Homilía de Mons. Aguer en el Diaconado de los padres Alemán, Gutiérrez y Rivero Cecenarro.
Ampliando lo que publicamos el sábado 17 de marzo, trascribimos a continuación la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Ordenación Diaconal de los padres Santiago Agustín Alemán, Tomás Santiago Gutiérrez, y Carlos Ezequiel Rivero Cecenarro. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:
Servir las mesas
Homilía en la Misa de ordenación diaconal de Santiago Alemán, Tomás Gutiérrez y Carlos Rivero Cecenarro. Iglesia Catedral, 17 de marzo de 2018
En una de sus Cartas Pascuales, San Atanasio, el campeón de la ortodoxia contra la herejía arriana que negaba la divinidad de Cristo, dice que el fruto espiritual de la fiesta hacia la cual nos encamina la Cuaresma, no queda limitado a un tiempo determinado, ya que sus rayos esplendorosos no conocen ocaso, sino que está siempre a punto de iluminar las mentes que así lo desean. La misma cuarentena preparatoria, podemos pensar, alegra la necesaria penitencia con el fulgor de la esperanza. En muchos acontecimientos eclesiales, como el que hoy celebramos, se hace presente la energía del Espíritu Santo, que brota del misterio pascual del Señor, enriquece a la Iglesia y nos colma de gozo.
La palabra de Dios que hemos escuchado nos permite comprender el sentido de la ordenación diaconal de Santiago, Tomás y Carlos, su finalidad sobrenatural, su referencia a la salvación de los hombres. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra un episodio de evangelización protagonizado por Felipe. Este pertenecía al grupo de “los Siete”, propuestos por la comunidad y constituidos por los apóstoles mediante la imposición de manos y la oración, para que se ocuparan directamente del servicio de caridad en la todavía pequeña Iglesia de los orígenes. La tarea de aquellos sería servir las mesas; en el texto griego del libro de los Hechos suena diakoneîn trapézais. El verbo corresponde al sustantivo diákonos, que significa, entonces, servidor. No obstante, como también figura claramente en esas páginas del Nuevo Testamento, Felipe, y asimismo el mártir Esteban, se dedicaron a la predicación, que es el servicio de la Palabra, a la administración del Bautismo y a ejercer el milagroso poder de sanar. San Pablo, en varias de sus cartas menciona a los diáconos, y aunque actualmente muchos exégetas opinan que aquellos Siete instituidos por los apóstoles no eran diáconos, desde San Ireneo –fines del siglo II- la tradición los considera tales; la común interpretación católica ve en los Siete el origen del diaconado. En el encuentro con el funcionario etíope Felipe desempeña un ministerio de evangelización; le anunció la Buena Noticia de Jesús, dicen nuestras traducciones, en el griego original: eu?ngelíseto aut? tòn I?soûn, literalmente, le evangelizó a Jesús. De hecho, más adelante el libro llama a Felipe “el evangelista” (21, 8). El etíope iba leyendo en el capítulo 53 de Isaías lo que se identifica como Cuarto Cántico del Servidor de Yahweh, en el que se describe el sufrimiento extremo de ese hombre y el carácter expiatorio de semejante dolor; es inocente, víctima de un juicio injusto, y acepta todo con obediencia por los pecados de los otros. Felipe explica a su oyente que el pasaje de Isaías era una profecía de la pasión de Jesús y de su victoria sobre la muerte. Brota la fe en el corazón del ministro de la reina de Etiopía, la profesa y recibe el bautismo. Dice el texto que aquel hombre seguía gozoso su camino; había empezado una vida nueva. (Hech. 8,39).
El relato constituye una hermosa síntesis del ministerio que van a asumir estos tres acólitos a quienes ordenaré enseguida. Habría que añadir el diakoneîn trapézais, el servicio de las mesas, de la caridad concreta y material, que es inseparable de la obra de evangelización y santificación. Despertar la fe en el corazón de los hombres, llevarlos a Cristo, servirlos íntegramente, con una especial predilección por los más pobres y desamparados. En el afecto, la palabra y los gestos del diácono deben transparentarse los sentimientos de Jesús. En la eclesiología de San Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol Juan, los tres grados del Sacramento del Orden se distribuyen simbólicamente así: en la Iglesia el Obispo representa a Dios Padre, el presbiterio, comunitariamente, al Colegio de los Apóstoles, y los diáconos a Jesucristo.
Una condición: deberán estar dispuestos a que, como Felipe, el Ángel del Señor les ordene internarse en un camino desierto, y a que el Espíritu los arrebate (cf. Hech. 8, 26. 39).
No quiero omitir una breve referencia al Salmo responsorial, que es una página de bello misticismo. Los fieles abandonamos los ídolos, como se expresa en los primeros versículos, los repudiamos; pertenecemos al Señor, estamos consagrados a Él; es Él nuestro premio, nuestra herencia, la fuente de nuestra alegría. Nos ha elegido y nosotros lo elegimos; con Él tenemos todo. San Agustín decía en su Sermón 334: Todo lo que podrías darme fuera de Ti es vil. Sé Tú mismo mi herencia. Es a Ti a quien amo…Eso es amar gratuitamente, esperar Dios de Dios, esperar a ser colmados de Dios por Dios. Entonces, Él te basta, fuera de Él nada te puede bastar. Ese Salmo 15 puede rezarlo con todo derecho y fervor cualquier cristiano. Sin embargo, pueden hacerlo con mayor intensidad de verdad y de amor quienes abrazan el celibato por el Reino de los Cielos, como lo harán solemnemente en esta celebración Santiago, Tomás y Carlos. No es simplemente la renuncia al matrimonio. Es mucho más, un paso al frente, el abandono de la aparente seguridad que brinda el egoísmo, una identificación más estrecha con la muerte y la resurrección del Servidor de Yahweh, con su sacrificio expiatorio que recrea el mundo y comunica nueva vida. Con todos los costos, por cierto, pero saldados con creces por Aquel que no se deja ganar en generosidad.
