo de la traición es un beso; en este detalle se mensura la perversión; la señal más cálida de afecto y amistad es ofrecida aquí como signo de muerte.

La Iglesia ha sido perseguida siempre, desde sus inicios. El Papa Francisco ha dicho reiteradamente que también lo es hoy. Sufre persecuciones abiertas o encubiertas; los enemigos usan las artes más diversas, orquestados por el Padre de la mentira (cf. Jn. 8, 44). Se regocijan, se frotan las manos cuando pueden contar con un traidor. ¡Señor, consérvanos en tu amistad, líbranos de la ocasión de traicionarte! ¡Que no salgamos de tu abrazo para entrar en la noche, que el Malvado no invada nuestro corazón! ¡No queremos correr la suerte de Judas, a quien más le valdría no haber nacido! (Mc. 14, 21).

Las negaciones de Pedro fueron más leves, y al segundo canto del gallo recordó lo que Jesús le había dicho y las lavó con sus lágrimas. Que San Pedro interceda por nosotros cuando nuestra flaqueza nos pone en peligro de negar al Señor.

Dedico ahora una rápida referencia a otros episodios. El juicio ante el gobernador es una parodia increíble de administración de la justicia; lo había precedido el que se desarrolló ante el sanedrín, que concluyó en sentencia de muerte. Nuestra confesión de fe adopta la respuesta de Jesús al Sumo Sacerdote: El es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. En la intervención de Pilato no media el dinero, sino el temor, la pusilanimidad; no quiere quedar mal, ni con el pueblo manejado por los jefes judíos, ni con el César, es políticamente correcto. No hizo caso del buen consejo de su mujer, que le envió un mensaje, según el relato de Mateo (27, 19). El indulto acostumbrado de Pascua favoreció a Barrabás, un guerrillero homicida; Jesús marchará a la muerte. Nosotros, argentinos, tenemos a mano paradigmas frecuentes de justicia injusta. El precio de hacer legal lo injusto es el dinero, la ambición política o la comodidad.

El misterio de la Providencia divina nos deja absortos. Los cuatro evangelistas describen brevemente y con pocas variantes las burlas y los ultrajes de los soldados; Lucas no menciona la coronación de espinas, e incluye una presentación ante Herodes, que se alegró de conocerlo, lo despreció y lo devolvió a Pilato. El saludo burlesco es, en todos los casos, Salve, Rey de los judíos; en griego suena jáire, la misma palabra con la que el Ángel de la anunciación saludó a María. Rey de los judíos, tal es la causa de la condena, como lo indicaba el cartel colgado en la cruz, el INRI de nuestros crucifijos. De los judíos, porque para ellos vino en primer lugar, a fin de cumplir las promesas hechas a los patriarcas. Nosotros lo adoramos como Rey Universal, y al reconocerlo como soberano absoluto de lo que fue, de lo que existe y de lo que será, nuestro corazón se llena de alegría.

Las burlas continuaron en el Calvario. Marcos anota: también lo insultaban los que habían sido crucificados con él (15, 32). Lucas, en cambio, distingue entre los dos al Buen Ladrón, cuya plegaria podemos hacer nuestra: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino (Lc. 23, 42). La tradición lo canonizó como San Dimas.

La Iglesia ha recogido con amor las palabras pronunciadas por Jesús desde la altísima cátedra de la cruz; son las Siete Palabras. La última es, para Juan, tetélestai: todo está cumplido, ha llegado a su télos, a su fin, la historia de la salvación. Según Lucas es un acto de confiado abandono en el Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc. 23, 46). El relato de Marcos, que hoy hemos escuchado, transmite en griego lo que Jesús habría pronunciado en arameo: Dios mío, Dios mío, por que me has abandonado? (15, 34). Mateo parece haberlo traducido del hebreo, pero son las mismas palabras (Mt. 27, 46). Se trata del comienzo del Salmo 21, la plegaria de un nombre justo que experimenta ese doloroso extremo. Jesús asumió el abandono de Dios que es consecuencia del pecado de quienes se alejan de él; fue este desierto espiritual el punto máximo del descenso del Hijo eterno del Padre. ¿Cómo puede Dios abandonar a Dios? Pudo; la persona divina del Hijo, en su humanidad santísima, en la carne que asumió por nosotros, hizo esa experiencia para nuestra salvación, en una muestra definitiva del admirable intercambio entre lo divino y lo humano. Algunos comentaristas señalan que quizá Jesús recitó el Salmo entero, que concluye con una acción de gracias por la liberación y en la profecía de una conversión y alabanza universal a Dios. Este Salmo ha sido en la liturgia que estamos celebrando el responsorio que siguió a la primera lectura.

Antes del relato de la Pasión escuchamos un breve pasaje del Libro de Isaías (50, 4-7) tomado de uno de los cánticos del Servidor de Yahweh; se destaca su paciencia en el sufrimiento y su segura confianza en Dios. Jesús es ese Siervo sufriente. San Pablo, en la Carta a los Filipenses, enunciaba el gran misterio del vaciamiento del Hijo eterno de Dios, Dios verdadero, de la forma de Dios a la forma de esclavo; su obediencia hasta la muerte le valió la exaltación en la gloria. Se anonadó, dicen las traducciones del verbo griego ekénosen; el Apóstol nos exhorta a la imitación de Cristo: no encapsularnos en el egoísmo, buscando nuestro propio interés, sino preocuparnos por los demás y considerarlos superiores a nosotros mismos. Es difícil, pero con el don de la gracia, de esa actitud profundamente cristiana se siguen la unidad y la paz.

La Pasión de Jesús da cumplimiento a las oscuras profecías del Antiguo Testamento, que se tornaron luminosas, verdad clarísima, en su realización. Para nosotros, creyentes, los sucesos de la Pasión son ejemplares. Jesús estableció las condiciones de su seguimiento, del discipulado: el que quiera seguirlo tiene que renunciar a sí mismo y cargar con su cruz; para salvar la vida hay que perderla por Cristo y por el Evangelio (Mc. 8, 34 ss.). Cada uno tiene su propia cruz, la cuestión es abrazarla.

El autor de la Carta a los Hebreos recuerda que las víctimas de los sacrificios de la Antigua Alianza eran quemadas fuera de los muros de la ciudad, por eso la Víctima de la Nueva y Eterna Alianza padeció fuera de las puertas de Jerusalén. Continúa entonces: salgamos nosotros también fuera del campamento, para ir hacia él cargando su deshonra (Hebr. 13, 13). Su deshonra. Su oprobio, oneidismós en el griego del texto original, los ultrajes e injurias que cayeron sobre Él. La coherencia de la fe cristiana no es compatible con el acomodo en una cultura descristianizada, que como podemos comprobarlo diariamente nos detesta en la medida de nuestra fidelidad. La fe, el amor, la esperanza, nos permiten atrevernos a sobrellevar la deshonra de ser discípulos de Cristo, superando el temor a los inevitables riesgos. Esa deshonra es nuestra gloria, una especie de santo y legítimo orgullo.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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