En la proclamación del Evangelio escuchamos un fragmento de la “oración sacerdotal” de Jesús, en la que el Mesías, el Verbo encarnado, manifiesta su condición de mediador entre Dios y los hombres. Los discípulos le han sido dado a Jesús por el Padre, y ellos guardaron la Palabra del Padre, el Lógos del Padre, que es el mismo Jesús, a quien los discípulos se han adherido por la fe. Destaco la cuádruple repetición de la formula ek toû kòsmou, del mundo: los discípulos, no son del mundo, como Jesús no es del mundo, no pertenecen a él, y el Señor, que los ha separado del mundo al elegirlos, no ruega que el Padre los saque del mundo, sino que los libre del Malvado. Como pedimos nosotros al final del padrenuestro; ese “líbranos del mal” debe entenderse “líbranos del Maligno”, que como el mismo Jesús lo llama, es el Príncipe de este mundo, ese mundo al cual son enviados los discípulos: eis tòn kósmon, enviados al mundo para procurar su salvación y soportar su odio. Dos observaciones más. Lo que corresponde a un discípulo es guardar la Palabra; el verbo empleado, t?ré? significa tener la guarda de lo que a uno se le ha encargado, velar, conservar con fidelidad, observar, cumplir. Es la obediencia de la fe, sin devaneos, lo que con tanta frecuencia es vituperado como conservadorismo, integrismo, fundamentalismo; esta calificación es un discreto reflejo del odio del mundo. Lo segundo: el envío al mundo tiene su raíz en una consagración o santificación en la verdad: la verdad, al?theia, es la plena y sólida manifestación de la realidad, lo opuesto a la apariencia. Quiere decir, entonces, “conságralos realmente, santifícalos por la verdad y para la verdad”; de modo que puedan desbaratar los artilugios del Padre de la mentira (cf. Jn. 8,44).
De una consagración semejante, queridos hermanos aquí presentes, van a ser ustedes testigos a continuación.
Volvamos al oficio de “los Siete”: diakoneîn trapézais, servir las mesas. En el lenguaje eclesial, diaconía, ministerio y servicio son sinónimos. El oficio de los diáconos es servir a la Palabra de Dios, a la gracia de los sacramentos, a la Iglesia, a todos los hombres, particularmente en los días que corren, un servicio destinado a remediar impensadas formas de pobreza: la devastación que causa en los jóvenes la droga, el cada vez más temprano inicio de los chicos en la fornicación, alentado por la desvergüenza que se exhibe en la televisión y en las redes, la destrucción de la familia, la pérdida de una cultura del trabajo, el desfoque de la agresividad y la violencia, y tantas otras lacras que dañan el alma y el cuerpo de la sociedad. El servicio del agápe, del amor cristiano, puede llevar, al menos, alivio, comprensión, cercanía, consuelo. El servicio eclesial no es tarea exclusiva de los ministros ordenados, obispos, presbíteros y diáconos; también los laicos están llamados a él por su condición de miembros del pueblo de Dios. Todos conocemos a muchísimos laicos que prestan a la Iglesia un servicio invalorable, mujeres en su mayoría: en la catequesis, en la educación, en las numerosas iniciativas de caridad, con el testimonio en sus puestos ordinarios de trabajo, en el esfuerzo de sostener generosamente una familia fecunda. También existen – no nos engañemos- algunos laicos que están convencidos de que sirven a la Iglesia, e inclusive alardean de ello, pero más bien se sirven de la Iglesia, se prenden a los pechos de la Madre común bien instalados allí, como demasiados argentinos a las ubres del Estado. No hay verdadero servicio sin humildad, sin un sincero espíritu de comunión, sin total disponibilidad y obediencia, sin olvido de uno mismo.
Por último queridos hijos Santiago, Tomás y Carlos, les recuerdo que ustedes, destinados al orden presbiteral, seguirán siendo siempre diáconos. Ese fundamento servicial es la base del presbiterado y también del episcopado, con mayor razón del episcopado. Yo lo vivo intensamente el Jueves Santo, cuando vistiendo la dalmática, el ornamento propio de los diáconos, me arrodillo para lavar y besar los pies de doce jóvenes, en ese rito conmovedor que nos traslada simbólicamente a la Última Cena de Jesús. Ese signo litúrgico hace visible la esencia del diaconado. No somos patrones del pueblo de Dios, sino sus servidores, servidores de las mesas; a buen costo, por cierto, como ya dije pero también a buen premio. Para eso recibirán ustedes, los tres, sobre sus cabezas las manos del obispo y en sus almas la efusión del Espíritu Santo, como lejanos sucesores de “los Siete”.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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